En la ESMA. Por Raúl Kersenbaum

En la ESMA. Por Raúl Kersenbaum

Me reencontré con Andrea la primera vez que visité la ex ESMA. Era un sábado frío y lluvioso. Íbamos a una muestra de improvisación teatral. Hablamos del lugar y su historia. Yo le dije que no terminaba de darme cuenta de dónde estaba.

—Al principio me pasó lo mismo —me confesó —, hasta que llegué a donde están las fotos pegadas a la pared. Ahí me quebré.

No supe qué decir y se hizo un breve silencio.

—¿Vos sabés? —siguió —.Yo estuve enamorada de un chico que estudiaba acá. Carlos se llamaba. Él tendría diecisiete y yo quince. Era el hermano de una amiga. Habremos salido un par de meses. Al principio todo fue bien, pero al tiempo se fue volviendo más callado. Más distante. Hasta que un día me dijo que no quería salir más conmigo. A él no lo vi más, pero seguí amiga de la hermana. Un día le pregunté cómo andaba Carlosy me contó que quería dejar la ESMA, pero no lo dejaban. Me sorprendí porque, desde mí y en aquel entonces, era un honor pertenecer a las fuerzas armadas. Pasó un tiempo y me fui a vivir Francia. —Andrea hizo una pausa—Haría dos años que vivía en París cuando supe por qué no le permitieron dejar la ESMA: él había sido testigo de todo lo que pasaba ahí.

Se había hecho de noche.

Dejé atrás el pabellón y caminé hasta una calle interior que me llevaba a la puerta de salida. La lluvia se había hecho más fuerte y el ruido del viento, que soplaba con intensidad, se mezclaba con el de los truenos. Me cerré la campera hasta el cuello y apuré el paso. Las ramas largas y oscuras de los árboles se mecían contra el fondo violáceo de la tormenta. Me imaginé que el frio que sentía era el mismo que otros habían sentido. Dejé de estar solo. Me acompañaban todos aquellos que ya no están y que vivieron entre la tortura y la muerte a pocos pasos de donde yo caminaba.

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