Tengo miedo del final, una crónica de Juan Botana sobre el miedo a perder un gran amor

Tengo miedo del final, una crónica de Juan Botana sobre el miedo a perder un gran amor

Soñaba que viajaba en un camello y despierta dormida entre mis brazos Entonces la noche se hace larga… –Pero aún no había terminado–.

Un hombro mío que no tenía qué (…) se mueve y la despierta. Cabizbajo.

Un jaleo constante cada vez más intenso la vuelve a despertar y no tanto.

Respira profundo un sueño arrebatado. Después del amor, suspira. Se acomoda.

Abre los ojos y los cierra. El derecho se queda pestañando.

Entonces la noche se hace larga… –Pero aún no había terminado–.

Yo me agarro fuerte de su mano. Me sostengo. Como si eso me salvara. Entre sábanas cruzadas una ráfaga de aire fresco entra por la ventana, y enfría nuestros cuerpos destapados. Tibios todavía.

Acurrucados.

Nos acolchamos con un amor de paso que se queda, –hace poco más de nueve años–

E insiste:

Tímido, rebelde, inquieto, inseguro. Agazapado.

De guitarra criolla, de mantas brasileras, de manteles con aguayos.

De manos que se buscan por la noche,

de charlas a la hora de la siesta,

de máscaras, de paseos, de comidas, de arreglos en la casa,

de cortinados blancos.

De cuerpos desnudos traspirados.

Es dueña de una belleza enfurecida.

Sus ojos un enigma: bellos, misteriosos, penetrantes.

Marrones casi pardos.

Son mi penumbra, mi sur, mi guía, mi descanso.

Nos acompañamos.

Una tarde nos besamos en un beso prolongado.

Cuando me dijo que con ella iba a conocer el mundo y en la estación José Hernández, de la línea “D” del subte, nos perdimos para encontrarnos.

Sin destino ni salida ni fecha de vencimiento ni contrato.

Lo acordamos.

Una vez un amigo me preguntó:

–¿La aventurera es ella? o ¿el aventurero sos vos?

Al notar que yo tardaba en contestar…

prefirió hacerlo por mí y se dijo:

–¡Ella! … ¿Y vos?

(Sonrió como solo pueden sonreír aquellos que te conocen demasiado)

–“Vos la seguí-ís”.

Soñaba que viajaba y habíamos viajado.

Por ladrillo y terracota al Talampaya estrellado,

a la luna y su valle entre abril y marzo,

por lagos que se cuentan de a siete y ese verde claro,

del Huechulafquen que no pude olvidarlo.

Las playas calientes de un Brasil extraño,

lejano

y sus pies descalzos.

De mochilas llenas. Del Uruguay a Buenos Aires

y otra vez a las afueras, cruzando el Riachuelo.

Regresando.

Nuestro jardín se construye de plantas y de flores.

Al entrar me detengo.

Flores que crecen cuando quieren. Paredes recién pintadas de amarillo. Gotera. Gotas de lluvia que golpean en la chapa. Hojas de araucaria que caen. India que va y viene… Y se queda en su almohadón. Vos estás dormida. Yo me acuesto a tu lado y pienso que este lugar es más mío que cualquier otro en el que estuve. Mi amor me ancla a esta casa, a tú compañía. Ojalá siempre esté donde están mis afectos. El lugar puede cambiar. Lo que no puede cambiar es ese aroma a azucenas que creía no percibir y las flores de tilo que robamos en la calle San Martín doblando por Aráoz.

Ya no llueve. Soñaba que viajaba en un camello y despierta dormida entre mis brazos. Sus labios balbucean un te-a-amo. Al oído. Da media vuelta y se acuesta de su lado. En la oscuridad la miro. En esas noches de insomnio. Custodiando. Un amor: Seguro, incansable, desconfiado; detenido en ese instante, apresurado. A fuego lento, entre brasas. De ojos abiertos y cerrados. Simple, complejo, complicado. De silencios, de dientes apretados, de palabras lindas, de gritos callados, de color azul, de celeste pálido. Ingobernable a veces, asustado. Malhumorado, molesto, fastidioso, irritado, de mal carácter. Desvelado.

A la madrugada me levanto y una vez más fracaso. Siguiendo el camino de la babosa en el mosaico. De restos de chocolate suizo, de piezas robadas al ferrocarril y de juegos de la abuela. Heredados. Hacia el baño. Me tropiezo, conmigo.

Dejé de dejarme querer para querer como nunca antes había querido. Dejé mis fantasmas de lado y los de ella. Dejé tantas cosas desde que la conozco, que me sentí dejado.

Y así la vida, en un Tigre desolado, de pájaros cantando. Hacia el Paraná de las Palmas donde el río se hace llanto. Una mujer suspira, conmovida, deslumbrada ante tanto encanto Que el paisaje anula a su adversario. Y este abandonado, culpable por amarla tanto.

–Uno puedo estar celoso de otra persona, ¿pero de un paisaje? –Uno puede estar celoso de un paisaje, ¿pero de un sueño que decidió soñar sola? O le tocó. En viaje y en camello. Despierta queriendo dormirse.

Y yo que esta vez no pude seguirla. Ni con los celos a cuestas ni de a ratos. Todavía guardaba su olor en mi cuerpo, tan perfumado. Su piel, sus cabellos largos. Y esa humedad que deja la lluvia en las casas viejas. Su cansancio. Pero no me alcanzó. Todavía guardaba su olor en mi cuerpo y la huella de sus ojos en los míos. La misma cicatriz que sangra y el orgasmo.

Pero no me alcanzó.

Con la luz apagada ya no la veía como antes, como siempre. Tan cercana. Ya no atrapaba sus besos remolones con mis labios. Entonces un escalofrío corrió por mi espalda y me caí al piso. Desplomado. Me tropecé, conmigo, en el pasillo antes de entrar al cuarto.

Su sueño era tan suyo, su viaje, su camello, su aire. Tan suyo que asfixiaba (…) el sentirla respirar profundamente. Llena de placer. Parecía colmada. Decirle que su amor silencioso, dormido, me estaba ahogando que condenaba mis deseos y mis ganas, y la vigilia de mi corazón en esa noche.

Al abrir mis ojos, frente a ella. Seguí durmiendo. India abrazada a mis piernas ronroneaba. Ella estaba apenas un poco más a la derecha de la cama. Descansando. Y si no fuera por ese “apenas”. Todo me hacía pensar que el descalabro de imágenes previas: mi ida al baño, las babosas y su camino a ninguna parte, mi tropiezo, los celos. No pasaron, aunque dudé. Pero a la distancia:

¿Puede uno estar celoso de aquello que uno mismo ha generado? ¿De un viaje al que no fue invitado? Y que la hacía tan feliz.

Tal vez porque: El amor no pasa. Te atraviesa. Te desbasta. Te envuelve. Te ilusiona. Te confunde. Te atrapa.

También en pesadillas. Tal vez porque:

“Nos amamos hace una vida. Hace un momento. Nos amamos sin certeza del principio. Por eso no sabemos si este amor terminará alguna vez”.

Dos cuerpos que se encuentran, pero uno de ellos se pierde, cada tanto. Y olvida y se siente desplazado. Nuestra casa se construye de ladrillos, de memoria en las manos y de granos de barro. Mojados. Un capricho, para que este amor y no otro, sea el primero. Un sueño que nos une y nos aleja estando. Que me traiciona imaginando.

Tengo miedo que nuestras manos por las noches no se encuentren ni se busquen, ni se contengan, ni se extrañen, ni se rocen, ni se quieran. Tengo miedo que nuestro amor se quede sin aire. Asfixiando. Tengo miedo de un final, celoso de sus actos.

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