Nuestro idioma relaciona “raíz”, con “arraigarse” y “desarraigo”.
Hoy hablo de los desarraigos, es decir, de la ausencia o privación de vínculos con un lugar o con un grupo de personas; de la acción de arrancar raíces; del que no está arraigado.
En el primer caso puedo relacionar al desarraigo, con un tipo de desplazamiento forzado, con una manera de violencia y con los Derechos de 4° Generación. Estos últimos se refieren a las migraciones masivas de pueblos causadas por conflictos bélicos y la postura tomada por los países potencialmente receptores que no los reciben o si lo hacen, los ubican en campamentos marginales demostrando actitudes xenófobas y racistas. Otras causas pueden ser los desastres naturales.
Una familia desalojada mediante el uso de la fuerza o no, que deben emigrar por falta de posibilidades, sufre el desarraigo. Así, se les niega continuar con el desarrollo de sus potencialidades, en su lugar de origen.
En el segundo caso, una persona a quien su familia de sangre no le demuestra amor ni cubre sus necesidades básicas y la obligan a partir para ganarse la vida lejos, sufre el desarraigo y la indiferencia.
Los desarraigos no son un tema acabado a pesar de los avances de la ciencia, de la técnica, de la información, de las comunicaciones y de la evolución del pensamiento humano.
La pérdida de la identidad, y emociones como el desconocimiento, la incomprensión, la incertidumbre, la vulnerabilidad, la añoranza, son consecuencia de los desarraigos. Otra cultura significa adaptación o resistencia.
La acción es una respuesta a los desarraigos. Permite incursionar en otros ámbitos, porque la cultura de origen se enriquece con la cultura adquirida; también triunfar sobre la adversidad, a través del perdón. Adaptarse a otra vida implican oportunidades, crecimiento, emociones positivas, maduración. En este tiempo globalizado y postpandémico, ya no hay lugar para el dolor. La resiliencia muestra otro camino.
