EL CUENTO POR SU AUTOR
No existen las versiones definitivas de los cuentos y las novelas. Eso creo o me gusta creer. Los imagino como organismos que van mutando sin que lo percibamos, dentro de un cajĆ³n si quedaron en papel o reducidos a gigas si esperan el click en el archivero de nuestras computadoras. Mientras no los vemos engordan, se rompen, se nublan; agregan personajes, frases, puntos, recortan pĆ”rrafos, cambian el clima, incluso el tono. El cuento es otro. Y cuando lo volvemos a leer, despuĆ©s de mucho tiempo, lo sentimos ajeno, como si hubiese sido escrito por otra mano, otros dedos, otra persona.
El cuento āOtras cuestionesā aĆŗn permanece inĆ©dito si de libros estamos hablando. Sin embargo, una primera versiĆ³n suya se publicĆ³ en Diez Pinos, una revista que tenĆamos con Fernando Krapp cuando aĆŗn confiĆ”bamos en el papel; luego en la revista Iowa Literary de la Universidad de Iowa; y, por Ćŗltimo, en una antologĆa de ATE, luego de ser premiado en el certamen Osvaldo Bayer, con un jurado de cracks, integrado por Gabriela CabezĆ³n CĆ”mara, Guille Saccomanno y el querido Juan Forn.
El dĆa de la premiaciĆ³n me pidieron unas palabras. No recuerdo quĆ© dije. Supongo que le pedĆ a la cĆŗpula que le dĆ© mĆ”s bola a los reclamos de los contratados del Estado, que en parte es mi obsesiĆ³n sindical desde hace varios aƱos, sin importar quiĆ©n estĆ© en la cima de la cabeza del Estado Nacional. Pero sĆ recuerdo a quiĆ©n agradecĆ. En esa lista estaba Juan Gelman, que tambiĆ©n aparece en el cuento y, de manera azarosa pero nada caprichosa, en el principio de todo esto.
Otras cuestiones
I
A Juan Gelman lo leĆ por primera vez en el baƱo del colegio. TendrĆa catorce o quince aƱos. Para ese entonces ya habĆa liquidado al Boom Latinoamericano y creĆa que el Ćŗnico poeta en el mundo era Benedetti. Por desgracia o por suerte, en la Biblioteca Popular del barrio Ferroviario no habĆa otros libros. Un amigo me habĆa pasado el libro de Gelman a cambio de una ediciĆ³n de Sobre hĆ©roes y tumbas que le habĆa robado a mi tĆo. Era una antologĆa de Losada que abarcaba desde ViolĆn y otras cuestiones hasta Carta a mi madre. Cuando sonaba el timbre de vuelta a clase me paraba en el inodoro. Calculaba que todos estuvieran dentro de las aulas y sumergido en el silencio que retornaba al patio, me sentaba sobre la tapa del inodoro a leerlo.
De esas primeras lecturas recuerdo que tenĆa la sensaciĆ³n de estar leyendo una antologĆa universal en lugar de la antologĆa de un solo tipo. Ese tal Gelman cambiaba de voz, de ritmo, de respiraciĆ³n, de un poema a otro. Encima hablaba de revoluciĆ³n, de compaƱeros caĆdos, de amores en cuartos clandestinos, de los que sufren y de los que lloran. Yo tenĆa la certeza de que eso debĆa ser un escritor. Gelman era claro, bondadoso, inteligente y, si era necesario, con un verso te sacudĆa la ropa.
Luego, en el 2002, entrĆ© a una universidad de posguerra tras demasiados aƱos neoliberales. Llegaron los Aira, los Bellatin, y otra pandilla de escritores que celebraban el fin de la Ć©pica. Nadie hablaba de Gelman. Yo tampoco. Como a las novias de la adolescencia tenĆa terror de volver a cruzĆ”rmelo, por miedo a que me pareciera estĆŗpido o fuera de Ć©poca. Al poco tiempo me di cuenta que el estĆŗpido era yo. Y antes de perder el humor me fui de Letras.
II
DespuĆ©s de abandonar Letras en dos universidades nacionales, me anotĆ© a estudiar SociologĆa en la Universidad de Buenos Aires. HabĆa conseguido trabajo en una librerĆa porteƱa y el salario mĆnimo, vital y mĆ³vil determinaba mis decisiones intelectuales y geogrĆ”ficas. La librerĆa quedaba en la calle Maure, en el byāpass del corazĆ³n de la ciudad: Las CaƱitas. El local era chico y hermoso; un rectĆ”ngulo de doce por tres lleno de libros, como las cajas de zapatos que se usan en las mudanzas. Durante las tardes que no entraba nadie, pensaba que en cualquier momento lo iban embalar y que dos fleteros lo rebolearĆan a una camioneta conmigo adentro. Mientras esperaba a los fleteros, leĆa todo lo que pasaba por mis manos.
Si no tenĆa un libro abierto, desplegaba sobre el mostrador las pĆ”ginas de un diario. SĆ, un diario en papel. Hubo una Ć©poca en que el diario se leĆa en papel, incluso tenĆas que pagarlo. Yo lo compraba antes de tomarme el tren en el conurbano, en la estaciĆ³n de Temperley. Alternaba su lectura con la del libro de turno, para suavizar la hora y media de viaje que tenĆa hasta el trabajo en Las CaƱitas.
Un viernes del 2007 entrĆ© a la librerĆa con el diario en la mano. En la foto de tapa estaba Juan Gelman con un cigarrillo entre los dedos y la palma de su mano izquierda en la frente, como sosteniendo la cabeza. El titular decĆa Valer la pena. El poeta de Villa Crespo habĆa sido premiado con el Cervantes.
El dueƱo de la librerĆa, un hombre pequeƱo que acababa de hacerse un implante capilar, estaba sentado en el taburete detrĆ”s del mostrador. Lo saludĆ© y le dejĆ© el diario sobre la carpeta gris de facturas a pagar que estaba revisando.
āQuĆ© bueno āme dijo como si le hubiese anunciado que esa semana Anagrama hacĆa descuentos. Luego agregĆ³ āĀæquiĆ©n lo edita?
āSeix Barral ācontestĆ©.
āLlamĆ” y pedĆ veinte en consignaciĆ³n āme dijoā. Ponelo en mesa. Va a volar.
Antes de putearlo y que me despidieran con justificaciĆ³n, optĆ© por subir al entrepiso y fijarme quĆ© habĆa de Gelman en la biblioteca de poesĆa. SĆ³lo quedaban tres ejemplares de Mundar y uno de Velorio del solo.
āĀæLlamaste? āme dijo el dueƱo al verme parado hojeando Velorio del solo.
Como si no lo hubiera escuchado, caminĆ© hasta la otra punta del entrepiso, en donde habĆa un escritorio con una computadora. Me sentĆ© sobre dos cajas embaladas y leĆ al azar:
Entre tantos oficios ejerzo Ć©ste que no es mĆo, / como un amo implacable / me obliga a trabajar de dĆa, de noche, / con amor, /
āPodĆ©s bajar por favor āme interrumpiĆ³ el dueƱo elevando el tono. No le di bola. SeguĆ: bajo la lluvia, en la catĆ”strofe, / cuando se abren los brazos de la ternura o del alma, / cuando la enfermedad hunde sus manos.
ParĆ© para respirar. DetrĆ”s del mostrador no vi a nadie. Cuando bajĆ© la cabeza para seguir leyendo escuchĆ© retumbar los escalones de madera. Luego los pasos veloces del dueƱo sonaron en el suelo de chapa del entrepiso. Se parĆ³ frente a mĆ. Su cuerpo me tapĆ³ la luz de las dicroicas que iluminaban las pĆ”ginas. Algo me dijo. No lo entendĆ. SeguĆ leyendo, hasta el final.
III
TardĆ© dos meses, nueve telegramas, tres cartas documento, y dos reuniones de conciliaciĆ³n para desvincularme de la librerĆa de Las CaƱitas. CobrĆ© algo de plata. Poco. No todo lo que dijeron en el sindicato que me correspondĆa. Sin embargo, el āaffaire Gelmanā como lo nombraba entre amigos, me empujĆ³ a irme de un trabajo y de un barrio que me resultaban, como mĆnimo, ajenos.
āLas cosas se mueren porque otras las reemplazanā, le escribiĆ³ el pintor Pablo SuĆ”rez al crĆtico Romero Brest. Y desde que leĆ esa frase, la repito entre dientes como si fuese un hexagrama del I-Ching. AprovechĆ© la indemnizaciĆ³n que me dieron en la librerĆa para cursar el Ćŗltimo trimestre de la carrera sin trabajar. A la par que me quedĆ© sin un peso para pagar el alquiler, me recibĆ de sociĆ³logo. No tenĆa muchas certezas de quĆ© querĆa hacer con el tĆtulo; menos por quĆ© me habĆa anotado en la carrera si querĆa dedicarme a la literatura. Cada vez que me preguntaban, inventaba una respuesta diferente: hablaba de Fogwill, de los contornistas, de colectoras de formaciĆ³n paralelas. En sĆ, no decĆa nada.
Para sobrevivir empecĆ© a buscar becas y residencias por cualquier rincĆ³n del mundo. Cada solicitud que llenaba era como agitar dados en un cubo antes de tirarlos a un paƱo verde. Pasaban los dĆas, las semanas, los meses y no ligaba nada. Sin embargo, mĆ”s como un gesto de desesperaciĆ³n que de perseverancia seguĆa intentando. El mail que cambiĆ³ el giro de la rueda llegĆ³ de un paĆs cuyo idioma no conocĆa: Croacia, la tierra de la que se habĆa ido mi abuela cuando las Potencias del Eje invadieron el Reino de Yugoslavia en 1941.
Como parte de las acciones para ingresar a la UniĆ³n Europea, el gobierno croata habĆa lanzado un programa para repatriar nietos de inmigrantes que tuvieran un tĆtulo universitario. Era el 2013; la propuesta incluĆa realizar estudios de posgrado por un aƱo en Zagreb, o viajar un semestre por los paĆses que pertenecĆan a la antigua Yugoslavia a cambio de realizar una obra sobre la experiencia. Sin dudarlo, elegĆ la segunda opciĆ³n.
Pero esa no es la historia que quiero contar, al menos acĆ”. Me acordĆ© de esos dĆas porque el 14 de enero del 2014 yo estaba camino a SofĆa, la capital de Bulgaria. Me habĆa tomado un colectivo desde Belgrado, mejor dicho, dos, porque ninguna empresa hacĆa los 394 kilĆ³metros de un tirĆ³n. Ese dĆa, que habĆa empezado con un sol brumoso se habĆa transformado en una cortina de nieve. Por un problema en el motor paramos en un pueblo extraƱo, con un nombre imposible escrito en cirĆlico. Yo bajĆ© del colectivo buscando un baƱo y un tacho para tirar la yerba del mate. La puerta del baƱo estaba cerrada. Igual golpeĆ©. Del otro lado me respondiĆ³ una voz ronca y gutural que me hizo pensar en un oso polar mĆ”s que en una persona. Mientras esperaba a que el oso terminara lo suyo, saquĆ© el celular y me puse a pescar alguna red de wifi con poca esperanza. Sin embargo, la red free de la terminal fantasma empezĆ³ a titilar. De golpe me cayeron una decena de mensajes. SĆ³lo le di clic a uno: en el asunto decĆa āGelmanā. Era de JuliĆ”n, el amigo que me habĆa dado la antologĆa de Losada cuando iba al secundario. En el mensaje habĆa un poema. DecĆa:
A ver, pedazos mĆos, hagan asamblea y decidan. PĆ³nganse sombreros blancos y tiradores rojos, haya color para que el viejo buey se vaya. Mis muertos ponen sombras porque no tienen mĆ”s remedio. Clavan dientes de jabalĆ, seƱora, besos helados en representaciĆ³n de otoƱos idos, naves que buscan algĆŗn mar.
DespuĆ©s de leerlo volvĆ al colectivo sintiendo la nieve sobre mi cabeza. Adentro no variaba la temperatura con la de afuera. En el asiento pegado al mĆo, descubrĆ a un hombre con frente ancha y de ojos claros parecido a David Lynch. No lo habĆa visto en todo el viaje. Mientras esperaba a que el chofer pusiera primera, volvĆ a leer el poema en el celular. IntentĆ© responderle a JuliĆ”n pero ya habĆa perdido la seƱal. El hombre de frente ancha me sonriĆ³ contagiado por mis movimientos. En ese idioma que nunca acabarĆa de entender, me dijo unas palabras a la par que abrĆa una mano pesada en el aire. Nunca supe si ese hombre era serbio, bĆŗlgaro o rumano. SĆ³lo intuĆ que me preguntĆ³ ĀæquĆ© pasĆ³? Yo le aceptĆ© la mano, se la sostuve con fuerza, y le dije que me acababan de avisar que habĆa muerto Juan Gelman, un poeta argentino, uno de los escritores con los que aprendĆ a leer. El hombre hizo una mueca con la boca como si entendiera castellano. Luego nos recostamos en nuestros asientos a mirar la nieve que cubrĆa cualquier posibilidad de horizonte.
Fuente: PƔgina 12