Fidelidad. Por Adriana Barragán

Fidelidad. Por Adriana Barragán

Nos habíamos mudado a principio de año a la ciudad de Ramos Mejía, provenientes del barrio de Versalles, lugar donde había nacido. Tuve que dejar el barrio de la infancia y adolescencia llena de sueños para dar paso a nuevos horizontes.

Cursaba el último año de secundario, y si bien extrañaba el hermoso barrio que me había visto nacer,  crecer y mi antigua casa que estaba en frente a la plaza de la calesita, ahora conocía otro lugar, otra gente… Aunque casi siempre estaba afuera, en el colegio, con amigos, preparándome para la nueva etapa de ingreso a la facultad.

En ese entonces, era muy jovencita, y mi cabeza rebalsaba de sueños y utopías. Mi espíritu irradiaba alegría, empuje y ansiedad para absorber los proyectos que brotaban casi en forma constante. Era como si se pusieran en fila, una fila cada vez más larga donde los primeros se iban concretando, algunos se suspendían al chocar con la realidad, en cuanto a los últimos siempre intentaban desplazar a los anteriores, queriendo ganarles un lugar en la hilera,  dispuestos a llegar a la cabecera para ser cumplidos.

Hubo que sacrificar recuerdos y amistades, para dar paso a otras experiencias y realidades. Una nueva casa, decir adiós a mis compas del secundario y prepararme para entrar en la Facultad al año siguiente. La carrera ya estaba elegida. Estudiaría Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos Aires.

Y llegué a la conclusión  que esto era parte de crecer, madurar, ir convirtiéndome de a poco en una mujercita. 

Era el tiempo en que todo era posible, la vitalidad de la juventud, permitía que los deseos se transformen en realidades, y que cada logro brillara  como el trofeo de una batalla ganada.

A comienzos de marzo, del año siguiente surgieron los primeros cambios. Me anoté de mañana en tres materias, y a la tarde trabajaría media jornada en el estudio de unos profesionales que habían sido compañeros de mi hermano unos años atrás.

Permanecería fuera de casa todo el día, pero no me molestaba. Estaba orgullosa de experimentar, emprender nuevos caminos,  y permitir que la niñez y adolescencia fueran quedando en el recuerdo. Ese era mi último proyecto.

Para poder llevarlo a cabo salía cada mañana a las 8 hs, y caminaba hacia la estación ferroviaria de Ramos Mejía.

Allí esperaba el tren que me dejaría en el Once, para luego tomar el 101, que me llevaría a destino.

Para mí la estación de tren era un mundo nuevo. Antes no solía usar ese medio de transporte.

Era pintoresco. La estación estaba llena de kiosquitos, pequeños puestos de expendedores de comidas rápidas y bebidas, también pululaban vendedores ambulantes. Previo al ingreso al andén, la Boletería, y nunca faltaba algún chico pidiendo monedas. Todos circulando en distintas direcciones, moviéndose por entre los transeúntes. Confundiéndose con ellos.

Había un señor con anteojos oscuros que era no vidente, me enteré que se llamaba Pepín Rodriguez, al menos así le decían. Casi siempre estaba en la estación, en compañía de su mascota, una especie de ovejero de manto negro llamado Pichuco, que era hermoso. Estaban siempre juntos. Se complementaban muy bien. Pepín nos deleitaba muchas veces con su armónica, en otras oportunidades se ponía a cantar, y nos regalaba algún tango conocido. Lo escuché interpretar Cuartito Azul, El Choclo y Pasional.  Era muy conocido y querido por la gente que diariamente lo cruzaba. Y gozaba de sus canciones y melodías.  En cuanto al perro, llevaba colgando de su collar una bolsita color bordó como de terciopelo gastado, donde la gente podía depositar su contribución.

Pero en algún momento de la jornada, casi siempre al mediodía, Pichuco quedaba sólo en la estación y su dueño, munido de la ”Bolsa de la abundancia” abordaba algún tren,para hacer un  recorrido, de IDA y VUELTA.  A veces hacia Moreno y otras hacia Once.  Al terminar cada jornada Pepín volvía en búsqueda de Pichuco y regresaban a su casa, que quedaba a unas cuadras de la estación en el Barrio Obrero.  Esa era su rutina. Y el lazo que los unía era muy profundo. Casi como una hermandad, humano-perruna, ya que eran compañeros, socios, amigos, y vecinos de la Estación.

De hechoen el barrio, los habitué del lugar, es decir los comerciantes, los vendedores ambulantes y los pasajeros ya estaban acostumbrados a verlos y en alguna medida se contagiaban de su alegría e incorporaban una pequeña dosis de ella a su rutinaria   jornada.

Pasaron unos años, ya estaba a punto de terminar mi carrera, y una mañana de lunes que iba para la facultad, alrededor de las 8 hs me extrañó ver a Pichuco sólo tan  temprano. No le dí importancia y seguí mi viaje. El día había sido intenso y  una vez finalizado, sólo quería volver a casa para abrazar mi almohada.

A la mañana siguiente, tenía clase a la misma hora, y la escena se repitió. Estaba el ovejero al lado del puesto de diarios, pero no el dueño. Pregunté al señor del kiosco, y al muchacho de la panchería, pero ninguno de los dos sabía nada de Pepín. Y Pichuco permaneció ahí lunes y martes sin moverse del andén. Tan así fue que entre los vecinos se juntaron para comprarle comida y servirle agua.

El perro se veía triste. Y el miércoles en un descuido del guarda subió al trenque se dirigía a Once. Dicen que lo vieron recorrer los vagones mirando hacia todos lados, como buscando a su dueño mas no lo encontró.

En la misma formación que volvía para Moreno, el perro siguió viaje hacia ambas cabeceras varias veces.

Dicen que al anochecer, un pasajero que descendía en Ramos Mejía lo reconoció y lo hizo bajar con él en la estación.  Que preguntó a los vecinos del lugar si sabían algo de Pepín pero nadie tenía respuesta. Sólo que Pichuco estaba triste, apenas si comía , y miraba cada tren que arribaba como buscando a su familia , a Pepín, pero aún no volvía.

Pasó esa semana, y la otra. Terminó el mes. Y luego el próximo.

Y Pepín Rodríguez, el enigmático cantante de tango que tocaba la armónica jamás volvió.

Inútiles fueron los esfuerzos de todos los vecinos  para llevar la mascota a casa de alguno de ellos.

El no quería salir de la estación. Porque esperaba la llegada de cada tren buscando a Pepín.

Y Pichuco, el querido  Pichucose convirtió en el perro de la estación.

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