Marco Aurelio. Por Agustín Erramouspe

Marco Aurelio. Por Agustín Erramouspe

En las tierras perdidas más allá del río olvidado por la civilización, de una barbarie olvidada por la soberbia. Ese hombre con armadura plateada, de larga barba blanca, con el cansancio inherente a una vida centrada en los momentos eternos. Una tienda de campaña no podría contener su legado, ni la enfermedad aquejando el término de la lucha contra el momento, de vivir en sus propias manías, las de los hombres del pasado. Mantenía la armadura impoluta puesta como el guerrero que fue. Sin importar su dolor, la invasión de la peste en su imperio, el gen de la caída, de su muerte. Ya se encontraba dispuesto a llegar al final, abrazaba con fuerza sus últimos momentos esperando su último hito al frente de las legiones. Intentaba levantarse, ver el campo de batalla una última vez. Instaba a sus soldados a seguir bajo las órdenes de su maniático heredero. Con una sonrisa la avaricia empezaba a reproducirse tal como una peste, matando al saber con sus propias manos. Intentaba salir de su lecho final, caminar hacía la puerta de la tienda tendida en el campamento, dejar de ser un moribundo hombre, cautivo en su propio fin. Miraba la espada a unos metros de él, con una gran águila apuntando hacia el oriente. Dejaba la señal del ocaso, cuando el pobre Marco Aurelio reposaba soñando con el imperio, teniendo la gracia de Saturno, conociendo el tiempo. Desglosando sus propios nombres, la herencia del pasado en el futuro que había abnegado, se había diferenciado para su júbilo.

Roma, ciudad de un mundo tenaz. Cómodo brindando por la sangre de su gente, el coliseo brincando mientras el pan y circo destrozaba las arcas del Imperio. Enemigo del rico no por sus bondades, si no más bien por la autoridad divina. Uno de muchos Reyes indignos con títulos de César, se disponía a gobernar la tierra bendecida por su fuerza. Marco Aurelio caminaba por la oscura tierra del futuro de quiénes no piensan en el terrible destino de sus hijos. Con indiferencia descendía al infierno antes de poder escapar de su prisión corpórea, viendo el futuro de su legado. Los ojos lujuriosos de Cómodo, acostado en su palacio, rodeado del placer banal. Dejando con hambre al Imperio por su propia sed de avaricia. No deseaba conquistar el mundo, sino mantener el equilibrio de su momento mediante la gloria del hedonismo. Podía ver como el vino consumió a su protegido hasta no poder ver la traición en los ojos del liberto estrangulandolo. Escuchaba las trompetas coreando el fin del Imperio real, de la Roma conocida en favor de la evolución de sus Reyes. La dominación del momento por su propia filosofía es imposible. Marco Aurelio en su lecho se retorcía de dolor por su peste, presintiendo su futuro sin poder más que expiar la pesadumbre del pecado involuntario. Se ahogaba como su hijo, en las propias lágrimas de la impotencia. En la traición por amor propio, la necedad propia.

La profecía rezaba el fin de los tiempos como el fin del Reino, cuando lo divino tomara su lugar hipócritamente. Divisaba la crisis, el caos en un siglo donde la estabilidad no existiría por el ego de las legiones. Marchando sobre su sangre, matando a quien obstinadamente podría intentar combatir contra los jinetes del apocalipsis. Roma ardería hasta sus cenizas, muriendo en su verdad, en el momento del ardiente y avaricioso futuro. Recordó ese rostro, quién aceptaría la religión que dictaba su final. Incapaz de contener la efervescencia del futuro vendía sus ideas por la gloria. Escuchaba los pasos, insaciables, de las hordas preparando sus columnas para el ataque. Sufría viendo derramar más sangre, Roma era el peor enemigo de su propio futuro. Cada vez más fuerte escuchaba los gritos de las legiones enfrentadas. Inmersas en el pan y circo de la violencia, en sus manos el destino del futuro. Oía, estaba inmerso en el sacrificio para el perdón de los pecados cometidos por su clero. La oscuridad nublaba su visión. De repente caminaba sin rumbo por una calle desolada, casi sin poder ver; la derrota de su propio ser reflejado en tantos otros.

La oscuridad en la calle suspirando, escuchando a tantas almas a su alrededor. En una empinada calle, decreciendo hasta la muerte, la última revelación del tiempo antes de terminar con un héroe. Veía el pasado, esa subida falsa, donde el pudo ser un Rey disfrazado de Emperador. La República caída en desgracia como un teatro para el emperador. Un senado interesado en sus bolsillos, pensado en un César para poder lograr sus victorias. Cada suspiro, la necesidad de un corazón en el momento, lejos de una victoria real. Tal vez el alma es cíclica como tantos han referido antes. Algunos suspiros escondían la verdad tras las máscaras del individuo. César tomó el poder para su tiranía. Ese ciclo plantó su propio fracaso, abrazaban ese momento de crisis. Marco Aurelio suspiraba pensando en ese fin de la historia. Donde el hombre pone punto final a su existencia terrenal para trascender a la esencial. La leyenda siendo una reflexión, expiando sus verdades con el tiempo. Esos murmullos esperando la muerte de César, conspirando, clavando puñales en sus espalda tanto tiempo antes de su muerte. Suspirando aliviados luego de restablecer sus intereses. Para ser impunes, en un mundo donde solo vale el ahora. El juicio era en todo momento pensó, Marco Aurelio suspiró, su paz era la certeza de la bondad en su accionar.

Empezaba a desprenderse de su armadura. Entender, revelar el final. Dejaba el cuerpo para ser solamente la profunda y bella alma. Manchada por su propia esencia. Marco Aurelio estaba ante su última batalla, desnudar la verdad ante la profecía del final. De cierta forma el recuerdo funciona distorsionado su realidad. Se perdía en una calle repleta de suspiros, en un silencio de la verdad, ciego del fuego enfrente suyo. No encontraba iluminación más que la llegada de los ejércitos de más allá del muro. Nada podía contener el destino manifiesto en su propio ciclo, la omisión del propio final en favor del germen asesino. La barbarie interna dando pie al caos, a sus manías siendo heredadas por el futuro. Era consciente de estar yéndose, la irrealidad del mensaje, del todo. Marco Aurelio ascendía viendo las cruces dominando su Imperio. Ver tantos Reinos bajo un nuevo emperador en Roma, mirando desde arriba con su hipocresía al mundo. Un digno sucesor sobreviviendo al final. Sus ojos podían ver la luz de la verdad, contrapuesta a las mentiras de hombres. Dioses, de cruces como martirio eterno del final de la historia. Escuchaba cada suspiro final de tantas personas como él, enemigos de su propio legado.

Marco Aurelio intentó amar eternamente el conocimiento. En su asunción tenía el terror del niño al ver lo novedoso. Conocer todo, amar, ver el mundo es entender su pasado, presente y futuro. Escuchaba las trompetas llegando al oriente, los ciclos empiezan y terminar. Todo termina en el gran caos del apocalipis, la revelación eterna. Se encontraba desnudo ante esa verdad, los ciclos del conocimiento siendo ciclos del futuro. Una infinita torre donde suben, bajan el propio tiempo con sus legiones. Veía a tantos Cesares, tantos hombres como él en sus oscilaciones. La traición al propio Titán dentro de él, olvidarse de que la guerra no va más allá de un recurso para el placer de los grandes hombres. Un juego violento, en donde el conocimiento cae en favor del hombre más fuerte en lo terrenal. Se daba cuenta de su pérdida por su fuerza, en intentar domar al conocimiento. Suspiraba, mientras veía la propia luz ascendiendo. Su martirio y retribución eran la revelación inefable.

Completaba la ascensión, dejaba su cuerpo, la hermosa y gallarda armadura plateada quedaba vacía. El Imperio caía con toda su fuerza, la espada se llenaba de la sangre hermana. Marco Aurelio se liberaba de la necesidad terrenal. Se había convertido en profeta del silencio, ante su castigo. La tienda no podía contener la peste matando al Imperio. Destrozando todo a su paso con el fuego de la ambición. La historia se impulsaba en sus procesos, con la muerte de un personaje heroico generando la paradoja de la bondad del asesino. Ascendía feliz al conocer la verdad, no sufría con la realidad. Su cuerpo quedaba inerte en esa camilla. Hasta ser descubierto por Cómodo gritando de júbilo por su ascenso a ser un Dios entre hombres. Suspirando, rezando por el futuro y alejándose de la muerte. Revelándose de su camino sin saberlo con su comienzo gritando el final.  Marco Aurelio ascendía hacía la nada. Al ver la propia luz, la inefable totalidad da paso a la eternidad. Sufrió por primera vez, suspiró, la derrota carcomía el futuro ante su oximorónica necesidad de combatir el tiempo. Comenzaba a ser parte del todo, esperando su turno para volver a su pasado, oscilando con trajes nuevos. Marco Aurelio fue y será su propia gloria, juzgado por el futuro que soñó, el que construyó.

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