¿Cómo se pueden recuperar las islas Malvinas?

¿Cómo se pueden recuperar las islas Malvinas?

Escribí un artículo sobre Malvinas y su posible recuperación a territorio argentino. Tomá como ejemplos: “Todo el poder a Lady Di”, “La ilusión de unas islas” o “El deseo de unas islas” de Néstor Perlongher.

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TODO EL PODER A LADY DI

Resulta por lo menos irónico comprobar cómo la ocupación militar de las Malvinas -extendiendo a los desdichados Kelpers los rigores del estado de sitio- ha permitido a una dictadura fascistizante y sanguinaria como la Argentina agregar a sus méritos los raídos galones del antiimperialismo.

Pero esta ironía se torna cruel cuando se ve cómo en nombre de una abstracta territorialidad, que en nada ha de beneficiarlas, las castigadas masas argentinas (o al menos considerables sectores de ellas) se embarcan en la orgía nacionalista y claman por la muerte. Es casi lógico que un estado paranoico como el argentino genere una guerra: la producción de excusas para un delirio xenofóbico que signifique un paso adelante, según la terminología de ultraderecha acuñada por la revista Cabildo, que ha venido pregonando la guerra desde hace tiempo. Paso adelante que tienda al olvido de las masacres y el saqueo, y permita mediante un ritual sacrificial, fortalecer la fuerza del Estado. Esto no es nuevo.

Pero el ansia de guerra de las masas -supremo deporte de nuestras sociedades masculinas- resulta menos fácil de entender, a no ser que se acuda a la hipótesis de un deseo de represión. Las masas desearon el fascismo, diría Reich, la naturaleza de cuyos enclaves libidinosos podría ser, en el seno de la épica militarista, la misma que lleva a un grupo cualquiera de muchachos a armar una patota.

En el plano de la retórica política, no deja de ser revelador como los opositores multipartidarios -que arrastran también a comunistas, montoneros y trotskistas (en particular el PST – Partido Socialista de los Trabajadores)- se han prestado a la puesta en escena de esta pantomima fatal, llamando no a desertar, sino a llevar aún más lejos una guerra que caracterizan de antiimperialista y que no discute el interés de las poblaciones afectadas, sino los afanes expansionistas de los Estados.

La claudicación de las izquierdas ante los delirios patrioteros de la dictadura es ya una constante: ellas se dejan llevar -como los personajes de Alejo Carpentier en El Siglo de las Luces- por el entusiasmo de las concentraciones de masas, sin percibir cuando ellas resultan en una legitimación del régimen -como en el Mundial de Fútbol de 1978- o cuando obedecen a luchas internas del gobierno con la bendición de la todopoderosa Iglesia Católica: así, en la manifestación ante el santo del trabajo en noviembre del año pasado, se vió a recoletos marxistas subir de rodillas las escaleras del templo de San Cayetano, patrono de los Desocupados, junto con un ministro militar.

En el caso del artificioso conflicto de las Malvinas, la argumentación esgrimida para justificar la claudicación ante el patriotismo fascista de la Junta Militar se inspira, vagamente, en la concepción del imperialismo de Lenin, según la cual, en caso de conflicto entre un país atrasado y uno avanzado, debíase defender al primero -como si un amo pobre fuese menos despótico que uno rico. Distinta fue, dentro del marxismo, la posición de Rosa Luxemburgo -quien en su época, se negó a defender la independencia de Polonia para no aliarse a la burguesía nacionalista polaca, contra la que, en 1920, Trotsky lanzaría el Ejército Rojo (ruso), esta vez en nombre del socialismo. El mismo Marx -con una visión no menos estatista- defendería, por su parte, la ocupación de México por los Estados Unidos, considerando que estos impondrían un capitalismo más moderno.

Po debajo de estas referencias -que apuntan a la historicidad del concepto de imperialismo- sólo un régimen como el argentino, que es, más que una dictadura de clase una dictadura de Estado, del aparato militar relativamente por encima de las clases, puede cambiar tan abruptamente sus alianzas: pasarse del bando americano al ruso. La dictadura no tenía, ante el derrumbe, otra alternativa que la guerra -y no atacó a Chile temiendo el carácter igualmente paranoico de la dictadura vecina. Cambio de alianza que puede llevar a un reagrupamiento de las fuerzas que sustentan el Estado -pero que casi seguramente, a no ser que medie una de las insurrecciones que periódicamente convulsionan a la ingobernable Argentina, apunta a fortalecerlo como tal. Y por debajo de la cual puede leerse un proceso progresivo: como la URSS, que detenta hoy el 40% del comercio exterior argentino y construye puertos y represas (suertes de Assuán latinoamericanas) va remplazando, como potencia económicamente dominante, el papel antaño ejercido precisamente por Inglaterra -dependencia activa desplazada luego por el saqueo indiferente de los yanquis. Ello puede explicar el alborozo de la izquierda -especialmente del PC, que hace años pregona un gobierno de coalición cívico-militar -ante lo que ve como un paso más en el proyecto de convertir a la Argentina en una Ukrania del Atlántico.

Decir que la movilización por la guerra sirve para verter consignas antidictatoriales -por otra parte inconcebibles, dada la ruina del país- es por lo menos una hipocresía: ya que ellas estaban, pese a tan inconstantes voceros, desatándose antes con más claro vigor. El gobierno, aplaudido unánimemente como anticolonialista, acaba de prohibir los filmes pacifistas y las críticas antibélicas, que pueden desmoralizar a los guerreros.
La ultraburocratizada y semiclandestina CGT ha donado un día de salario, ya esmirriado, para las tropas. Y hasta la masacrada izquierda, delirante de euforia patriótica, tiene que apoyar esas medidas y otras más radicales. Así, presuntas vanguardias del pueblo revelan su verdadera criminalidad de servidores del Estado.

En medio de tanta insensatez, la salida más elegante es el humor: si Borges recomendó ceder las islas a Bolivia y dotarla así de una salida al mar, podría también proclamarse: todo el poder de Lady Di o El Vaticano a las Malvinas para que la ridiculez del poder que un coro de suicidas legitima, quede al descubierto. Como propuso alguien con sensatez, antes que defender la ocupación de las Malvinas, habría que postular la desocupación de la Argentina por parte del autodenominado Ejército Argentino.

El solo hecho de que guapos adolescentes, en la flor de la edad, sean sacrificados (o aún sometidos a las torturas de la disciplina militar) en nombre de unos islotes insalubres, es una razón de sobra para denunciar este triste sainete, que obra mediante el casamiento de los muchachos con la muerte.

Fuente: Agencia Paco Urondo

LA ILUSIÓN DE UNAS ISLAS

Estábamos lejos de las remotas. ¡Y en compota! La penitencia de esa distancia (acaso, impenitente) nos ha estragado la escucha de esos glaciales ululares, derretidos, en esta calidez, reducidos a lo (sub)literario. Desde donde parecía más nítido cuán hondo los repliegues, los bordes de los fiordos (y aquí la mano lamborghiana: «La de dibujo era la mejor») habían calado en la imaginación de los educandos. Nefandos, idus. Así, la inspectora de primaria, cuando arrebujada en sus tapados de piel de nutria, o foca, bajara del coche, vería resplandecer (ecos del himno sarmientino: «La niñez tu ilusión y tu contento…») el mapa de un patriotismo infanto-juvenil, acneico («Y en tu pecho, la juventud de amor un templo…»).

El tapado de piel de la inspectora les hubiera venido bien a los reclutas (sedentarios en un desierto del que no se deserta). Empero —obsesión de la buena letra-habrá de preferirse revestirlos de endechas (algunas a medio hacer, otras ya hechas).

Se discute, se va a las manos, por la posesión de unos desiertos (de los que al parecer no puede desertarse). Se despierta, en el desierto, el vate: legañoso, ilusiónase: «La guerra —imaginábamos— forzosamente nos dejaría en relaciones sociales nuevas (por momentos, las suponíamos triunfantes e inaugurales)».

La identidad de este «nosotros» —ya que no del borgiano— es clara: es la de los firmantes del unitario Entredicho: Alcalde, Grisafi, Grüner, Gusmán, Jinkis, Savino.

El Entredicho se eleva fugazmente al didactismo, cuando revela que el Estado Argentino —»espectador neutral»— no ha conocido, en este siglo, guerras. Debe referirse, pensamos, a las guerras «limpias» (libradas, según las reglas de las artes marciales, entre Estados Soberanos). Soberanos, nos tienta. Pero no hay por qué suponer —en honor al localismo— que el fango de las trincheras de Ganso Verde ensucie, o manche, más, que el barro de las zanjas de Victoria, o el Tigre. Sólo que en el primer caso la pantera bélica ruge más estentórea, sin clandestinidad aparente. Lo que velaba, empero, la retórica es —y, peor, era— ya manifiesto.

Empero, una ilusión («con lo que acaso se logró ilusionarnos») deviene «decepción” —y «objetiva». ¡Habíamos Sido Engañados! Los Vates —que nos preguntábamos qué función (…) «nos tocaría cumplir» en esas «nuevas relaciones»— nos reencontrábamos con «el cierzo de la derrota» —la «soledad esencial» del barranco. Ello tal vez nos ha salvado del dudoso oficio de, vestidas de chinas, y trenzadas, payar en los vivaques —»Ahora nosotros, en guerra, pasábamos a ser un hecho del que la literatura tendría que dar cuenta». De darse cuenta (o vuelta) nadie, en cambio, se salva.

Pero —reconozcamos— nuestra guerra no tarda en transformarse en Nuestra —mayusculizando una Ironía— del destino. Que nunca es tan transparente como cuando alude a la «democracia moderna, fuerte, eficiente y ordenada a breve plazo» que «todos (!) nos propusimos en 1976″. Así nos va.

Así partían los vates, en una chalupa, a la deriva («adamados caballeros», diría Quiroga). No importa tanto que el cambalache de Rossler vacile en enquilombarse (protestando, de paso, nuestra brasilera pasión por la catinga), ni que el profesor de Viamonte no aclare qué funebreros, ni en qué féretros se entierra a las víctimas de una deliciosa conyugación—cuanto el escalofriante atrevimiento de los que escenifican, arbitrando la desmesura de una lidia entre un David y un Goliath equívocos, la pequeñez de un término medio. A medias entre Florida y Boedo, nos situaremos, ya que no en Libertad, en Cochabamba. Todo muy familiar, demasiado cercano. Y ya que mentamos a la conyugación, acotemos, por si las moscas, que la idea de la libidinosidad de los vínculos militares (¿acaso debería separárselos?) hacía ya las delicias de la clásica Psicología de las masas. Rengueamos en este punto: ya que nuestra distancia nos ha impedido leer, más que de ojito, el «Juan López y John Ward». Nuestra crítica no será, por lo tanto, literaria. Pero resumiremos nuestra impresión así: O.K., boy, siempre hubo guerras, pero no siempre (he) estado.

Ya que el recurso a la guerra (¿máquina de guerra?) no oculta la torpeza de las territorialidades que, para desatarlas, se invocan (¿guerra de máquinas?). Soberano (de nuevo), el Estado zanja en la lámina de hule el linde de unos fiordos fantasmales. ¿Nos repetimos demasiado? Es que de demasiada repetición se trata: repetición de tableteos, los mangos de quienes los enuncian no han —ni acaso— mudado. Entonces, la inmediatez de una convocatoria que nos disloca de la reclusión al reclutamiento, requiere en su auxilio el silogismo de una tortuosa mediación. «La culpa no la tiene el Comandante, sino la Reina de Inglaterra», diría el letrado payador al gaucho alzado —y estaqueado. (Con la misma fragilidad, acotemos, Puerto Rivero pasaría a llamarse Puerto Argentino, evitando, en honor a la plata, el homenaje a un cimarrón, muy simbólico o muy imaginario.)

«Amargo el mate se le ha lavado al vate». Una ilusión de yerba que —no hay que olvidar— desvanecíase, se persigue al final en la ilusión —accidental— de un suelo: «Previamente a la amistad (López & Ward), habrían tenido que ponerse de acuerdo sobre la tenencia de dicho accidente geográfico» (un cabo, un estrecho, una península…). ¿Es ése un problema de los juristas, de los poetas, de los soldados, de los amantes, de los accidentados? «Mano que escribe trazará una raya», decía, sobre su nombre, la acuática Alfonsina Storni (¡esos deslices de vocales!). La escritura, por salvaguardar la Historia, zambúllese en las marcaciones de una Geografía colorinche («Ningún trapo a cuadros podrá reemplazarla»), de una Geopolítica enseñante. Que se diseña sobre un desierto sedentario, del que no se puede desertar.

¿Se puede? Aparentemente no es problema para algunos de los firmantes de este «Entredicho» colectivo. Un «Entredicho» atrás escribía Jinkis (Sitio Nºl): «El intelectual que se ha arrancado de su origen, que lo ha ‘traicionado’, tampoco pertenece a ninguna otra parte». Y luego advierte: «Este desarraigo encontrará el consuelo de algún reconocimiento»… ¿Acaso un faro?

La desolada guerra, ¿nos ha cambiado el Sitio de lugar? ¿Lo ha acercado a unas islas? ¿Anclado en «aguas territoriales»? De tan glaceada en primavera —»sudamericanista, anticolonialista, unión nacional»—, la Musa acaba Coja en un glaciar. No hay que afligirse: para enderezarse, guarda el consuelo de unos «derechos».

Retengamos, por último, el inocente verso alfonsiniano:

«En el fondo del mar

hay una casita de cristal.

A una avenida de madréporas

da.»

Fuente: Paseo esquizo

EL DESEO DE UNAS ISLAS

Un aviso del desaparecido Ejército de Liberación Homosexual de las Malvinas (en el exilio), prolijamente censurado por la prensa, decía textualmente: “Se recomienda a las 8 (ver informe Kinsey) maricas malvineras entregarse indistintamente a cualquier soldado”. Si creemos en las estadísticas de Kinsey y calculamos que los aproximadamente 15.000 soldados sitiados en esas frías soledades precisarán al menos un coito semanal, las desdichadas kelpers deberían haberse pasado a un promedio de 250 soldados por día, suponiendo que el machismo de los ejércitos les impedirá satisfacerse entre ellos y descartando el recurso de las ovejas, por tratarse de perversiones ajenas al tema de este debate.

De ahí que cualquier movimiento homosexual que se preciara debería haber declarado la inmediata solidaridad con las maricas malvineras —quedando, de paso, mejor que los izquierdistas que se solidarizaron con la dictadura argentina—, no tanto porque ellas no se los pudieran bancar solas —ya que los cargamentos de vaselina rusa untuosamente distribuida a través de la soldadesca tornan gozosa cualquier dilatación—, sino porque la guerra habría de acabar algún día, y quién las podrá rescatar de ese vicio de masas.

Pero los muchachitos que se arrastran a través del océano (la expedición de los ingleses fue un verdadero crucero, un “paseo”, se jactaba un comandante) para estrecharse sangrientamente en el barro de las trincheras, no deben ser tan inocentes en cuanto a sus deseos. El mismo Freud señalaba el contenido homosexual de la libido (del amor) que cohesiona las instituciones masculinas como el Ejército y la Iglesia (de la papisa ya hablaremos), en cuyo seno las pasiones perversas llegaban a aflorar (el caso SA del nazismo).

Habría que pensar qué los lleva a recluirse en esa camaradería masculina de los vestuarios y las canchas, ciertamente sospechosa, que se resuelve en la violencia (el fútbol o la guerra): en esos fríos islotes. Puede suponerse también la hipótesis del deseo de muerte —que es, casualmente, lo mismo que se dice de una marica que se empecina en yirar en la periferia— aunque es claro señalar las diferencias: uno moriría por la patria, la otra por el culo. Ya que estamos, los recientes asesinatos de putas en el Brasil nos dejan sugerir la diferencia entre lo que es sentido comúnmente ante el asesinato de la puta y la muerte del guerrero —del héroe. Así, cierto ritual propio de una pequeña burguesía “politizada” distingue ostensiblemente entre el heroísmo del que es prendido por “razones políticas” y la pudorosa reprobación del que es detenido por drogas o por corrupción. Tal vez cuando el Estado se le ocurra reprimir estos “grupos alternativos” no lo haga por el lado de su discurso, sino por el de su práctica.

Ahora entra en escena la Papisa, con sus polleras almidonadas que se enchastran de sangre y barro, cuando ella se inclina a besar las botas de los militares, y ruedan sus enaguas en el polvo. Si uno se pregunta: ¿A qué vino de Cracovia su Inefable Santidad? —especie de sagrada Barbarella de vocación peregrina, versión supersport del Papado que rompe con la imagen de frágiles muñequitas de porcelana de sus antecesores (que, recordemos, hace cien años estaban presas en el Vaticano, hasta que Mussolini (!) las soltó en 1929), debería responder: a restaurar algún orden. ¿Algún anillo roto? ¿El curioso gesto del dictador de turno besando el anillo de la diosa, no es acaso sugestivo? Sea como fuere, ella no dejó de repartir aros de oro entre los villeros, sacándoselos con un gesto grácil, y enterrando, con su silencio, a los desaparecidos.

Pero tal vez hasta más grave que las imágenes macabras de la guerra —adolescentes volviendo con los pies entre los dientes, a la manera lamborghiana— sea esa gigantesca complicidad de la población —de la “nación”— con los gángsters que la convocan a la muerte. Hasta los exiliados argentinos en San Pablo corrían a alistarse como voluntarios: uno vino a decirme que, aunque la guerra fuera un disparate, él la apoyaba para no perder la identidad nacional. Y aquí llegamos, de golpe y porrazo, a la cuestión de la identidad.

El extinto FLH (1) argentino publicó en el penúltimo número de su revista Somos (antes del allanamiento policial final) un editorial titulado: “Los homosexuales no tenemos patria”. Giraba en torno de la idea de que los mandatarios, los discursos del poder, se dirigían, cuando más, a los “hombres y mujeres de la patria”, pero nunca a los “homosexuales de la patria”. Apelación esta última que habría que pensar hasta qué punto es deseable —o qué significa su deseo. Ya que si lo que se desea es un reconocimiento desde el poder, habrá tal vez que formar un bloque homogéneo que sea reconocible como tal y que delimite claramente su frontera. De ahí el enojo de cierto militante gay cuando yo confundí —¿inconscientemente?— la consigna: No PT os gays tem vez (2) (cantada en un acto público) con otra: No PT(3) as bichas tem vez (4). Habría que ver cómo esos deslizamientos semánticos —homosexual, gay, marica, entendido, chongo, taxi-boy, travestí…— son organizados en un discurso que aspira a afirmar su afirmación o, dicho de otro modo, qué afirma esa afirmación. Cierta vez asistí a una reunión de ese grupo, y todos hablaban pestes de los chongos, y cuando yo pregunté, ingenuamente, si los chongos no eran también homosexuales, se desató una tempestad de acusaciones: porque si se toma la diada chongo/marica como imitación de los modelos macho/hembra, se puede delimitar un espacio intermedio (ni marica ni chongo: gay) que equidiste de ambos extremos y se consume en la relación de semejanza gay-gay. Eso es algo que está sucediendo (la pareja gay-gay) y que me parece maravilloso: pero si se pretende elevar ese accidente amoroso al plano de ideal, de modelo a seguir, de “síntesis”, ¿no se estará configurando una suerte de reedición de la teoría del Tercer Sexo que hizo furor en la Alemania prenazi? Con una diferencia: Hirstchfeld y sus compinches consideraban que un homosexual era una mujer en cuerpo de hombre, y se fotografiaban alternativamente vestidos de hombre y de mujer.

En esa misma ciudad donde fui tratado de promarica y prochongo, un día hice un pequeño escándalo al cruzar una calle inundada a los saltos; debió haber sido muy gracioso, porque unas mujeres se pusieron a gritar: i é homem nem mulher. Esa ambigüedad del “ni hombre ni mujer”, o del “hombre y mujer”, es lo que corre el riesgo de anularse en la construcción de la identidad gay.

Ese exiliado que hablaba de la identidad nacional e imprecaba: Viva la Patria, tal vez no esté demasiado distante, en cuanto a actitud, de quien reivindica la identidad gay y proclama: Viva la homosexualidad. Con lo cual se disimula el nomadismo del deseo homosexual —que puede aparecer en cualquier parte— atribuyendo su monopolio a un nuevo personaje: el gay.

(A propósito, hay un reciente volante de Ruth Escobar (5) donde —¿por un lapsus?— dice: “que el negro pueda vivir su negritud, la mujer su femineidad, los homosexuales su deseo” —reservando a estos últimos el monopolio del deseo). Esta cuestión de la identidad no sé bien qué identifica. Cuando pienso en identificación, me vienen a la mente las huellas policiales, las cédulas de identidad, esas cosas paranoicas. Cada uno tendrá sus pequeñas identidades, que le permitan intercambiarse con otras identidades, pero la identidad homosexual no es todavía —aunque estaría en vías de serlo— moneda corriente. Se dirá que esa identidad homosexual está subsumida por las identidades de la represión, pero tal vez esa falsedad inherente de las confusiones del tipo marica/mujer – chongo/hombre, no estará escondiendo una especie de recusa, ya que cualquiera sabe (hasta ella misma) que la marica no es una mujer, y muchas maricas saben cuánto algunos chongos son mujer. Y sabiendo que a veces el proceso de “identificación” lima las aristas más agresivamente femeninas de las “maricas escandalosas”, cabría preguntarse hasta qué punto la asunción de la identidad no puede implicar a veces la domesticación —por vía de la normativización, de la adaptación a un modelo de cierta cotidianeidad transgresiva. Pero prefiero dejar la cuestión como problema, como pregunta.

La cosa se agrava cuando la pretensión de que el amor homosexual es revolucionario con relación al amor heterosexual entra en escena. Y aquí aparece la ligazón con el ya perdido tema de la guerra. Ya que el discurso militar y el discurso militante tienden a tener en común la figura del héroe. “El martirologio de la mariquita aún está por ser escrito”, dice irónicamente Mario Mieli. Santa y marica, marica y mártir: discursos en los cuales tendemos siempre a aparecer como víctimas inocentes, disimulando, en nombre de la imagen social que pretendemos dar para que nos reconozcan, nuestros deseos de transgresión, y aún de fuga, de marginalización. No es que estemos negando la persecución: por el contrario, las políticas de moralización de los Estados —las campañas de moralidad, patrocinadas a veces conjuntamente por la derecha y la izquierda, con la bendición del Papado— parecen ser la principal fuente de problemas “concretos” (cuando el aparato estatal-policial entra en escena), antes que la preocupación por una ilusoria identidad. En el celular van todos juntos: maricas, chongos, gays, entendidos, taxi-boys, malandros, marginales, borrachos, negros, maconieros, putas, travestis y transeúntes en general; a veces me pregunto para qué tanto empecinamiento en agruparlos en identidades separadas cuando el malandro transa con el borracho, la marica fuma con el maconiero, y la puta hace programa con el transeúnte, etcétera.

Entretenimiento de marica, se dirá. Tal vez. Habría también que preguntarse por el tono de solemnidad que impregna algunos discursos liberacionistas, vástagos de la retórica izquierdista, tan diferente de nuestros barrocos y manierismos cotidianos. Tal vez la razón de su suceso haya que relacionarla con el deseo de unas islas, a que aludimos en el título: ya que si el soldado se sacrifica en nombre de la identidad nacional, de la territorialidad de los estados, en medio de unas islas fantasmáticas, hasta qué punto la “identidad homosexual” no tendería a delirar otras islas, otros territorios semejantes, lanzando su grito de guerra: viva la homosexualidad, seguido de un discurso pertinente.

Fuente: Golosina caníbal

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