Amanda que no es Amanda. Por Gisela Padilla

Amanda que no es Amanda. Por Gisela Padilla

Así empezó la conversación, su presentación en la entrevista con el servicio social fue así: “hace tres meses que Amanda no es Amanda”. Ante quién estoy, me pregunté entonces; comprendiendo que no se trataba de identidad por su documento lo que estaba en juego sino de algo que, definitivamente, la estaba corriendo de su centro. Sus ojos brillantes de angustia lo mostraban.

La cuestión era que a partir de un diagnóstico médico inesperado su vida cambio totalmente. Ya no se sentía cómoda con su cuerpo por los malestares y cuidados, su ánimo era otro, sus deseos otros y la posibilidad de la muerte cercana si no daba resultados el tratamiento, también. Fiel a su relato el foco era ¿cómo ser con eso? Por eso no sabía ya quien era…

Para sacarla de ese trance que se percibía en su rostro y postura corporal surgió el tema de su trayectoria laboral. Y fue allí donde se recompuso, se ubicó distinta ya en la silla y rememoró (hasta con un dejo risueño) que trabajó en varias actividades, pero la más extensa fue en una empresa de distribución de alimentos cuyo origen no era muy santo… “bah digámoslo con todas las palabras: eran piratas del asfalto” …

Aclara que, como empleadores, eran excelentes en el trato y condiciones laborales. Con los años rectificó en su intimidad esto; ante ver plasmad en su haber jubilatorios que no fue tan así ya que hoy cobra menos por errores u omisiones en sus aportes. Aún así, se detiene en esas jornadas laborales de concentración, números y gratos momentos con sus compañeros. Los recuerdos de su pasado como trabajadora la llevó de paseo un rato y le hizo olvidar que la enfermedad le está quitando hasta su identidad. Eso cree ella, no yo.

Me mira fijo y esboza en voz más baja que el dinero no le alcanza, que es la primera vez que recurre a un servicio social de su obra social para pedir ayuda. Que esto le dá vergüenza, que si no se hubiese callado años atrás cuando percibía que algo podía ser turbio en su empleo (ya sea con aumentos denegados y controles contables a sus aportes) hoy no le estaría pasando esto además de lo otro.

Y en el medio de ese movimiento que la pone más vulnerable aun suena su celular, que no atiende, pero sirve esa llamada de disparadora para desear mostrarme las fotos de su nieta de 4 meses. Su única nieta, tajante afirma, porque a su única hija le costó muchos años poder ser mamá y ya sabe que no insistirá.

El vidrio estallado de su dispositivo refleja su corazón estallado de amor por esta niña que llegó junto con el diagnóstico médico paralizante; como presentándose en un instante las dos caras de su existencia. Esa figura de telaraña que muestra el vidrio de su celular entreteje, de algún modo en el afuera, la conexión en nuestra charla y los vaivenes de su recorrido que la libera de sentir vergüenza por venir a pedir ayuda económica.

De las miradas tiernas y sonrisas amorosas que se despiertan en ambas al mirar las fotos de la beba, se enlazan las penurias de no tener plata para comprarle algún regalito; y de allí a enumerar que lo poco que tiene lo guarda para los remises de ida y vuelta en los días de tratamiento ambulatorio en la ciudad (por cuidado y seguridad ya que al volver no se suele sentir bien), que menos mal que tiene casa propia (¡achacada como ella dice! …pero de ella), que de ropa anda bien (dice que se miente para no tentarse y mirar vidrieras); a lo sumo algo comprado en alguna feria barrial o feria americana.

Me mira fija, me regala un caramelo de miel y me ofrece unas galletitas del paquete que tomo y dejo al costado de mi sello sobre papeles que uso para escribir, no de servilletas.

Me mira gustosa que acepté sus regalos y me interpela con su mirada y su sentir. Eleva la voz y cuestiona: ¿ser pobre a esta edad? ¿ser enferma a esta edad? ¿ser abuela a esta edad? De estas y miles de preguntas más que se le cruzan y no expresa el mejor mensaje es ser.

Ser. Amanda, ser.

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