(…) Suspensión de una Ciudad. Por Ariel Barbieri

(…) Suspensión de una Ciudad. Por Ariel Barbieri

La ciudad es un texto y, como ya lo pensó Ítalo Calvino, al estar hecha de signos, solo llegamos a reconocerla a partir de cómo operan en un territorio esas interpretaciones que la nombran, que la dicen, que la proyectan y que acotan su dispersión y nuestra experiencia. Signos que se articulan en ese texto urbano que parece repetir lo que ya sabemos y lo que estamos esperando que ocurra.

Una plaza, un banco, un sendero costero, pero también la iluminación, un cartel y los árboles, la traza urbana y los monumentos, las rampas, los semáforos y el ancho de una vereda, entre otros, se transforman en modos de puntuar y atribuir sentido a nuestro recorrido. Establecen los alcances de aquello que es posible, dibujando límites en nuestro andar para crear lugares de encuentro, lugares de circulación, lugares de espera, lugares con horarios, lugares sin tiempo, etc.
Las calles son oraciones en donde acontece el pequeño mundo de la habitación urbana. Comienzan y concluyen, y en ese movimiento establecen la temporalidad de un modo de estar y de crear un espacio; se continúan en otras calles que, junto a otras, van armando el tejido de ese párrafo urbano que son los barrios.
Y como un manual de uso, cada puntuación pretende ordenar la dispersión del texto urbano. Así, los semáforos parecen abrir una coma, una espera transitoria; los comercios, un punto y seguido,
ya que luego de nuestros actos de consumo, pasamos al siguiente.
Los monumentos son puntos finales de una textualidad que parece ordenar la historia política de la ciudad en esas materialidades de clausura que resguardan un tipo de archivo. Porque los monumentos documentan lo imposible y, como alguna vez lo postuló Foucault, se convierten en lugares otros, heterotópicos, como los museos y los cementerios.
De estos últimos signos, los monumentos, son emplazamientos que cierran el texto para proyectar sentidos que encuadran nuestra vida urbana. Si bien esto puede ser ordenador para el Estado y para la comunidad imaginada por medio de esta operación, supone una serie de actos performativos de los que se desprenden determinadas interpretaciones, al mismo tiempo que se excluyen otras. Lo que queda dicho, la historia oficial que se recorta en esos lugares de la memoria; y lo que queda excluido, lo no dicho que no solo es el resultado de los triunfos y las derrotas de una determinada historia política, sino, además, es ese otro modo de estar y de habitar de una comunidad que está tejido con su suelo, con sus padeceres, con sus emociones y afectos, con sus amores y odios.

Y eso que no está dicho y que queda excluido de lo que los signos nombran sigue presente en el territorio y tensa nuestro habitar. En parte tiene que ver con el vector emocional que late en un suelo, y al que difícilmente tengamos acceso desde la explicación que realiza cierta interdisciplina contemporánea que sigue reduciendo a la razón utilitaria y positiva el estudio de lo afectivo. Nuestras intimidades congeladas, como bien supo definir Eva Illouz, para postular su análisis y su crítica. Sin embargo, nos sigue faltando una forma para que lo afectivo que vive en un suelo pueda condensarse y poner en obra esa otra parte de la cultura, transformando lo intangible en signo.
Quizás, para poder nombrar aquello que no tiene nombre y que proviene de lo afectivo, debe existir un camino distinto: un gesto, voluntario y estético, que permita su emergencia. Una operación que suspenda el punto final para que el texto urbano vuelva a abrirse a la experiencia y a la posibilidad de que el amor y el odio, como polaridades de un orden afectivo que había sido acotado por estas clausuras monumentales, abra su gradualidad, su modo de ser en una geografía, su singular manera de morar en una cultura.
Investigar, dice Rodolfo Kusch, es ir tras la huella del pie, es ir detrás del rastro. No hay método. La investigación es un puro operar que muestra su método en el recorrido y que no logra alcanzar una verdad sino la posibilidad de asir un gesto. Un gesto que es maniobra y que procede de un saber situado. Un gesto que es movimiento que acierta, que funda el sentido.
Este gesto es un modo de operar estéticamente en un territorio que logra asir algo de esa afectividad para lo cual no tenemos signo y que se encuentra en las fronteras.

Como los puntos suspensivos, las operaciones estéticas contemporáneas sobre los monumentos abren un mientras tanto que vuelve ambigua la trama de ese relato que ahora se suspende, se bifurca y encuentra nuevas maneras para que se condense el sentir y el pensar de un suelo. Desde la nueva furia iconoclasta de la pandemia reciente a los antimonumentos alemanes, del artivismo político contemporáneo a los monumentos populares y en construcción en Latinoamérica, los modos de un operar estético dialogan con estos artefactos conmemorativos que son los monumentos que ahora quedan suspendidos en esa conversación urbana.
Así, el gesto crea el signo de lo que estaba ausente en el texto urbano: los puntos suspensivos. Tres puntos consecutivos que abren huellas por donde caminar; un lugar incierto que ahora hace sitio en la ciudad y al que ponemos en obra cuando queremos indicar que el sentido de un fragmento de esa textualidad urbana no está completo.
¡Cómo si pudiera estarlo! Pero también, los tres puntos suspensivos abren la posibilidad de habitar nuevamente el espacio cuando al dejar en suspenso el discurso de la ciudad, postulan el temor, la duda, lo inesperado y lo extraño. Algo de ese mundo emocional que habita subterráneamente en un pueblo y que no es el resultado solo de las revisiones históricas
de un archivo ni tampoco de la voluntad política.
Abrir puntos suspensivos en la ciudad es también marcar aquello que ha sido omitido voluntariamente; deja constancia de lo impreciso de ese sitio en donde lo que está erguido y sobre un pedestal es solo uno de los posibles fundamentos de la representación histórica.

Pero, además, esa operación estética suspende, en varios sentidos, a los monumentos cuando diversifica el imaginario de aquello que se muestra y el amor y el odio dejan de ser polos de una disputa: abre una enumeración de otros fundamentos que, en la imprecisión de su extensión y de su intención, puedan interpelar lo que cierta racionalidad, con la cual miramos, había clausurado.
Así, el amor y el odio se separan del bien y del mal por un instante.
Los monumentos se vuelven extraños y dejan de ser olvidados. Y los tres puntos suspensivos abren el lugar de la memoria conmemorativa para que emerjan nuevos modos de recordar, de estar en un territorio con otres y de proyectar futuros diversos y no solo posibles.

En “Mil palabras para entender los discursos de odio” https://www.editoresdelsur.com/publicaciones-digitales/

Ariel Barbieri es miembro del Instituto de Investigaciones de Políticas Públicas y Gobierno, y docente de la Universidad Nacional de Río Negro

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