Carta abierta de Ana María Figueira a Ray Bradbury

Carta abierta de Ana María Figueira a Ray Bradbury

Buenos Aires, mayo de 2015.

Querido Ray:
No sabes con cuánta ansiedad esperaba tu carta. Has sido muy atento al responderme en forma inmediata.
Estos días estuve en vilo, un tanto distraída en mis quehaceres habituales, poco organizada, expectante, esperando de ti esa palabra justa, serena, que siempre me aquieta y vuelve a mi eje vertebrador.
Esta mañana, cuando escuché el llamador golpeando secamente en mi puerta, fui hacia ella como siempre, con esa sensación impasible de quien sabe que algo superfluo llegará, con esos pasos limitados de inconsciente futuro que, por lo general, sólo trae informaciones innecesarias, obligaciones de pago, solicitudes irrelevantes.
Pero hoy, al abrir el visillo y ver al cartero, noté un brillo especial en su mirada, una respetuosa sonrisa que me hizo sentir que era una ocasión diferente. Tú sabes que los carteros conocen de nosotros mucho más de lo que sospechamos.
Al recibir el paquete de correspondencia, reconocí de inmediato tu carta; me produjo bienestar. Ese sobre de papel liviano y suave, tan diferente de los acartonados con bordes troquelados para evitarme la molestia de romper, que tienen ventanas transparentes donde se asoma mi nombre, con caracteres rígidos, esquemas alineados, obedientes, uniformados, obsecuentes.
Tu letra en el sobre, la reconocí de inmediato. La tinta azul, los trazos decididos. No fue necesario leer el remitente, tu presencia se hizo corpórea en ese instante.
No dudé un segundo en romper el sobre, extraer la carta y comenzar la lectura mientras caminaba hacia mi escritorio. Desde aquí es que te escribo, recostada en el sillón que bien conoces, mirando por mi ventana cómo las lánguidas ramas del sauce acarician el suelo, viendo a los perros que transitan por el jardín sin apuro, para echarse en algún rincón de sol.
Es verdad lo que me dices, coincido plenamente. Tu criterio es siempre el acertado, pero sabes que he tenido una idea que no me abandona desde hace un tiempo. Sobre ella se ha montado un personaje y mis mayores vicisitudes comenzaron a partir de allí. En oportunidades anteriores te he hablado de él. Es ese escritor que vive en un templo, en un lugar inaccesible de Japón, entre montañas.
Actualmente, mi personaje está comportándose con cierta indiferencia hacia mí, te diría con un aire de superioridad. Tiene el poder del conocimiento, de todo lo que necesito para escribir su historia, pero no lo devela.
Te diría que hasta disfruta al generarme esta impotencia, al inmiscuirse en mitad de mis pensamientos para nada, abriendo mayores interrogantes y no aportando nada revelador. A veces me ha dado informaciones erróneas para desorientarme.
Es ese escritor que con un pincel, sobre papel de arroz, con trazos negros deslizados, ondulantes, precisos, firmes, escribe una carta. El que deja brotar viejos mandatos ancestrales que se le imponen y deben ser transmitidos.
El que por instantes detiene su trabajo y, con su mirada perdida en alguna ensoñación, queda suspendido en el universo de las ideas. Nada lo perturba, la quietud de su espacio le regala todo el tiempo y una eternidad. Los árboles de su jardín se mecen suavemente con la brisa, las paredes de papel vibran levemente, el sonador de cañas huecas de la galería acompaña su lenta respiración.
El que ve fluir el agua milagrosa que mantiene la vida y percibe el lánguido movimiento de los peces que desplazan nenúfares, que danzan al unísono, con las leves ondulaciones del agua.
Sabes, aún no puedo confiar en él, no puedo encontrarlo totalmente para llegar a nuestra común historia. La historia que deseo escribir es de los dos. Pero él se niega, se oculta.
Tal vez no sea totalmente así. Tal vez él tiene otros tiempos que no son los míos, tan apresurados, tan exigentes, tan inmediatos.
A veces pienso en recurrir a mi ordenador. Allí todo se conoce rápidamente. Puedo entrar en una y mil páginas que me brindarían toda la información al instante. Me bastaría con sentarme, buscar, leer.
Pero cómo encontrar allí la textura del papel de arroz, el oscuro olor a la tinta fresca, el sonido de las cañas de bambú al rozarse, el traslúcido brillo de las aletas ondulantes de un pez, la palpitación del corazón de una mariposa.
Él podría brindarme todo eso y mucho más, con sólo desearlo.
Continúa con sus pies descalzos flexionados, arrodillado sobre una esterilla. En silencio, inclinado levemente sobre el papel, mojando el pincel en su recipiente con tintas, escribiendo algo que desconozco.
Desconozco por qué no se abre en mí. Si es por humildad, por soberbia, por egoísmo. A veces lo percibo con una leve sonrisa, un brillo en sus ojos. Entonces espero paciente alguna señal, pero vuelve a su mundo de ensoñación.
Toma té, camina los senderos zigzagueantes de su jardín, se va tras el perfume de alguna flor. Allí crece mi frustración, mi desasosiego y me hundo en la pesadumbre de una calle húmeda, impersonal, tumultuosa de esta ciudad.
Ray, necesito de ti, de tu ayuda. Sabes de mi pasión por la lectura. Has estado a mi lado cuando, leyendo tus escritos, he llegado a entrever las reglas de tu juego de escritor. Mi necesidad es imperiosa. Él no desea unirse a mí, es esquivo. Hasta temo ser irreverente al ponerle un nombre que no sea de su agrado.
Intento dejarlo vivir por sí, no quiero forzarlo. Quiero que tenga protagonismo, que haga lo que le plazca. Yo simplemente le ofrezco mi humilde palabra.
Este es un instante crucial, una encrucijada, donde vivo una lucha feroz. Yo con mi pluma, contra él. Él, un dragón imponente que sólo desea permanecer echado dormitando al sol.
Recurro a ti, mi maestro, porque sé que podrás ayudarme a conmoverlo, para que se digne a develar ese paisaje de silencio, del que empecinadamente se niega a salir.
Dime algo, es necesario. A veces siento deseos de no pensarlo más, de dejar morir esta idea, pero me horroriza destruirlo.
Es tan puro, tan sutil, tan bello. Solamente odio su persistente negativa a dejarse amar por mí.
Espero tu respuesta.

Afectuosamente, Ana.

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