Desde una pared. Por María Margarita Pérez Vallejos

Desde una pared. Por María Margarita Pérez Vallejos

Veredaprosa

Un día de esos aciagos en que la lucha interna por ser diferente es controversial y cansa porque me voy sumiendo en la aventura de ser yo misma sin esperar nada de nadie y cantar la melodía curiosa que me anime a continuar sin miedo por esto que no sé qué es. Las existencias me han consumido y he pasado de una a otra sin darme cuenta que ruta tomé desde las bifurcaciones donde llego. Me pierdo en esto que llaman mundo y que lo llamo igual porque como todos, visto la misma ropa, paso los mismos problemas, hablo mi idioma y me creo otro personal para hablar conmigo misma o a alguien a quien pongo a mi lado para que me escuche, ese alguien desconocido que creo que no juzgará, no mentirá ni tampoco lo llamará el apetito carnal típico de alguien que se obsesiona. Ese es mi ser invisible que se llama como se llame, es la entidad en que suelo desvincularme de esta rareza pluscuamperfecta que me ha atado por años, por siglos, antes y después. Es entonces cuando puedo mirar la vanidad de la que salgo un rato, mientras converso con él, o lloro, o le escribo y no me dice nada. El mundo está lleno de palabras, pero él sólo me escucha y en el sinsentido de mis arbitrariedades, no se burla. Me tiene pena, me tiene lástima o admiración, no lo sé porque no se lo he preguntado y tampoco quiero saberlo porque su presencia me llena esté hálito mudo que fanfarronea como todos, soy como todos y tengo una vida diferente dentro de esta capa de vacíos que cubre el cuerpo para que los huesos no se desparramen ni salgan las cepas personales que cada uno lleva dentro de sus intestinos. Él siempre se queda, me voy después que me he desbordado en risas, llantos y reclamos. Hay un cerro de luces que pocos han visto, sólo porque no saben mirar. Yo lo veo, pero no puedo ir hasta allá porque esta humanidad entre comillas que me aferra al continente del latido, de esta existencia que a ratos me parece horrenda. Me mata la crudeza de los pueblos solos, sin ley y son iguales que yo, a semejanza y esa disparidad me acongoja. Es cuando creo que no existe nadie más, ni superior, menos inferior que pueda salvar los clamores de los que soy testigo y siento mi ropa rasgada, manchada porque suelo pasar entre ellos y creen que soy la salvación. Me aturde la mirada de los niños tristes y siento que soy ellos porque también, en otra crueldad fui una niña triste. La cobardía abunda en esta agonía sin hospitales ni enfermeros. Tengo miedo. Tanto miedo que a veces creo que camino a mi lado para no ser yo y mirarme desde lejos. Sin darme cuenta, me ha venido una apatía que me quiere hacer huir de todo. Y luego revierto y quiero pensar que puedo solucionarlo todo. Puedo ver más allá de los ojos sin ser irióloga y sé cuándo me mienten. Sé cuando todo es apariencia, cuando es interés inclemente de dejarme sin pensamiento ni libertad. Creo que estoy cuerda, todavía y es por eso que no hago lo que debería. Mañana es lunes y todo comienza tal cual como quedó el sábado o el viernes. Es septiembre acá y me toca una nueva primavera. Me gusta porque la tierra me emociona en su trabajo de parto, mientras los pájaros hacen nidos clandestinos en mi madriguera y un bolsillo de silbos se me desgrana en la luna llena. Me acuerdo de mi padre y su pena. De ahí nací yo, de un padre con pena y para mí fue su karma. También supe que quería arreglar el mundo, pero a los cuarenta y cinco no se ha vivido nada. Soy mayor que mi padre y tampoco sé nada. Fluye mi nota ajena y la dejo aquí porque mañana he de sentir como todos, fingir que voy serena cuando la revolución por dentro me derrite las venas y me deja sin aliento. Literalmente, sin aliento

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