La Semana Santa en Hellín. Por Esther Jiménez Coia

La Semana Santa en Hellín. Por Esther Jiménez Coia

En las entrañas de Hellín, la calle del Rabal yace apacible.

Durante todo el año, reposa en un letargo sereno, sus adoquines pulidos por el paso de los años, como las arrugas de la experiencia en el rostro de un anciano.

Las fachadas de sus edificios parecen guardar secretos remotos, como los recuerdos que acechan en la memoria de quien ha vivido mucho.

Pero, una vez al año, durante la Semana Santa, la ciudad despierta al son de los tambores que atraviesan la calle como una oleada de juventud, inyectando vida en las venas del anciano.

Los tambores son como un llamado ancestral que convoca a generaciones pasadas y presentes. Las luces tenues y las estrellas en el cielo nocturno se reflejan en su pavimento, como recuerdos resplandecientes de un pasado glorioso.

Durante unos días, la calle del Rabal se alza como un anciano que, tras un profundo sopor, recupera su vigor. Sus balcones engalanados con banderas son los ornamentos de un atuendo que viste orgulloso en el breve vuelo del tiempo. Cada rincón revive, como un recuerdo de juventud al son de sus tambores y sus procesiones, despertando en una sinfonía de fervor y devoción.

Como un venerable anciano, El Rabal envuelto en túnica negra y pañuelo rojo, persiste a lo largo de las décadas, como un guardián del pasado que sostiene en su seno la memoria viva de un pueblo, honrando sus raíces y preservando el legado de aquellos que vinieron antes que nosotros.

En este ambiente cargado de emoción, el Rabal, epicentro de la celebración, recuerda a todos la fuerza y la belleza de una tradición ancestral, única y especial.

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