Una tarde en el Jardín Botánico. Por Marcelo Gornatti

Una tarde en el Jardín Botánico. Por Marcelo Gornatti

Era una calurosa tarde de verano.Ingresé al Jardín Botánico justo a tiempo. El espectáculo había
comenzado. Pasé entre hileras de gente mirando lo que se desarrollaba ante ellas: sujetos
recitando poemas. Algunos eran breves, otros extensos y una minúscula porción no cumplía con
ningún requisito. En esta categoría se hallaban textos devocionales, proclamas partidarias y
testimonios de todo tipo y color.
El nivel de las exposiciones era desigual aunque, en líneas generales, podría decirse que era
aceptable.
Finalmente pude ubicarme, previo acuerdo con el organizador acerca de cuándo me tocaría
participar.
De repente, alguien me empujó. Al darme vuelta quedé frente a frente con mi hija y toda su sonrisa desplegada en interminables filas de dientes.
“¡Dale pa: ponete lindo que salís en la tele!”, gritaba mientras hacía como que me filmaba.
Su ocurrencia me hizo doblar de la risa y luego de fundirnos en un abrazo nos acomodamos a la
espera de que me llamaran.
La atención del público, las voces de los recitadores que como arroyitos sonoros convergían hacia
el océano de aplausos con que los premiaban, atizaban mi ansiedad;de manera que salir eyectado
al ser llamado dando grandes zancadas y subir al escenario fue todo uno.
Interpreté tres piezas: dos anónimas y una de mi autoría. Puse de mi toda la pasión que emanaba
de cada palabra al punto que derramé lágrimas de emoción (A propósito, alguien del público me
arrojó un pañuelo al grito de ”¡Tomá: sonate,jetón!”).
Caminé, gesticulé y hasta me arrodillé pero al finalizar un silencio atroz coronó mi actuación. Ni
siquiera se oyó una tos. Nada.
Abandoné el escenario con la cabeza gacha.Quería que me tragara la tierra. No entendía que podía haber pasado.
“Dejalos pa. ¿Qué saben estos muertos de poesía?”, trató de consolarme mi hija.
“Tenés razón, nena”, condescendí.
Mientras nos retirábamos, me llegaba el archivo de mi participación en el recital. Entonces lo abrí
pero en vez de reproducir lo filmado sonó el “¡muchachos, ahora nos volvimo´a ilusionar!”. No lo
podía creer: el celular había sido hackeado. Extrañas configuraciones desfilaban ante mi atónita
mirada. Mi hija, que venía delante de mí, retrocedió. Ambos nos sentíamos impotentes ante
semejante atropello.
Sin decir palabra, apagué el celular, lo guardé y comenzamos a caminar por la avenida Santa Fe. Un silencio similar al que había percibido cuando terminé de recitar nos rodeaba.
“¡Pa, tengo hambre. ¿Nos clavamos una pizza?!”, suplicó mi hija.

“¡Dale. Vamos!”, contesté sin pensar.
Mientras desde el cielo jaspeado de estrellas, la luna parecía indiferente a nuestro drama. Aunque
a mí se me figuraba como una grande de muzzarella.

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