Osvaldo Baigorria en el Festival Internacional de Poesía de Rosario

Osvaldo Baigorria en el Festival Internacional de Poesía de Rosario

Con agradecimiento por haber sido invitado a dar la conferencia inaugural del Festival Internacional de Poesía de Rosario, ante todo debo advertirles que me siento un poco como un usurpador involuntario, o un ladrón al que le han abierto la puerta e invitado a entrar a robar, dado que hay poetas de extensa trayectoria que podrían estar en este lugar mientras yo tengo un solo libro de poemas publicado y algunos pocos versos inéditos que andan por ahí dando vueltas, o sea, nada que me haga sentir particularmente orgulloso o que pueda envanecerme en algún sentido. Además, tengo ante mí la responsabilidad de inaugurar este festival conferenciando sobre la poesía y el tiempo; textualmente, tal como me han propuesto en el mail de la invitación, reflexionar sobre “la potencia de mutación de la poesía para trascender los límites o territorios que se le imponen a través del tiempo”.  Bueno, es un tremendo desafío porque temo que lo que yo tenga para decir sobre esta cuestión puede ser para muchas de ustedes una pérdida de tiempo.

Pero intentaré cumplir lo mejor posible la función que me toca, si bien lo único que me siento capaz de hacer es citar, parafrasear, en fin, apropiarme de lo que han dicho otras voces más inteligentes, potentes y perdurables que la mía. Aviso, antes de empezar,  que cada vez que me acuerde intentaré hablar en el plural mayestático basado en la forma gramatical del género femenino. Es una convención como otras, pero que a mí me resulta más manejable que el neutro del llamado lenguaje inclusivo, no por una cuestión de prejuicios, no tengo nada en contra de la letra “e” pero creo que la letra “a” tiene más posibilidades semánticas y sonoras en ciertas expresiones. Por ejemplo, en lugar de “nosotros y ellos”, diré “nosotras y ellas”; lo prefiero al  “nosotres y elles” porque me parece que suena mejor, y esto lo haré cada vez que pueda y nunca de manera dogmática. Y acerca de ellas, las poetas, artistas y filósofas a las que citaré, aviso también que lamentablemente estoy obligado a hacer un poco de name-dropping, o sea que voy a mencionar varios nombres no para mandarme la parte ni para impresionar a nadie sino porque me siento más refugiado, cobijado, bajo esos nombres ya autorizados o autorizables, pese a que a veces han formulado tesis o han escrito poemas en los que pueden encontrarse muchas contradicciones sobre qué es el tiempo y cuál es su relación con la poesía.

¿Qué es el tiempo? Time is Money, reza un viejo proverbio protestante que usó libremente Benjamin Franklin en sus consejos a un joven comerciante, o joven emprendedor, del siglo XVIII. Time is Money es ahora también el nombre de un cosmético, una sombra de ojos glaseada con reflejos metálicos, según nos informa la poeta canadiense Daphné B (en Maquillada, su libro sobre el maquillaje).

Así que, por un lado, estamos aquí en esta sala leyendo o charlando sobre cuestiones que parecen atemporales o que apuestan a situarse out of time, y por el otro estamos rodeados, sitiados e inmersos en la actualidad de un orbe gigantesco y amenazante en el que la gente vive enloquecida por el dinero y confundida dentro de redes sociales que nos asedian e inmovilizan mientras ocurren todas las catástrofes imaginables y también las inimaginables: incendio de humedales, asesinatos de inocentes, crisis, guerras, radicalización y nazificación de las derechas, fanatismos, nacionalismos, tribus extremistas descerebradas por la publicidad… la lista es larga. O sea que habría algo absurdo y justamente anacrónico en este desafío de reflexionar sobre el tiempo y la poesía, a menos que lo veamos como una cuestión práctica. ¿Cuánto tiempo tengo para esta conferencia? ¿O cuánto para escribir un poema?

Sobre la primera pregunta, responderé que me he propuesto no pasarme de los 30 minutos. Sobre la segunda, debo recurrir a Pasolini, cuando dice que para ser poetas hay que tener mucho tiempo: horas y horas de soledad para que se forme algo que sea, en sus palabras, “fuerza, abandono, vicio, libertad, para dar estilo al caos”. Me gustó lo del vicio en medio de esa enumeración de Pasolini: es como una cualidad inesperada, incómoda para alguna gente. Supongo que la incomodidad debe provenir de que no se quiere reconocer que cada cual tiene sus vicios, incluso aquellos más impensados. Como decía mi padre apoyándose en el Martín Fierro: “Así empezaba el afán/ se entiende, de puro vicio/ de enseñarle el ejercicio/ a tanto gaucho recluta”. Mi padre recitaba de memoria a José Hernández cuando había que hablar de alguna situación de la vida cotidiana, por ejemplo, un trabajo nuevo donde uno tenía que pagar derecho de piso, y debía aguantar maltrato. De puro vicio.

Mi padre no decía que era poeta, yo tampoco. A veces pienso que poeta es una etiqueta que nos otorga otra gente, como un diploma. Igual no está mal que alguien se reivindique poeta, incluso aunque no lo sea. Ya sabemos, desde que lo dijo Lautreamont, que la poesía debe ser hecha por todos, o todas. Y además, ¿dónde está la autoridad que diga quién es poeta y quién no lo es?

Según Mariano Blatt, si algo te importa más que la poesía, entonces no sos poeta. Es una exageración, por supuesto, me lo dijo el mismo autor. Pero no es el único que lo ha pensado. Kenneth Rexroth (beatnik antes de que existieran los beatniks, hay una calle con su nombre en San Francisco, California, y fue el que organizó la lectura en la Sixth Gallery donde Allen Ginsberg recitó por primera vez su poema Aullido), decía, Rexroth, que la mayoría de la gente nunca se da cuenta de lo que ocurre en el mundo de la poesía precisamente porque todo lo que ocurre en el mundo es poesía.

Otra exageración, tal vez. ¿Podemos decir que es poesía la guerra, la crueldad, la injusticia? Probablemente no, pero sí que la poesía puede incluir guerra, crueldad e injusticia; al poema ningún tema le sería ajeno. Me parece. Pero puedo equivocarme.

Para Ungaretti, el poema es un intervalo entre dos catástrofes. Como una pausa, una tregua. Aunque a veces una tregua puede ser la semilla que se siembra para que luego crezca una batalla todavía más sangrienta: palabras de Kurosawa. Y no hay evasión posible de esas batallas, como escribe Beatriz Vallejos a principios de los años 90: “sin evasión/bajo la nube tóxica/escribo poemas/ poemas sin palabras/bajo la nube tóxica”. Principios de los años 90.

Según Shelley (o sea el poeta Percy Shelley, que al revés de lo que ocurría en su época hoy es menos conocido que su esposa, Mary Shelley, la autora de Frankestein), el cultivo de la poesía debería ser más deseado que nunca en los peores tiempos, en tiempos en los que, por exceso del principio egoísta y calculador, la acumulación excede la capacidad de asimilación de la humanidad. Y entonces ocurren las catástrofes.

Así es que, ante un ejemplar de Defense of Poetry, de Percy Shelley, Sergio Raimondi proclama en las primeras líneas de su Poesía civil: “Escrito está en tus páginas/ que poesía y principio de propiedad/ dos fuerzas son que se repelen,/ pero escrito está también/que la poesía es infinita y divina,/ no hay tiempo preciso ni lugar,/ y el dominio que te concierne/ verdadero es, eterno, único/ imperio sobre el universo todo”.

¿Será otra exageración? Para Gonzalo Rojas, lejos de la eternidad, y de la divinidad, todo poema es un ejercicio de pura mortalidad: de repente estamos aquí y ese es el juego: de repente no estamos.

Nota al margen: ¿No es hermoso pronunciar “dice”, “escribe” o “proclama” (sea Gonzalo Rojas, Percy Shelley, Beatriz Vallejos, etc.) aunque hayan pasado años o siglos desde que lo dijeron o escribieron por primera vez? Parece que las voces están aquí, ahora.

Porque esto es cierto: hay algo que insiste en situarse fuera del tiempo en la apuesta por la poesía.  Para Juan L. Ortiz, poesía es la realización del estado de infancia que debería permanecer en todas las edades: un estado de frescura, sensibilidad y disponibilidad a todo lo que aparece. Esa es la razón por la que, dice Juanele, nunca puede haber progreso ni evolución en poesía: evolución implicaría un pasar constante a formas más perfeccionadas, mientras que en poesía, como estado de infancia, la forma no existe o, si existe, no está separada del fondo, en una dialéctica entre ambos en la que el contenido va unido al ritmo del lenguaje.

Ahora bien, ¿puede decirse esto de toda poesía? La poesía como estado de infancia, ¿nunca envejece? ¿O hay alguna que sí envejece y se vuelve obsoleta? ¿Y qué pasa con la poesía mala? ¿También perdura en estado de infancia? Alguien dirá que sí pero que daña el cerebro. ¿O acaso no hay mala poesía? Quizá no la haya, o habrá sido olvidada, pero que hay poemas malos, es indudable, doy fe, tengo unos cuantos. Alguna gente los defiende. El poema malo sería como el chiste malo: será malo, pero sigue siendo chiste.

Lo que sí hay, según Fogwil, son los malos poetas. Y no en sentido peyorativo, al contrario. Fogwil, en su “Llamado a los malos poetas”, que leyó si no me equivoco en Rosario en 2008, decía  “se necesitan malos poetas/ buenas personas pero poetas malos/ dos, cien, mil malos poetas/ para que estallen las diez mil flores del poema”.

Yo no sé si será así pero me parece interesante aliviar y quitar un poco de peso, pompa, gravidez y gravedad a las palabras Poeta, Poema, Poesía, Arte, Literatura. Sacarles las mayúsculas. Des-adherirse, no quedarse pegado a ellas. Esas palabras serán sustantivos para armar una oración en la lengua española pero esto no significa que tengan sustancia: aquello que designan siguen siendo entelequias. Una entelequia es algo incompleto, indefinible de modo concluyente dado que, si se lo intenta definir, sólo puede aparecer como ficción o ilusión de ser una cosa en sí.

Y lo que designa la palabra tiempo también es una entelequia: o sea, no es una cosa en sí, una cosa que pueda oponerse, por ejemplo, al proceso, a la potencialidad, a la contingencia y a lo que está sin terminar. Porque ¿qué cosa u objeto sería el tiempo? Un río sería la cosa más cercana para imaginarse el tiempo, no?  Es una imagen clásica, y sin embargo, ante ella, probablemente el río ríe. El río ríe y el sauce llora. Si el tiempo es como un río, escribe Kawabata, entonces puede dividirse en varias corrientes: como en todo río, habrá una corriente central rápida en algunos lugares y otra lenta, hasta inmóvil, en ciertos lugares. Además, las corrientes del río (y por lo tanto del tiempo) nunca son iguales para dos personas, ni siquiera cuando son amantes, dice Kawabata.

Aquí yo agregaría que esas corrientes tampoco son iguales para una misma persona todo el tiempo. Hay días en los que el río del tiempo corre más rápido, otras más lento. Cuestión de percepción, se dirá: seguro. Si uno fuma, le parecerá que el tiempo que tiene para hacer cualquier tarea pasa más lento, que las horas se estiran y todo tarda muchísimo. Después, cuando mira el reloj, resulta que pasaron solo unos pocos minutos. Será por eso que gusta tanto la marihuana, no?: enlentece el transcurrir del tiempo, si es que este transcurre… y no está fijo en algún sitio.

Para el I Ching, se lo puede encontrar mirando el cielo. El cielo es la imagen perfecta del tiempo y este es naturalmente representado por el cielo. Pero se trata de algo muy práctico, nada metafísico: las chinas siempre fueron prácticas. ¿Cómo está el tiempo hoy? Miremos al cielo, ahí tendremos la respuesta. Las nubes pasan, llueve, sale el sol. Tiempo como sinónimo de clima: algo que está en constante movimiento. “Pleno de fuerza es el movimiento del cielo” dice la imagen del primer hexagrama del I Ching: Lo creativo. Arriba está el cielo y abajo está el cielo. Un día sigue a otro día y esa es precisamente la imagen de la duración, puesto que se trata del mismo cielo que se mueve con fuerza infatigable, en un movimiento que jamás se detiene ni se paraliza. Esa duración en el tiempo da una imagen de la fuerza tal como es propicia a lo creativo: palabras del I Ching.

Desde luego que el Libro de las Mutaciones habla de un tiempo cíclico: los días y meses se suceden pero la fuerza de rotación de los astros lleva al eterno retorno, al círculo: primavera, verano, otoño, invierno y otra vez primavera, como en la película de Kim Ki Duk. Un movimiento que es cambio y duración al mismo tiempo y en el mismo tiempo: quizá como el “duro deseo de durar” de Paul Eluard, que en su poema “Nuestro movimiento” escribe: “Vivimos en el olvido de nuestras metamorfosis”. Ya volveremos sobre esta cuestión del olvido.

Ahora, ese cielo que tiene como fundamento y base al tiempo, ¿hasta dónde se extiende, dónde termina? ¿Hay algún lugar donde se pueda decir que termina lo que desde aquí llamamos cielo y que es como la piel de eso que está más allá de nosotras, de este planeta, del sol que nos alumbra? Hay científicas estadounidenses que afirman que estamos cerca de conocer los límites del universo y han desarrollado un mapa del cosmos que por ahora incluye unas 56.000 galaxias… pero siempre hay algo nuevo. Desde aquí, solo vemos un cielo que está abajo y arriba, se mueve y está inmóvil, cambia y perdura. No parece estar definido ni limitado por nada.

Así que tampoco por sus representaciones e imágenes podemos definir al tiempo. Dice Liliana Ponce que en todo arte se buscan significantes para significados que creemos ver, soñar, y que estos significados siempre huyen, o terminan siendo incomprobables fantasmas. Usar las palabras para esa búsqueda, como en la poesía, puede ser una elección desde la impotencia y la debilidad, o una elección desde cierta falsa soberanía de la lengua.

Y la lengua no es soberana porque la realidad de las cosas es indecible, perfectamente indecible según Francis Ponge, y porque a las palabras se les rebelan las cosas: cada cosa se resiste, se insubordina frente a la palabra. Si el tiempo fuese una cosa, y en tal caso sería la cosa más importante del mundo, se rebelaría completamente a la palabra tiempo. Ante esa insurrección de las cosas, Francis Ponge plantea que la única alternativa es hablar y escribir violentando, sometiendo a las palabras: no habría ninguna otra razón para escribir.

Esto no sé si es así, no estoy seguro. Pero Néstor Perlongher insistía en recordar que la poesía no es comunicación. Yo tiendo a olvidarme de ese sabio consejo. Quizá estoy demasiado preso del paradigma de la comunicación -un paradigma creo que de origen anglófono- y por lo tanto me siento condicionado, aquí y ahora sin ir más lejos, por la búsqueda de la precisión y la definición. En cambio, la poesía busca el salto de la aliteración o de la metáfora, la reverberación intensiva de sones y colores, de acuerdo a Perlongher. Pero precisamente ahí está la desdicha: a la poeta no se le entiende y entonces se le invita a hablar sobre poesía. Por eso, el discurso sobre la poesía termina siendo un campo contaminado por la crítica universitaria y por la música de cátedra, que nunca se parecerá al modo de fluir de la palabra poética en su gracia lúdica y revelada: textual. “Ahora que me estoy muriendo/ ahora que me estoy muriendo” recita Perlongher en su “Canción de la muerte en bicicleta”. “Ahora que me estoy muriendo… Nos alejamos (gracias) al olvido/ Júbilo de las calas, unión juvenil de las violetas/ Leve la marcha hacia la extinción, la marca/ del humo en las cornetas pálidas”.

Perdón: es imposible hablar del tiempo y no mencionar a la muerte. Toc toc, de pronto llama a la puerta. O quizá deberíamos decir “al muerte”: ¿por qué aludir a ese fantasma en femenino? Es el segador, the reaper en inglés. Un cosechador, un campesino con capucha, un señor temible que trae la guadaña: esa es la figura que está en nuestro imaginario occidental. Así se representaba en la antigüedad al parricida y filicida Cronos, el tiempo.

Y claro que le tenemos miedo. Pero es inútil. Ya lo dice el poema de Shakespeare: Fear no more. No temas, le pasa a todo el mundo. También lo dijo el sabio Merlín: morir es haber nacido. Y Roberto Juarroz: “No nos mata morir/ nos mata haber nacido”. Pero da la impresión de que el tiempo es injusto, dice Juarroz: ¿por qué irá de la vida a la muerte, y no al revés?

Mejor sería no separar vida y muerte, verdad? Después de todo, no son realmente opuestos.  Lo más opuesto a la vida sería el miedo – y uno de los miedos más grandes, quizá el mayor de todos, es el miedo a morir-: pero son los miedos los que inhiben la vida y los que frenan los deseos de vivir.

Tamara Kamenszain, que se nos fue hace un año, escribió en su libro La novela de la poesía: “escribir poesía para mí/ es dar y recibir una promesa/de supervivencia”. También escribió en algún ensayo que la poesía es lo más parecido a una autobiografía de la muerte, porque no hay manera humana de abandonar la primera persona gramatical, aunque se ensayen otras; y esto es como decir que no se puede no morir.  Y sin embargo, ahí está la palabra poética que tiende y se extiende hacia lo extático, lo dado vuelta, lo fuera de sí. La poesía como forma del éxtasis, como salida de sí. Y por lo tanto, como salida del tiempo. O como promesa de esa salida.

Ahora bien, ¿de qué tiempo se saldría? De ese que avanza del pasado hacia el futuro, se supone; o sea, de nacimiento a muerte: ese tiempo lineal es todo lo que podemos imaginar desde nuestra limitada perspectiva de seres más o menos inteligentes que nacemos y morimos entre estos siglos XX y XXI. Mejores ideas sobre el tiempo tenían los antiguos griegos y griegas, que también tenían mejores dioses, y diosas (aquí me pareció que era pertinente usar la “y” griega). En la Antigua Grecia, el terrible dios Cronos tenía un dios nieto y descendiente que era tan opaco como brillante: Kairós, la oportunidad. A diferencia de Cronos, con su andar lineal e inflexible, a Kairós lo ocupaba la suspensión del tiempo, allí donde una se abandona y se extravía. Según Jorge Gumier Maier, es en esa suspensión, en ese tiempo sin límites, donde nos frecuenta la belleza. Esto Gumier Maier lo escribió en su manifiesto “El Tao del arte”, y estoy seguro de que el artista debía ser visitado por muchos de esos momentos de belleza y de tiempo sin límites allí donde él vivía, en las islas del Tigre, hasta que se nos fue, a fines del año pasado.

El tiempo era de una manera en Grecia, de otra en las islas del Tigre. En realidad, es imposible separar al tiempo del espacio. De acuerdo al maestro zen Shunryu Suzuki, tiempo y espacio, si son cosas, son una y la misma. Pensamos “debo hacer tal cosa a las 10 de la noche o mañana a la mañana”, pero no hay aquí y ahora algo que se llame “10 de la noche” ni “mañana a la mañana”. Ahora estamos aquí en este espacio de inauguración. A las 9 o a las 10 iremos a cenar y a tomar unos vinos. Pero las cosas se hacen una atrás de otra y nada más. No existe en este momento un tiempo llamado “las nueve” o “las diez”. Al espacio en el que estamos pronunciando estas palabras no se lo puede separar del tiempo.

Por supuesto que hay que esperar a que termine esta conferencia y las lecturas que siguen para ir a tomar el vino o cenar en algún otro lugar. El tiempo de la espera siempre se pierde, según Jean Luc Godard, y se pierde necesariamente para responder mejor a la espera. La espera, dentro del tiempo, nos abre a la ausencia de tiempo, a ese espacio en el que no se puede esperar ya más nada.

De todas maneras hay un tiempo que como humanos sentimos, vivimos y sufrimos: miro el reloj, pasan los segundos, los minutos, días, años y me pongo ansioso, temo a la vejez, a la (o a el) muerte. El paso de ese tiempo nos abruma, su andar solo crea conflicto, es como un enemigo, algo que nos amenaza. El poeta persa Omar Jayam trató de ponerse en el lugar del tiempo, digamos, en los zapatos o sandalias de su tiempo. Y cantó en una de sus Robayat o cuartetas del siglo XI: “El tiempo se avergüenza de aquél que se entristece pensando y apenándose por el paso del tiempo”. Ahí ya no se trata del tiempo como una cosa u objeto, tampoco como un dios, sino algo más humano, más parecido a nosotras, con capacidad de vergüenza.

El concepto tiempo fue examinado por Borges, como es sabido, en su ensayo “Nueva refutación del tiempo”, título que -él mismo lo reconoce- contiene una contradicción en su adjetivo, porque decir que la refutación es nueva es atribuirle un predicado de índole temporal que repone precisamente la noción que se intenta refutar.  No obstante, Borges va para adelante y, basándose en filósofos idealistas como Berkeley y Hume, argumenta que no existe nada concreto, sustancial, definible, a lo que se pueda llamar “tiempo”. Ergo, no habría ninguna razón para sostenerlo como concepto.

Alguna gente concederá que el tiempo no existe en el simple sentido de las páginas de un calendario; eso es fácil de demostrar. Patty Smith escribe que el tiempo real, verdadero, no puede ser dividido en secciones como los números en la cara de un reloj; porque si escribo sobre el pasado o imagino el futuro y en simultáneo habito el presente, ¿estoy aún en tiempo real?  Quizá no hay pasado ni futuro sino solo el presente perpetuo que contiene en sí esa trinidad de la memoria, dice Patty Smith.  

Borges sostuvo una posición más radical, siguiendo al antiguo escepticismo griego: tampoco existe el presente. Porque, ¿qué es el presente? ¿Una unidad mínima de sentido para lo que llamamos “tiempo”? Si fuese una unidad mínima, es decir indivisible, imposible de separar en partes, el presente no tendría un principio que lo vinculara al pasado ni un fin que lo vinculara al futuro (ni tampoco un medio, porque lo que no tiene principio ni final no puede tener medio). Y si, al contrario, el presente fuese divisible, separable en partes, aunque sea para poder ser examinado, no sería un puro presente porque tendría una parte que fue y otra parte que no es: una parte de pasado y otra de futuro. Pero además, y esto ya lo escribe san Agustín en sus Confesiones hace muchos siglos:  ese pasado y ese futuro, ¿cómo pueden ser y existir, si el pasado no está aquí y el futuro tampoco? Y en cuanto al presente, si fuera siempre presente y no pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad.

A eso las palabras no pueden expresarlo. Cada palabra es la historia secreta de una carencia, dice Néstor Sánchez, hablando de Cesare Pavese. Y esto es más verdad que nunca cuando pronunciamos la palabra “presente”. Porque el presente, apenas pronunciado, ya pasó, no está más, no existe. Y si no hay pasado ni futuro ni presente, por lo tanto el tiempo no existe.

¿Para qué apenarse entonces por el paso del tiempo, o sea por el paso de algo que no existe?

Les recuerdo que aquí solo voy leyendo lo que dicen otras: yo nunca voy a afirmar que el tiempo no existe, a ver si en una de esas el tiempo existe, me escucha y se enoja. A ver si me cae un rayo del cielo. Seré agnóstico. Sólo creo que, de existir, el tiempo se avergonzaría de quien se lamenta por el paso del tiempo.

A veces yo también me lamento. Pero intento situarme en el justo punto medio entre quienes niegan o refutan al tiempo y quienes lo sostienen como una pesada herencia o presencia.

Y pienso, eso sí, que la existencia de este solo instante es una maravilla. Allen Ginsberg alaba al instante en su Aullido: “Santo es el tiempo en la eternidad santa es la eternidad en el tiempo”. Ahí también hay un punto medio.

La eternidad. Quizá ya hemos estado aquí muchas veces y lo hemos olvidado. Quizá el olvido cumple la función de autoprotegernos, para que no nos sintamos tan abrumadas por la carga de demasiados recuerdos. Igual, cada tanto reaparece, como un deja vu, cierta impresión en la memoria. Como la que describe Henry David Thoreau: “Así como las estrellas me miraban cuando era un pastor en Asiria, ahora me siguen mirando, nacido en Nueva Inglaterra”.

Desde otro punto de vista lo encara uno de los versos del Bhagavad Gita: “Así como alguien deja sus viejos vestidos y toma otros nuevos, así el ser encarnado, dejando sus viejos cuerpos, entra en otros cuerpos nuevos”. Ojo, ese ser no un individuo, no es un yo, no es un alma singular: es espíritu: “A ese espíritu las armas no lo cortan, el fuego no lo quema, las aguas no lo mojan, el viento no lo seca”, remata el Bhagavad Gita, clásico de la India con más de dos mil años de edad o de sin edad: ageless, tal vez como la edad de la poesía y de la creación.

Y así traduce o adapta Borges el poema galés del siglo VI que en su enumeración caótica y heterogénea declara: “He sido la hoja de una espada/He sido una gota en el río/He sido una estrella luciente/He sido una palabra en un libro/He sido un libro en el principio/He sido una luz en la linterna/He sido un puente que atraviesa los ríos/He sido una barca en el mar/He sido un capitán en la batalla/He sido una espada en la mano/He sido un escudo en la guerra/He sido la cuerda de un arpa”.

Como una alegre caravana, sigue cantando Omar Jayam desde hace diez siglos, la vida pasa (no el tiempo sino tu vida, mi vida, nuestra vida). Ahí, en ese punto preciso, Jayam aconseja: “Mira la caravana de la vida que pasa/ disfruta cada instante que escapa, jubiloso/ ¿Qué más te da el mañana?/ Acércame la copa, que la noche se va”. Luego pide: “Quiero vino, una cántara de vino, y también que haya/ un libro de poemas, buen temple, medio pan/ y tú y yo, en unas ruinas sentadas, porque entonces/ todo será mejor que el reino de un sultán”.

Y con estas palabras creo que ya es hora de llegar al final de este azaroso e incierto recorrido en torno al tiempo (y la poesía, quizá): para terminarlo, digamos, on time. Muchas gracias.

Leído para la inauguración del Festival Internacional de Poesía de Rosario el 20 de octubre de 2022 en la Biblioteca Argentina Juan Álvarez, Rosario

Fuente: Paseo esquizo

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