Escribí un cuento como Stephen King

Escribí un cuento como Stephen King

Consigna: Escribí un cuento como Stephen King. Hacelo de entre 4 y 6 páginas, contando la historia en presente, yendo al pasado y volviendo todo el tiempo. Tomá como ejemplo: “El último peldaño de la escalera ” de Stephen King.

Escribila y enviala a: cartas@cartaabierta.com.ar o juanbotanaborradores@gmail.com

El último peldaño de la escalera de Stephen King

Ayer recibí la carta de Katrina, cuando aún no hacía una semana que mi padre y yo
habíamos regresado de Los Angeles. Estaba dirigida a Wilmington, Delaware, y me había
mudado dos veces después de vivir allí. Ahora la gente se muda mucho, y observé con
curiosidad cómo las direcciones tachadas y los rótulos de cambio de domicilio podían
asumir un aire acusador. Su carta estaba arrugada y manchada, con una esquina
gastada por el manoseo. Leí su contenido y un momento después me encontré en la
sala, con el teléfono en la mano, a punto de llamar a papá. Dejé el auricular con un
sentimiento parecido al horror. Era anciano y había tenido dos infartos. ¿Estaba
justificado que le telefoneara y le hablara de la carta de Katrina cuando acabábamos de
volver de Los Ángeles? Eso podría haberlo matado.
De modo que no lo llamé. Y no tenía a quién contárselo… Una carta como ésa era
demasiado personal, tanto que sólo podría haber hablado de ella con mi esposa o con un
amigo muy íntimo. En los últimos años no he entablado grandes amistades, y mi esposa
Helen y yo nos divorciamos en 1971. Ahora sólo nos intercambiamos tarjetas de
Navidad. ¿Cómo estás? ¿Cómo marcha el trabajo? Te deseo un feliz Año Nuevo.
Había pasado toda la noche en vela, con la carta de Katrina. Podría haber escrito lo
mismo en una postal. Debajo del «Querido Larry» había una sola frase. Pero una frase
puede decirlo todo. Puede hacerlo todo.
Recordé la imagen de mi padre en el avión, el aspecto avejentado y demacrado de su
rostro bajo la implacable luz del sol, a 6.000 metros de altura, mientras volábamos hacia
el Oeste desde Nueva York. Según el piloto acabábamos de sobrevolar Omaha, y papá
dijo: «Está mucho más lejos de lo que parece, Larry.» Su voz destilaba una pena que
me hizo sentir incómodo, porque no la entendía. La entendí mejor después de recibir la
carta de Katrina.
Nos criamos en un pueblo llamado Hemingford Home, ciento veinte kilómetros al
oeste de Omaha. Allí vivíamos mi padre, mi madre, mi hermana Katrina y yo. Yo era dos
años mayor que Katrina, a quien todos llamaban Kitty. Ésta era una niña hermosa y
luego se convirtió en una hermosa mujer…, e incluso cuando tenía ocho años, en la
época en que ocurrió el episodio del granero, ya era evidente que su cabello rubio como
las barbas del maíz no se oscurecería nunca, y que sus ojos siempre conservarían su
color azul escandinavo. Bastaba que un hombre mirara esos ojos para que quedara
cautivado.
Se podría decir que la nuestra fue una infancia campesina. Mi padre tenía ciento
veinte hectáreas de pradera llana, fértil, donde cultivaba maíz y criaba ganado. Todos la
llamaban sencillamente «la hacienda». En aquellos tiempos todos los caminos eran de
tierra, exceptuando la carretera comarcal 80 y la carretera 96 de Nebraska, y un paseo
a la ciudad era algo que esperabas durante tres días.
Actualmente soy, según dicen, uno de los mejores abogados independientes de los
Estados Unidos, especializado en corporaciones, y debo confesar, para ser sincero, que
estoy de acuerdo con quienes sustentan esa opinión. En una oportunidad el presidente
de una gran compañía me presentó al consejo de administración como su pistolero a
sueldo. Uso los mejores trajes y mis zapatos están confeccionados con el mejor cuero.
Tengo tres asistentes que trabajan durante toda la jornada para mí, y podría contratar
otros doce, si los necesitara. Pero en aquellos tiempos iba a pie por un camino de tierra
hasta una escuela de una sola aula, con los libros ceñidos por un cinturón, sobre el
hombro, y Katrina me acompañaba. A veces, en primavera, íbamos descalzos. Y ésa era
la época en que no te atendían en una cafetería ni podías comprar en un mercado, si no
usabas zapatos.
Después murió mi madre —cuando Katrina y yo asistíamos a la escuela secundaria de
Columbia City— y dos años más tarde mi padre perdió la hacienda y se dedicó a la venta
de tractores. Ése fue el fin de la familia, aunque entonces no pareció tan malo. Mi padre
prosperó en su trabajo, se compró una agencia de ventas, y hace aproximadamente
nueve años lo eligieron para un cargo directivo. Yo gané una beca en la Universidad de
Nebraska, jugando al fútbol, y aprendí algo más que a sacar el balón de un cerrojo
suizo.
¿Y Katrina? Pero es de ella de quien quiero hablar.
El episodio del granero se produjo un sábado de comienzos de noviembre. En verdad,
no recuerdo bien el año, pero Eisenhower todavía era presidente. Mamá estaba en una
feria de beneficiencia de Columbia City, y papá había ido a la casa de nuestro vecino
más próximo (a diez kilómetros de distancia) para ayudarlo a reparar un rastrillo de
heno. Teóricamente debería haber habido un peón en la hacienda, pero ese día no
concurrió a trabajar y mi padre lo despidió antes de que transcurriera un mes.
Papá me dejó una lista de las faenas que debía realizar (v también había algunas para
Kitty) y nos ordenó que no nos fuéramos a jugar hasta que estuviera todo terminado.
Pero eso no nos ocupó mucho tiempo. Estábamos en noviembre, y a esa altura del año
ya no había grandes apremios. Nuevamente habíamos salido a flote. No sería siempre
así.
Recuerdo perfectamente aquel día. El cielo estaba encapotado, v si bien no hacía frío
se sentía que quería hacer frío, que quería dejarse de rodeos v arremeter con la
escarcha y la helada, la nieve y la cellisca. Los campos estaban desnudos. Los animales
se mostraban lerdos y pesados. Por la casa parecían soplar raras comentes de aire que
antes nunca habíamos sentido.
En un día como ése, el lugar ideal era el granero. Caluroso, poblado por un agradable
aroma combinado de heno, pelo y estiércol, y por los misteriosos cloqueos y arrullos de
las golondrinas congregadas en el tercer henil. Si echabas la cabeza hacia atrás veías la
blanca luz de noviembre que se filtraba por las grietas del techo y trataba de deletrear
tu nombre. Ése era un juego que en realidad sólo parecía atractivo en los días
encapotados de otoño.
Había una escalera clavada a un travesaño de la parte más alta del tercer henil, una
escalera que bajaba directamente al piso del granero. Nos habían prohibido trepar por
ella porque estaba vieja y desvencijada. Papá le había prometido cien veces a mamá que
la quitaría y la remplazaría por otra más sólida, pero cuando tenía tiempo para hacerlo
siempre había algo que lo distraía. Por ejemplo, debía ayudar a reparar el rastrillo de un
vecino. Y el peón no servía para nada.
Si subías por la enclenque escalera —había exactamente cuarenta y tres peldaños,
que Kitty y yo habíamos contado hasta hartarnos— terminabas en una viga situada a
más de veinte metros del piso sembrado de paja. Y si después te deslizabas unos cuatro
metros por la viga, con las rodillas trémulas, las articulaciones de los tobillos que crujían
y la boca seca e impregnada de sabor a mecha quemada, quedabas suspendido sobre el
almiar. Y entonces podías saltar de la viga y caer veinte metros en línea recta, en una
horrible e hilarante zambullida mortal, hasta hundirte en un inmenso y mullido lecho
exuberante. El heno tenía un olor dulzón, y al fin descansabas en medio de ese aroma
de verano renacido, después de haber dejado el estómago atrás y en medio del aire, y
te sentías…, bien, como debió de sentirse Lázaro. Habías saltado y habías sobrevivido
para contarlo.
Claro que era un deporte prohibido. Si nos hubieran sorprendido, mi madre habría
puesto el grito en el cielo y mi padre nos habría azotado, a pesar de que ya no éramos
crios. Debido al estado de la escalera, y también porque si por casualidad perdías el
equilibrio y caías de la viga antes de haber llegado al blando colchón de heno, era
seguro que te descalabrarías contra las duras tablas del piso.
Pero la tentación era demasiado grande. Cuando no está el gato…, bien, ya conocéis
el refrán.
Ese día empezó como todos los otros, con una deliciosa sensación de miedo mezclado
con deseos anhelantes. Estábamos al pie de la escalera, mirándonos el uno al otro. Kitty
estaba congestionada, con los ojos más oscuros y centelleantes que de costumbre.
—Te desafío —dije.
—El desafiante sube primero —respondió Kitty.
—Las chicas suben antes que los chicos —contraataqué en seguida.
—No si es peligroso —respondió ella bajando recatadamente los ojos, como si no
fuera público y notorio que ella era la segunda machota de Hemingford. Mas ése era su
comportamiento habitual. Subía, pero no antes que yo.
—Está bien —asentí—. Ya subo. Ese año yo tenía diez años y era flaco como una
estaca: pesaba aproximadamente cuarenta y cinco kilos. Kitty tenía ocho años y pesaba
diez kilos menos. Pensábamos que si la escalera siempre nos había aguantado, seguiría
aguantándonos indefinidamente, idea ésta que pone constantemente en apuros a
hombros y naciones.
Ese día sentí que la escalera cimbreaba un poco en la atmósfera polvorienta del
granero a medida que subía cada vez a mayor altura. Como siempre, aproximadamente
a mitad del trayecto, imaginé lo que me sucedería si de pronto la escalera cedía y se
desmoronaba. Pero seguí subiendo hasta que pude sujetarme de la viga e izarme y
mirar hacia abajo.
Él rostro de Kitty, vuelto hacia arriba para mirarme, era un pequeño óvalo blanco.
Con su camisa a cuadros desteñida y sus vaqueros azules, parecía una muñeca. Sobre
mi cabeza, en los polvorientos recovecos del alero, las golondrinas arrullaban
dulcemente.
De nuevo, ajusfándome al ritual:
—¡Qué tal, ahí abajo! —grité, y mi voz flotó hasta ella montada sobre motas de paja.
—¡Qué tal, ahí arriba!
Me puse en pie. Oscilé un poco hacia atrás y adelante. Como siempre, parecieron
soplar súbitamente extrañas corrientes de aire que no habían existido abajo. Oí los latidos de mi propio corazón mientras empezaba a avanzar con los brazos estirados para
conservar el equilibrio. Una vez, una golondrina había revoloteado cerca de mi cabeza
en ese momento de la aventura, y al respingar había estado a punto de caerme. Vivía
con el temor de que ese
trance pudiera repetirse.
Pero no esta vez. Por fin estaba sobre el seguro colchón de heno. Ahora mirar hacia
abajo era más sensual que terrorífico. Hubo un momento de expectación. Después salté
al vacío, apretándome aparatosamente la nariz, como lo hacía siempre, y el súbito tirón
de la gravedad me arrastró brutalmente, a plomo, v me hizo sentir deseos de gritar:
¡Oh, lo siento, me he equivocado, dejadme subir de nuevo!
Entonces tomé contacto con el heno, me incrusté en él como un proyectil, y su olor
dulzón y polvoriento me rodeó mientras seguía hundiéndome, como en un agua espesa,
hasta quedar lentamente sepultado en la paja. Como siempre, sentí que un estornudo
cobraba forma en mi nariz. Y oí que uno o dos ratones de campo huían asustados en
busca de un sector más apacible del almiar. Y sentí, curiosamente, que había renacido.
Recuerdo que en una oportunidad Kitty me había dicho que después de zambullirse en el
heno se sentía fresca y flamante, como un bebé. En ese momento no le hice caso —
porque entendía a medias lo que quería decir, y a medias no lo entendía— pero desde
que recibí su carta, yo también pienso en eso.
Bajé de la pila de heno, casi nadando en ella, hasta que mis pies tocaron el piso del
granero. Tenía heno debajo de los pantalones y entre la espalda y la camisa. Se me
había metido en las zapatillas y me asomaba por los codos. ¿Simientes de heno en el
pelo? Claro que sí.
En ese momento Kitty ya había llegado a la mitad de la escalera. Sus trenzas doradas
bailoteaban sobre sus omóplatos, y seguía trepando por un haz polvoriento de luz. En
otras ocasiones esa luz podría haber sido tan brillante como su cabello, pero ese día sus
trenzas no tenían competencia…, eran el elemento de mayor colorido que había allí
arriba.
Pensé, bien lo recuerdo, que no me gustaba la forma en que se combaba la escalera.
Parecía más destartalada que nunca.
Entonces llegó a la viga, muy arriba… Y ahora yo era el pequeño, mi cara era el
minúsculo óvalo blanco vuelto hacia ella cuando su voz bajó flotando junto con las briznas de paja que había movilizado mi salto.
—¡Qué tal, ahí abajo!
—¡Qué tal, ahí arriba!
Avanzó por la viga y mi corazón se distendió un poco en el pecho cuando calculé que
estaba a salvo sobre el heno. Siempre ocurría lo mismo, aunque ella siempre había sido
más grácil que yo… Y más atlética, si no os parece demasiado raro que diga esto acerca
de mi hermana menor.
Se empinó sobre las punteras de sus viejas zapatillas, con las manos estiradas al
frente. Y después dio el salto del ángel. Hablad de lo inolvidable, de lo indescriptible.
Bien, yo puedo describirlo… en parte. Pero no con la precisión suficiente para haceros
entender hasta qué punto fue bello, perfecto, uno de los pocos trances de mi vida que
parecen absolutamente reales y auténticos. No, no os lo puedo explicar con tanta
fidelidad. Ni mi pluma ni mi lengua tienen la maestría que haría falta para ello.
Por un instante fugaz pareció flotar en el aire, como si la sostuviera una de esas
misteriosas corrientes ascendentes que sólo existían en el tercer henil, transformada en
una golondrina rutilante de plumaje dorado como Nebraska no ha vuelto a ver otra. Era
Kitty, mi hermana, con los brazos doblados hacia atrás y la espalda arqueada, ¡y cuánto
la amé durante esa fracción de segundo!
Y después cayó y se hundió en el heno y se perdió de vista. Del boquete que había
abierto brotó una explosión de paja y de risas. Olvidé cuan débil me había parecido la
escalera con ella encima, y cuando salió del almiar yo ya estaba nuevamente a mitad de
trayecto.
Yo también intenté ejecutar el salto del ángel, pero el miedo me atenazó como
siempre, y mi ángel se transformó en una bala de cañón. Creo que nunca terminé de
convencerme, como Kitty, de que el heno estaba allí.
¿Cuánto duró el juego? Quien sabe. Pero después de diez o doce saltos levanté la
vista y vi que la luz había cambiado. Mamá y papá tardarían en volver y nosotros
estábamos cubiertos de paja…, lo cual era una prueba tan contundente como una
confesión firmada. Accedimos a pegar un salto más cada uno.
Yo subí antes que ella y sentí que la escalera se movía bajo mis pies y oí, muy
débilmente, el chirrido de los clavos que se aflojaban en la madera. Y por primera vez
me sentí auténtica, activamente asustado. Creo que si hubiera estado más cerca del pie
de la escalera habría bajado y que ahí habría terminado todo, pero la viga estaba más
próxima y parecía más segura. Cuando me faltaban tres peldaños para llegar arriba
aumentó el chirrido de los clavos tirantes y el terror me congeló súbitamente, con la
certeza de que me había excedido.
Hasta que mis manos cogieron la viga astillada y aligeraron a la escalera de mi peso.
Un sudor frío, desagradable, pegoteaba las briznas de paja a mi frente. El juego ya
había perdido su atractivo.
Enderecé de prisa hacia el almiar y me dejé caer. Ni siquiera saboreé la parte
placentera del salto. Mientras descendía, me imaginé lo que habría sentido si hubiera
sido el piso sólido del granero el que venía a mi encuentro en lugar de la blanda
turgencia del heno.
Cuando asomé en el centro del granero vi que Kitty trepaba apresuradamente por la
escalera.
—¡Eh, baja! —grité—. ¡No es segura!
—¡Me sostendrá! —respondió ella con un tono confiado—. ¡Soy más ligera que tú!
—Kitty…
Pero no pude terminar la frase. Porque fue entonces cuando cedió la escalera.
Se partió con un chasquido de madera podrida, astillada. Yo grité y Kitty chilló.
Estaba más o menos donde me hallaba yo cuando me convencí de que había puesto
exageradamente a prueba mi suerte.
El peldaño sobre el que ella se apoyaba se desprendió y después los dos largueros se
separaron. Por un momento la escalera, que se había zafado totalmente, pareció, a los
pies de Kitty, un insecto portentoso, una mantis religiosa, que acababa de tomar la
decisión de alejarse.
A continuación la escalera se desplomó, estrellándose contra el piso del granero con
un estampido seco que levantó una nube de polvo e hizo mugir, inquietas, a las vacas
del establo vecino. Una de ellas pateó la puerta de su pesebre.
Kitty lanzó un alarido agudo, penetrante.
—¡Larry! ¡Larry! ¡Ayúdame!
Sabía lo que había que hacer, lo comprendí en seguida. Tenía un miedo espantoso,
pero conservaba el uso de mis facultades. Estaba a más de veinte metros de altura, sus
piernas enfundadas en los vaqueros se agitaban frenéticamente en el vacío, y las
golondrinas arrullaban sobre su cabeza. Sí, yo estaba asustado. Y confieso que todavía
no soy capaz de presenciar un espectáculo de acrobacia en el circo, ni siquiera en la TV.
Me revuelve el estómago.
Pero sabía lo que había que hacer.
—¡Kitty! —le grité—. ¡Quédate quieta! ¡Quieta!
Me obedeció al instante. Dejó de agitar las piernas y quedó colgada verticalmente,
con las manecitas cerradas sobre el último peldaño del extremo astillado de la escalera,
como una acróbata cuyo trapecio se hubiera inmovilizado.
Sinceramente, no recuerdo lo que ocurrió después, excepto que el heno se me metió
en la nariz y empecé a estornudar y no pude contenerme. Corría de un lado a otro,
levantando una pila de heno allí donde había estado la base de la escalera. Era una pila
muy pequeña. Al mirarla, y al mirarla luego a ella, que colgaba tan arriba, cualquiera
habría pensado en una de esas caricaturas que muestran a un tipo saltando desde cien
metros dentro de un vaso de agua.
Iba y venía. Iba y venía.
—¡ Larry, no podré resistir más tiempo! —El timbre de su voz era atiplado y
desesperado.
—¡Tienes que resistir, Kitty! ¡Tienes que resistir!
Iba y venía. El heno me caía dentro de la camisa. Iba y venía. Ahora la pila de heno
me llegaba a la barbilla, pero el almiar en el que nos zambullíamos tenía ocho metros de
profundidad. Pensé que si sólo se fracturaba las piernas debería darse por satisfecha. Y
sabía que si caía fuera del heno se mataría. Iba y venía.
—¡Larry! ¡El peldaño! ¡Se está zafando!
Oí el chirrido sistemático y crepitante del peldaño que cedía por efecto de su peso.
Volvió a agitar las piernas, despavorida, pero si seguía moviéndolas así le erraría
inevitablemente al heno.
—¡No! —vociferé—, ¡No! ¡No hagas eso! ¡Suéltate! ¡Suéltale, Kitty! —Porque ya no
tenía tiempo para juntar más heno. No tenía tiempo para nada que no fuera alimentar
un ciego optimismo.
Se soltó y se dejó caer apenas se lo ordené. Bajó recta como un cuchillo. Me pareció
que su caída duraba una eternidad, con sus trenzas de oro fuertemente estiradas hacia
arriba, con los ojos cerrados, con el rostro pálido como la porcelana. No gritó. Tenía las
manos entrelazadas delante de los labios, como si rezara.
Y cayó justó en el centro de la pila de heno. Se hundió en ella hasta perderse de
vista. La paja salió despedida en todas direcciones como si hubiera estallado una
granada, y oí el ruido que produjo su cuerpo al chocar contra las tablas. El ruido, fuerte
y sordo, hizo que me recorriera un escalofrío mortal. Había sido demasiado fuerte,
demasiado fuerte. Pero tenía que ver lo que había ocurrido.
Llorando, me abalancé sobre la pila de heno y empecé a apartarlo, arrojando grandes
manojos a mis espaldas. Salió a la luz una pierna enfundada en un vaquero, después
una camisa a cuadros… Y después el rostro de Kitty. Estaba mortalmente pálida y tenía
los ojos cerrados. Al mirarla me di cuenta de que estaba muerta. El mundo se puso gris,
con un gris de noviembre. El único toque de calor que había en él era el de sus trenzas,
de oro rutilante.
Y después el azul profundo de sus iris cuando abrió los ojos.
—¿Kitty? —Mi voz sonaba ronca, gangosa, incrédula. Mi garganta estaba tapizada de
polvillo de heno—. ¿Kitty?
—¿Larry? —pregunto ella, atónita—. ¿Estoy viva? La levanté del heno y la estrujé y
ella me echó los brazos al cuello y me devolvió el abrazo.
—Estás vivas —dije—. Estás viva, estás viva.
Se había fracturado el tobillo izquierdo, y eso fue todo. Cuando el doctor Pedersen, el
clínico general de Columbia City, entró en el granero con mi padre y conmigo, miró
durante un largo rato las sombras del techo. El último peldaño de la escalera aún
colgaba allí, sesgado, de un clavo.
Como digo, miró durante un largo rato.
—Un milagro —le dijo a mi padre, y después pateó desdeñosamente el heno que yo
había apilado. Se encaminó hacia su «De Soto» polvoriento y se fue.
Mi padre me colocó la mano sobre el hombro.
—Iremos a la leñera, Larry —manifestó con voz muy serena—. Supongo que sabes
qué es lo que pasará allí.
—Sí, señor —susurré.
—Quiero que cada vez que te zurre, Larry, le agradezcas a Dios que tu hermana sigue
viva.
—Sí, señor.
Después nos fuimos. Me zurró muchas veces, tantas veces que durante una semana
comí en pie, y durante las dos semanas siguientes con un cojín en mi silla. Y cada vez
que me pegaba con su gran mano roja y callosa, yo le daba gracias a Dios.
Con voz potente, muy potente. Cuando recibí los dos o tres últimos golpes, no tenía
duda de que Él me oía.
Me dejaron entrar a verla un poco antes de la hora de acostarme. Recuerdo que había
un tordo del otro lado de su ventana. Su pie vendado descansaba sobre una tabla.
Me miró durante tanto tiempo y con tanta ternura que me sentí incómodo. Por fin
dijo:
—Heno. Pusiste heno.
—Claro que sí —exclamé—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cuando se rompió la
escalera no me quedó ningún medio para llegar arriba.
—No sabía lo que hacías —murmuró.
—¡Pero tenías que saberlo! ¡Estaba debajo de ti, por el amor de Dios!
—No me atreví a mirar —respondió—. Tenía demasiado miedo. No abrí en ningún
momento los ojos.
—¿No lo sabías? ¿No sabías lo que estaba haciendo? Meneó la cabeza.
—Y cuando te dije que te soltaras…, ¿lo hiciste sin mirar? Asintió con un movimiento
de cabeza.
—Kitty, ¿cómo pudiste hacer eso?
Me miró con esos profundos ojos azules.
—Sabía que debías de haber hecho algo para solucionarlo —dijo—, Eres mi hermano
mayor. Sabía que te ocuparías de mí.
—Oh, Kitty, no imaginas qué poco faltó. Me había cubierto el rostro con las manos.
Ella se irguió en la cama y las apartó. Me besó en la mejilla.
—No —murmuró—. Pero sabía que tú estabas ahí abajo. Caray, qué sueño. Hasta
mañana, Larry. El doctor Pedersen dice que me podrán una escayola.
Estuvo escayolada durante poco menos de un mes, y todos sus compañeros de
escuela firmaron el yeso…, e incluso me lo hizo firmar a mí. Y cuando se lo quitaron, ahí
terminó el episodio del granero. Mi padre remplazó la escalera que llevaba al tercer henil
por otra nueva y fuerte, pero nunca volví a trepar a la viga para saltar sobre el heno.
Por lo que sé, Kitty tampoco lo hizo.
Ése fue el fin, pero no lo fue. Quién sabe por qué, la historia no terminó hasta hace
nueve días, cuando Kitty saltó desde el último piso del edificio de una compañía de
seguros, en Los Ángeles. Tengo el recorte del Los Angeles Times en mi billetera.
Supongo que lo llevaré siempre conmigo, no con la alegría con que llevas las instantáneas de las personas que deseas recordar o las entradas de un buen espectáculo o
parte del programa de un partido del Campeonato Mundial. Llevo el recorte conmigo
como llevas algo pesado, porque tienes el deber de llevarlo. El titular dice; PROSTITUTA
DE LUJO SE SUICIDA CON EL SALTO DEL ÁNGEL.
Crecimos. Esto es todo lo que sé, dejando de lado los hechos sin importancia. Ella
pensaba estudiar Administración de Empresas en Omaha, pero el verano después de
terminar el bachillerato ganó un concurso de belleza y se casó con uno de los jueces.
Parece un chiste obsceno, ¿verdad? Mi Kitty.
Mientras yo estudiaba Derecho ella se divorció y me escribió una larga carta, de diez
o más páginas, en la que me contaba cómo había pasado todo, qué repugnante había
sido, cómo todo habría sido mejor si ella hubiera podido tener un hijo. Me preguntaba si
podía ir a verla. Pero perder una semana en la Facultad de Derecho es tan grave como
perder un año en un curso inferior de artes liberales. Esos tipos son galgos. Si pierdes
de vista el conejito mecánico, no lo encuentras nunca más.
Se mudó a Los Angeles y volvió a casarse. Cuando naufragó ese matrimonio, yo había
regresado de la Facultad de Derecho. Me escribió otra carta, más breve, más amarga.
Me decía que nunca se dejaría atrapar en ese tiovivo. Era una rutina inalterable. La
única forma de coger la sortija consistía en caerse del caballito y romperse el cráneo. Si
ése era el precio de una vuelta gratis, ella no estaba dispuesta a pagarlo. Posdata:
¿Puedes venir, Larry? Hace mucho que no te veo.
Le escribí diciéndole que me habría encantado ir a visitarla, pero que no era posible.
Había conseguido trabajo en una firma con grandes tensiones internas, y yo estaba en la
base de la pirámide: todo el trabajo recaía sobre mis espaldas y nadie reconocía mis
méritos. Si quería subir el escalón siguiente, tendría que lograrlo ese mismo año. Ésa
fue mi larga carta, en la que hablaba exclusivamente de mi carrera.
Contesté todas sus cartas. Pero nunca llegué a convencerme verdaderamente de que
era Kitty quien las escribía ¿entendéis?, así como antes no había podido convencerme de
que el heno estaba realmente allí…, hasta que interrumpía mi caída por el vacío y me
salvaba la vida. No podía persuadirme de que mi hermana y la mujer vencida que
firmaba «Kitty», rodeando su nombre con un círculo, al pie de las cartas, eran en
realidad la misma persona. Mi hermana era una muchacha con trenzas, cuyos pechos
aún no se habían desarrollado.
Fue ella la que dejó de escribir. Me enviaba tarjetas de Navidad, me felicitaba para mi
cumpleaños, y mi esposa le correspondía igualmente. Después nos divorciamos y yo me
mudé y me olvidé de todo. La Navidad siguiente y, a continuación, el día de mi
cumpleaños, las tarjetas me llegaron gracias a que había comunicado mi cambio de
domicilio en la oficina de correos. El primer cambio. Y yo me decía constantemente:
caray, tengo que escribirle a Kitty y comunicarle que me he mudado. Pero no lo hice.
Sin embargo, como ya he dicho, todos éstos son detalles que carecen de importancia.
Lo único que interesa es que maduramos y que ella dio el salto del ángel desde el último
piso del edificio de una compañía de seguros, y que ella creía que el heno estaría
siempre abajo. Kitty era la que había dicho: «Sabía que debías estar haciendo algo para
solucionarlo.» Ésas son las cosas que en verdad importan. Y la carta de Kitty.
Actualmente todos se mudan continuamente, y es curioso que esas direcciones
tachadas y esos rótulos de cambio de domicilio puedan asumir la forma de acusaciones.
Kitty había estampado el remite en el ángulo superior izquierdo del sobre, y esa
dirección correspondía al apartamento donde había estado viviendo hasta que saltó. En
un hermoso edificio de Van Nuys. Papá y yo fuimos allí a recoger sus cosas. La casera se
mostró muy amable. Estimaba a Katty.
El matasellos tenía fecha de dos semanas antes de su muerte. La carta debería
haberme llegado mucho antes, si no hubiera sido por los cambios de domicilio. Ella debía
de haberse cansado de esperar.
Querido Larry:
Últimamente he estado pensando mucho en eso… Y he resuelto que lo mejor
para mi habría sido que el último peldaño se hubiera roto antes de que tú pudieses
apilar el heno.
Tu Kitty
Si, supongo que Kitty debió de cansarse de esperar. Prefiero pensar esto y no que
ella llegó a la conclusión de que yo la había olvidado. No me habría gustado que pensara
eso, porque tal vez esa sola frase habría sido lo único que me habría hecho acudir
corriendo a su lado.
Pero ni siquiera ésta es la razón por la que ahora me cuesta dormirme. Cuando cierro
los párpados y empiezo a amodorrarme, la veo caer del tercer henil, con los ojos
dilatados y muy azules, el cuerpo arqueado, los brazos doblados hacia atrás.
Ella era la que siempre sabía que el heno estaría allí.

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