El poeta está enfermo. Mira por la ventana del cuarto hospitalario y ve como siempre la pareja de palomas torcas besándose.
Como comparten con sus picos las migajas que del piso superior han caído en el alfeizar de las ventanas.
Amor y alimento qué más pedir a la vida. Piensa el poeta.
El no puede dejar su cama, él está atado a ella por infinidad de cables conectados a un estrambótico aparato de luces y pitidos.
El poeta tiene dos compañías en esta instancia. La cúpula abandonada de la vieja y semiderruida iglesia del patio hospitalario, que por suerte piensa el poeta no tiene ya campanario ni frailes ni canto en letanías de monaguillos.
Su otra compañía más palpable y útil a la que el poeta se ha adaptado y hasta encariñado es el irremplazable PAPAGAYO.
El Poeta ahora no está solo.
El poeta está convaleciente y el cuerpo médico ha venido a verlo.
Los hombres de ciencia y guardapolvo blanco quieren escuchar un poema de sus labios.
Todos, inclusive las bonitas y enfermeras, están ansiosos.
Pero el Poeta se retuerce en su cama. Más difícil que escribir un poema es dar rienda suelta a su intestino.
EL POETA NO CAGA.
El poeta no pudo realizar una amistad o no supo seducir a la CHATA hospitalaria.
El Poeta quiere CAGAR y en forma de plagio grita desesperado como Ricardo III “MIS VERSOS POR UNA CAGADA”.
El plantel médico aconseja: “relájese poeta”.
Justo a él que vivió una vida de relajos. Le toca relajarse para cagar.
El poeta pregunta: “señores ustedes no saben”.
Que EL ESFINTER TIENE RAZONES QUE LA RAZÓN NO ENTIENDE.
Mi esfínter se ha cerrado con una trenza de nervios y venas como de seguro se me ha cerrado la puerta del paraíso.
Los ojos llorosos del poeta se llenan de un brillo extraño. El ve acercarse un ángel todo celeste, con capa o alas celestes que flotan y vienen trayendo algo entre sus manos desde el fondo del corredor que lleva a su habitación.
El poeta llora, ríe de alegría, el cuerpo médico hace silencio y se aparta.
Ha llegado SAN ENEMA.
El poeta va a cagar. Habrá poesía.