Educar contra el odio. Por Soledad Vercellino

Educar contra el odio. Por Soledad Vercellino

Las Naciones Unidas pusieron en marcha en el año 2019 la Estrategia y Plan de Acción para la Lucha contra el Discurso de Odio, en la que reconoce que este es un “precursor” de crímenes atroces, incluido el genocidio. Allí definen al discurso de odio como cualquier forma de comunicación de palabra, por escrito o a través del comportamiento, que sea un ataque o utilice lenguaje peyorativo discriminatorio en relación con una persona o un grupo sobre la base de quiénes son o, en otras palabras, debido a su religión, origen étnico, nacionalidad,
raza, color, ascendencia, género u otro factor de identidad.

El discurso supranacional enfatiza que la educación es un instrumento para afrontar y contrarrestar el discurso de odio. Se parte del supuesto de que el pensamiento excluyente, los prejuicios, la ira y el miedo “al otro” están en la base de ese fenómeno. Y que estos patrones de pensamiento se aprenden, pues los contextos políticos, sociales y culturales crean las condiciones de aparición de este tipo de manifestaciones, las estructuras de poder echan mano de las mismas y la discriminación sistémica las refuerza. UNESCO asimismo sostiene en sus documentos que la educación puede servir para sacar a la luz las predisposiciones y estereotipos, y ayudar a estu-
diantes y docentes a desterrar los prejuicios, reforzar la conciencia sobre los daños y consecuencias del discurso de odio y desarrollar capacidades para reconocerlo y rechazarlo.
A tal fin, las propuestas de los organismos internacionales giran en torno a la incorporación en los currículos educativos contenidos referidos a los derechos humanos, las responsabilidades civiles y el Estado de derecho, en particular a lo que refiere a la libertad de expresión y sus alcances; la historia del Holocausto, otros casos de genocidio y crímenes atroces, y los pasados violentos locales; la alfabetización mediática e informacional y la educación para la ciudadanía digital. También proponen revisar los materiales didácticos para garantizar que no contengan estereotipos ni un lenguaje tendencioso y que incorporen las diferencias étnicas, lingüísticas y religiosas.
Pero otra serie de recomendaciones van a ir al corazón del hecho educativo y nos llevan a interrogarnos sobre si las instituciones educativas que construimos y habitamos y las relaciones pedagógicas que sostenemos promueven el pluralismo y el pensamiento crítico, defienden la libertad de expresión, respetando las ideas y opiniones contradictorias y opuestas, fomentan la equidad y la inclusión y cohesión social.

Los estudios sobre el aprendizaje no dejan de insistir sobre la relevancia del contexto social en el que el mismo acontece, pues la situación enseña, hay aprendizajes que solo se producen en situación, no discursivamente. Con esto queremos afirmar que las instituciones educativas, su configuración material y simbólica y las performances o actuaciones que allí se promueven producen un tipo particular de aprendizaje, que supone una forma especial de vincularnos y apro-
piarnos de ciertos conocimientos, habilidades y modos de relación.

En nuestras investigaciones, encontramos que el aprendizaje escolar es polimorfo y surge de diferentes prácticas. El escenario de las instituciones educativas –con su espacialidad, su temporalidad, su distribución de personas y objetos y su particular forma de convocar a hacer “algo” con los saberes– da lugar a formas de actuación y aprendizajes diversos a la vez que específicos. Unos nos interesan particularmente en este escrito y son los que se vinculan a la civilidad educativa: refieren a determinados comportamientos esperados, modelados dentro del ámbito educativo y según sus regulaciones, no necesariamente relacionados al “contenido” a enseñar. La civilidad supone el aprendizaje de una serie de prácticas discursivas tendientes a la apertura, preservación y recreación de un espacio público, común, en el que quienes lo habitan puedan reconocerse y regular sus conflictos o atravesarlos de maneras más o menos amables.

Las actuaciones en torno a la civilidad educativa producen un modo de habitar ese espacio, resultan de y en una economía de actos y gestos esperados y deseables y generan un consenso colectivo, común y una percepción de lo que significa ser (buen) estudiante y docente. Se trata de esa dimensión de lo educativo que se vincula a la enseñanza y el aprendizaje de las habilidades necesarias para vivir en comunidad. Ahora bien, el ámbito educativo, por sus propias características, incorpora como parte del rol docente asegurar la reproducción de las normas de civilidad. Así, gran parte del accionar docente implica encauzar las conductas, las personas, los
objetos, en línea con los modos escolares de resolver los conflictos.

Al ser-hacer estudiante le toca cumplir con esas regulaciones, actuarlas, apropiarse de ellas, incluso desempeñarse guardianes de su cumplimiento.
Es en esa producción de civilidad donde se refuerzan o remueven los prejuicios y estereotipos, se construyen canales, como la culpa, la vergüenza, la piedad, que limitan los afectos tristes de la agresividad yoica como la ira y el miedo al otro y se construyen aprendizajes como la colaboración, la cooperación y el pensamiento crítico.
Más aún, hay una condición estructural del aparato educacional que opera como límite al odio y sus expresiones. En nuestras sociedades, la educación, y principalmente la de carácter estatal, opera como dispositivo que permite hacer coincidir en un tiempo y espacio determinado (cada vez más significativo en cantidad) a muchos que no se eligen, que son diferentes, que no se encontrarían de otra forma, porque no comparten un mundo. Las instituciones educativas proponen, justamente, la difícil tarea de construir un mundo en común, proponen que los sentidos construidos en cada comunidad, barrio, familia, se encuentren, tensionen, relativicen, recreen, en la similitud y la diferencia con los sentidos de otras comunidades, barrios, familias. Las instituciones educativas son ese espacio público que exige y produce un encuentro con el otro que descentra el universo del “yo” y lo desestabiliza.

Se encuentra allí una operación que habilita la oportunidad de reconocer al otro, a la Otredad, en su diferencia, sin disminuirla ni, mucho menos, eliminarla. Hay un aprendizaje tácito, en acto, que se imbrica en el cuerpo y en nuestras disposiciones para valorar, actuar, sentir, que es el (re)conocimiento de la diferencia, la multiplicidad ontológica como lo propio de la condición humana.

La creciente fragmentación de las instituciones educativas, la construcción de guetos educativos, en donde asisten los iguales o los parecidos, conspiran contra esta potencia que tiene la educación. La construcción de más espacios para la construcción trabajosa de lo común y su civilidad resulta la principal estrategia para la lucha contra el odio, sus discursos y prácticas.

En “Mil palabras para entender los discursos de odio” https://www.editoresdelsur.com/publicaciones-digitales/

Soledad Vercellino es docente de la Universidad Nacional de Río Negro y de la Universidad Nacional del Comahue

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