Entre el río y la tormenta. Por Susana Rebequi

Entre el río y la tormenta. Por Susana Rebequi

Puente Zuviría. A escasos doscientos metros de él, converge uno de los caudales de agua más hermosos de la ciudad de Cosquín. Este río, es famoso por tener la corriente más torrentosa del Valle de Punilla; posee buena vegetación y paradisíacas vistas para fotografiar por la importante concurrencia de púbico, sobre todo, en la época de verano. El río Cosquín es tanto bello como peligroso; cuando el clima amenaza súbitamente, ha llegado a producir estragos en sus alrededores y apenas, da tiempo a escapar.
Una mujer va caminando hacia su orilla; se ayuda con un bastón de caña. Lleva sobre uno de sus hombros, un bolso; sobre su cabeza, un panamá color natural con una cinta azul; una mantilla de hilo suave para sus hombros, anteojos oscuros, remera suelta con mangas cortas; bermudas azules y unas alpargatas negras de yute.
Elige una de las rocas grandes, a la vera del puente y pegada a la orilla. Saca de su bolso, una lona que estira sobre la roca. Con dificultad, se acomoda de tal manera que sus pies, toquen el agua que golpea caprichosa sobre la piedra. La chalina se la acomoda sobre sus brazos deseando proteger los rastros de su linfagitis del estridente sol, que está calcinando en esta tarde de tanto calor.
Juan, viejo lugareño y visitante asiduo del balneario, estaciona su camioneta rural, al costado de parador “Balneario Yuspe”. Viste unas bombachas de gaucho verdes, una chomba clara, alpargatas negras y un chambergo. En su mano izquierda, acomoda sus muletas que le ayudan a equilibrar el paso para llegar al río, con mucha parsimonia.
Lo hace durante la hora de la siesta y antes del cierre de actividades laborales. todas las tardes que puede durante la primavera y el otoño, sus estaciones predilectas, porque el lugar, no está atestado de turistas. Además, es la mejor época para no espantar a los niños o causar aprensión o lastima.
Se ubicaron piedra de por medio. Solo se miraron por un momento y volvieron a bajar la vista hacia el agua que salpicaba picante entre las rocas. Arremolinaba. En el cielo, un azul sereno se esparcía parejo y el sol estridente, parecía desear perforar la piel.

-Creo que vamos a tener que tomar la retirada con tiempo- se atrevió a decir el viejo Juan
mientras la observaba.

-¿A mí? ¿A mi me habla? – chilló confundida la señora de sombrero llevando el dedo acusador a su pecho.

-Y si, mujer… Creo que solo estamos nosotros. Creo que nos llevará tiempo el alejarnos de lo que se viene… ¿o no ve?

-Y… ¿qué es lo que tengo que ver? – le pregunto con tono audaz.

-¿Usted, ve, señora…? ¿No ve que llevo muletas? En un rato más, se vine la tormenta y sabe
qué, cuando arranca sobre el río, el agua suena…; se lleva todo lo que encuentra.

-¡No creo! – miró la dama al cielo convenciéndose que decía lo correcto mientras se secaba el rostro con un pañuelo- No. No creo que esté por venir la tormenta que anuncia.

-Me llamo Juan. Vivo desde que nací en estos pagos. Se ve… que no tiene experiencia en este sitio… además, con su problema, no me atrevería a decir que está mejor que yo, porque le va a costar…

-Mire, señor Juan -interrumpió la señora con expresa molestia- creo que así me dijo que se
llamaba. No sé por qué me lo dice, pero si es por mi contextura física, quédese tranquilo que si viene algo, que no está anunciado, no le voy a pedir ayuda porque se nota que usted no va a poder.

-No se enrosque, señora o como se llame… Lo digo para protegerla. Yo solo puedo conmigo y con mis muletas aunque… también puedo extenderle una mano, como buen caballero, para ayudarla a levantarse; porque, con esos pies a punto de estallar y su físico, dudo que lo haga rápido. No se ofenda. Soy sincero y la tormenta viene amenazando desde allá arriba -señalando la sierra que tenían hacia el norte.


Ernestina quedo callada. Observó la muleta que apuntalaba su flanco izquierdo, levantó la vista hacia el sombrero de ala y quedó clavada en el cielo que destellaban sus ojos. Titubeó vocablos y trastabilló con un poco de soplidos, antes de volver a hablar.

-Ernestina me llamo. Le agradezco— pero sola voy a poder. Un rato más que estén mis pies en contacto con el agua fresca y puedo sola. Es cierto que soy voluptuosa, pero no necesito su colaboración.
Juan quedó atrapado por el tono un poco más clamo de Ernestina. Realmente sus pies parecían a punto de estallar y su voluptuosidad, parecía que ella la controlaba sola… Quedó encandilado cuando comenzó a mirar la blusa de la dama; se perdió en el túnel dibujado entre sus senos. Ojos oblicuos y mente perdida en quien sabe qué historias se estaba imaginando el viejo.

-¿Por qué dice que nos tenemos que ir con esta tarde increíble que tenemos -increpó molesta Ernestina, mientras acomodaba su panamá- No le creo que se desate ninguna tormenta…

-Pues vea, doña Ernestina – retomando la conexión con la consulta- Vivo hace mucho tiempo y he visto esta calma cientos de veces. Si me apresuro a decir, afirmaría que, en menos de treinta minutos, el cielo oscurecerá y el río remontará desde arriba con muchos movimientos peligrosos. Esta agua se lleva todo puesto. Sé de lo que le hablo, le repito.
Si bien no le terminaba de cerrar lo que él le aclaraba, la voluptuosa dama, comenzó a juntar sus pertenencias – que no eran muchas. Se puso las alpargatas con los pies húmedos y comenzó a deslizarse sobre la roca hacia un costado para ponerse de pie.

-Déjeme ayudarla, Ernestina – se apresuró, como pudo, para acercarse cuando vio lo que
estaba tratando de hacer.
No había terminado de decirlo, que el sol viró hacia su estado tenue, opacando todo el paisaje. Las nubes comenzaron a deslizarse apresuradas por el cielo y casi se hizo de noche… en diez segundos.

-Permítame – Juan la tomó del brazo y comenzó a alejarse junto a la dama del río- ¡Qué
suerte que me hizo caso porque, los nativos la tenemos lunga…! No solo son historias, mi
señora, son vivencias…

-Si, finalmente, fue acertado su comentario. Gracias, señor Juan.

Ya habían avanzado bastante y las primeras gotas comenzaron a caer. El paso era lento y los truenos y relámpagos hacían su aparición.

-Mire, cruzando la ruta, hay un parador, ¿le apetece tomar algo conmigo si eso no le infiere
alguna impertinencia?
Ernestina se frenó en seco. Lo miró nuevamente y sonrió mientras quedaba obnubilada por sus ojos azules turquesas que la observaban con aire entre mezclado de galán, timidez y ganador. Además estaba lloviendo y se había levantado una ventisca bastante molesta… no estaba para esperar el ómnibus interzonal quien sabe por cuanto tiempo…

-Precisamente, no tengo nadie que me espere. Parece que tendremos que resguardarnos
pronto de lo contrario, con o sin muletas, obesa o pies de elefantes, nos lleva puesta la
tormenta.
Ambos sonrieron por unos segundos. Juan hizo un ademán complacido y siguieron caminando hacia la entrada del Parador. Permanecieron bastante tiempo allí hasta que todo entro en calma.
Durante el resto de la primavera, ambos personajes se encontraron todas las tardes a contar historias de vida. Ambos tenían dolencias tanto físicas como emocionales. Ambos estaban solos e intentaban encontrar un hueco de afecto entre los que lo rodeaban.
Ernestina, había perdido a su hijo con apenas dieciséis años, en el quinto aniversario del
fallecimiento de su esposo; un año antes, su madre. Decidió vender todo y dejar Buenos Aires. Estaba recientemente instalada en Cosquín.
Juan, tenía historias con el río. Hace veinte años, yendo sierra arriba a buscar agua de un chorrito, dejo a su esposa y pequeño de apenas dos años, jugando en la misma piedra que iba todos los días.
Al ver como se descompuso la tarde, quiso volver rápido pero tropezó. Al mismo tiempo, hubo un desmoronamiento y quedó enterrado entre las piedras. No pudo ayudar a su familia. Los dos, con mochilas que llevaban y que serían eternas.

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