Boca cerrada. Por Gustavo Chiachio

Boca cerrada. Por Gustavo Chiachio

El volumen de la voz de mi madre, para que me calle, se modificaba todo el
tiempo. De la noche a la mañana; de la mañana al mediodía o de la tarde a la noche.
Su humor cambiaba y sus estrategias también. La mentira y la violencia, caminaban
por su cuerpo; sus palabras sonaban prepotentes, agudas y desafiantes. La autoridad
se presentaba en sus manos veloces, las palabras hirientes y amenazantes. Con todo
lo que me gustaba hablar, no podía, no me dejaba. Recuerdo que en la cocina de
casa colgaba un poster enmarcado con un proverbio árabe: Si lo que vas a decir no
es más bello que el silencio, no lo digas. Mi madre, con su mirada y con su dedo
señalando la frase, nos indicaba el camino del silencio. Cuando estaba cansada, nos
miraba y sólo señalaba el poster. Ese gesto era suficiente para reforzar la idea.
Sentada a la mesa el cartel le quedaba a su espalda; a mi hermano a su izquierda, a
mí a la derecha y a mi padre en frente. La frase marcaba el ritmo y el tono de las
conversaciones. El poder de la palabra de mi madre era superior a la suma de todas
las palabras de nosotros en la mesa, incluida la de mi padre. Por momentos pensaba
que se había quedado mudo, sordo o sólo se hacía el boludo para pasarla bien. Total,
el precio del silencio lo pagábamos mi hermano y yo. Mi padre nada le cuestionaba a
mi madre, todo le parecía bien. Nunca equilibró con su palabra, con su voz, los
silencios que ella impuso. La ausencia de su palabra subrayaba nuestro silencio.
Delegó en ella nuestra crianza. Él se encargó de traer la plata para toda la familia.
Soy dos años más grande que mi hermano, somos compinches y apegados.
Él supo cómo esquivarla, fue más astuto. Mientras ella me decía que, si hablaba o le
contaba algo a mi padre, me cortaba la lengua; él corría para el patio. Supo cómo
hacerlo, aunque la amenaza fuese para los dos. Fui el blanco de sus gritos y miradas.
Mi hermano era un niño hábil para todas las actividades deportivas, flaco y flexible, la
podía evitar. Mi inhabilidad, sobrepeso y pereza, me llevaron a quedarme quieto y
recibir cada palabra, cada amenaza y cada sanción.
Mientras jugábamos con mi hermano en la vereda, escuchamos los gritos de
ella; el otro blanco, mi padre. Interminables gritos y sonidos de platos en el suelo. Nos
refugiábamos en el juego y en la distracción, mientras esperábamos la hora del
colegio. La escuela quedaba a pocas cuadras de casa; íbamos corriendo, habiendo
comido a medias. Era mejor salir del campo de batalla, total con una manzana y una

banana comidas a las apuradas sobreviviríamos el resto del día. En la escuela nos
daban una taza de leche caliente con un pan. El silencio de mi padre comenzaba a
desaparecer; los enfrentamientos en la mesa subían de tono. Con mi hermano no
sabíamos por qué peleaban, sólo estábamos ahí. Un círculo sin salida que ellos no
querían romper, al menos para que nosotros dos podamos salir. Nos hubiese gustado
ser felices con lo que teníamos, pero no podíamos y el círculo se reforzaba más. Ellos
estaban atrapados y nosotros no podíamos saltar para escapar.
Nuestro refugio fue la escuela, y jugar un gran alivio. Con nuestras fantasías y
secretos nadie se podía meter; y nadie las podía silenciar. Con mi hermano creíamos
en cosas extraordinarias y maravillosas; él decía que movía objetos con la mente y
yo que podía hacer callar a los perros. Íbamos al fondo de casa, se tiraba en el piso
y movía las nubes, las acomodaba a su antojo y hasta las quitaba del cielo. Para esta
actividad invertía un buen rato. Toda una tarea de concentración infantil. Juntaba
latitas vacías, las ponía sobre la pared que daba al vecino, las miraba fijo hasta que
las corría de un lugar a otro. Esto último generaba discusiones ya que sólo él veía
esos movimientos. Siempre quería tener razón y, como era más chico, se la daba. El
efecto del viento varias veces lo ayudaba y las latas rodaban por el suelo. Al terminar
el espectáculo se lo notaba mentalmente agotado; pedía estar en silencio unos
minutos para recuperar fuerzas. Se tomaba muy en serio el juego, al punto de
creérselo.
Salíamos a la calle en busca de perros ladradores. Mi tarea era hacerlos callar.
Ponerlos en silencio. Mi hermano sabía de dos perros negros que ladraban mucho en
el barrio. Uno era un pequinés insoportable y el otro era una cruza de razas. Este
último más bien feo; hocico corto, cola larga con pelos desparejos, orejas en punta, y
un color negro gastado que nunca fue gris. Mi hermano nunca supo mi trampa, la que
hacía para que se callen y que mis poderes tengan impacto. Llevaba unos trocitos de
carne en el bolsillo. Cuando nos acercábamos al pequinés, le decía a mi hermano
que se ponga detrás del árbol, por si el perro se volvía loco y lo mordía. Una vez uno
lo corrió y le mordió el pantalón. Desde entonces esquivaba a todos los perros que no
conocía. Con esa ventaja en su historial lo mantenía a distancia de mi secreto. El
pequinés veía cualquier persona y arrancaba con su espectáculo de ladridos. Nos vio
llegar y se desesperó; mostraba los dientes, babeaba y saltaba detrás de la reja negra.
Mi hermano agazapado detrás del árbol me hacía gestos con la mano para que nos

vayamos. Miré fijo al caniche. Me puse a su altura. Se quedó quieto, pero seguía
ladrando; al girar la cabeza, no logré ver a mi hermano. Momento justo para sacar la
carne del bolsillo. El perro frenó sus ladridos. Olió y masticó. Retrocedí agazapado,
mirando siempre al caniche y me alejé. Mi hermano asomaba la cabeza y nos fuimos
hacia el perro mestizo. Me preguntaba cómo lo hacía, le respondí que son secretos y
que nunca los iba a saber. Cada cual tenía sus poderes y si uno los decía se perdían
para siempre.
Con la tarea cumplida volvíamos para casa; con los poderes intactos y los
secretos bien guardados. A metros de llegar nos sorprendió un auto color rojo en la
puerta. Nadie nos visitaba en coche. En realidad, nadie nos visitaba. Tuve miedo; se
lo trasmití a mi hermano al apretarle fuerte la mano y detener el paso. Pensé que nos
estaban robando. Entramos por la única puerta disponible, la de atrás. La del frente
tenía la cerradura rota. Tomados de la mano, con mucho cuidado y sin hacer ruido
entramos. ¿Y si los chorros estaban adentro? Dejamos la puerta abierta de par en par
por si teníamos que salir corriendo. El día gris había oscurecido el ambiente. La única
luz prendida estaba en la pieza. Llegamos casi en puntas de pie para no hacer ruido.
La puerta de la pieza estaba un poco abierta. Iba un paso adelantado, pero, con mi
hermano, no nos soltábamos de la mano. Abrí con mi mano derecha la puerta
mientras mi hermano se escondía detrás de mi cuerpo. Quise evitar que viera y como
pude le tapé los ojos. Aunque me lo haya negado, sé que algo pudo ver. Desde la
cama escuché ¿¡Qué haces acá¡?, cerrá la puerta, pelotudo. Cubrí sus ojos, pero no
sus oídos. Todo lo vi, todo lo escuché. Mis ojos y oídos se abrieron como nunca. Ella
desnuda en la cama con un tipo con el pelo negro; mi padre era rubio. Corrimos para
el fondo de casa. Nos ocultamos atrás del ciruelo en donde había una chapa acostada
en el piso; la levantamos y nos cubrimos. La respiración se me entrecortaba a la
espera de lo que podría pasar; mi hermano lloraba en silencio a mi lado. Esperamos
un tiempo infinito; imposible de calcular. Ella nos buscó y nos encontró. Nos preguntó
por qué llegamos tan temprano. No respondimos. Nos sentó a la mesa y cerró la
puerta con llave. Nos miró y dijo, con tono suave: Ustedes nunca vieron nada; nos
miró y preguntó ¿alguien vio algo? ¿Les comieron la lengua los ratones?, dijo. Me
miró y le dije que no vimos nada. Sonrió y terminó con…si alguno de los dos cuenta
algo a alguien ¡les corto la lengua! Se levantó y abrió la puerta para que nos vayamos.

Salimos. Mi hermano esta vez no pudo correr. Con el silencio garantizado y el
proverbio colgado en la pared, seguíamos viviendo atrapados en la oscuridad.
Volví a pasar por la casa, después de varios años, y me cuesta creer lo que
veo. Está abandonada; no descuidada, si no abandonada. La puerta de entrada
tapiada con ladrillos que cambiaron del rojo intenso a terracota; con el verdoso musgo
y algunos pedazos de barro pegados. Pintadas de grafitis, donde una leyenda es la
respuesta a otra. Hay amenazas en color rojo. Las dos persianas de madera están
torcidas. Las rejas forzadas, como si alguien hubiese querido entrar. Los árboles
tomando la pared lateral. Sobre el techo un árbol crece sin permiso y rompe el alero
de la ventana. La naturaleza ocupa su lugar, con prepotencia. Con la autoridad propia,
de quien la tiene. El cartel de venta sigue colgado en la ventana, sostenido por
alambres. La cantidad de óxido no deja ver por completo el teléfono de la inmobiliaria.
Los recuerdos están como huellas en la casa. Son marcas en mi memoria y en las
paredes. Como si la casa susurrara sus recuerdos para que nadie la compre. Como
si le hablara al oído a los compradores y les advirtiera lo ocurrido. Como si eligiera
seguir sola con sus recuerdos, sus olores, sus grietas y sus temores. Cada día vale
menos la propiedad; a esta altura sólo cotiza el terreno, el resto es para derrumbar.
El barrio se cayó, no tanto como la casa, pero se cayó. El resto de las casas del barrio
tampoco deslumbran por su belleza. La autopista, que pasa por arriba, y las vías
abandonadas del tren, devaluaron todo y no hay manera de potenciar el lugar. Como
puedo entro en el fondo de la casa. Voy al fondo que es el único lugar que me interesa
ver de cerca. Me encuentro con el ciruelo que lleva más de cincuenta años de pie y
el resto de la chapa que nos cobijó aquel día. Del otro lado del muro unos perros
ladran sin parar; para mí desagracia no tengo un pedacito de carne en el bolsillo así
se callan. Las nubes se mueven solas como siempre sin la necesidad de mi hermano
mentalista. Cierro los ojos y lo veo; cuando no los cierro igual lo veo. Siempre está
presente. Ahí está, el ágil, el que corría para que no lo rete, el que la esquivaba, ahí
está con su lengua colgada; a él no se la pudo cortar.

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