Aquí le tocó lavar. Por Ana María Castellanos

Aquí le tocó lavar. Por Ana María Castellanos

Mulier. Ana María Castellanos

Querétaro, México

Avanzó la mañana, el chorro de agua se escuchó golpear. Las piletas de los resquebrajados lavaderos públicos, donde no hay fronteras. Se apagaron los faroles y las mujeres llegaron una tras otra, dejando caer en el hundido piso, tambaches con ropa sucia, para resfregar la mugre con el jabón que expulsa, que tritura la tristeza.

Hay lavaderos cuarteados en los que María lava día con día su adolescencia, al fregar con manos lastimadas y dedos hinchados de uñas cortas, sus trapos sucios y la ropa ajena, por la que cobra ochenta pesos la docena. Ella talla, talla, salpicando sus gastados zapatos y su delantal; el agua llega hasta su barriga y moja el calzón. Es bajita, usa un cuarteado tabique al que sube para alcanzar el lavadero y la pileta de la que, con una jícara, toma agua para enjuagar el jabón de la ropa y a su chamaco, al que también baña en ese lugar.

El hijo de María tiene cuatro años y para no aburrirse, el chiquillo brinca de un lado a otro en los renegridos charcos y con sus incontrolables manitas juega con la mugrienta espuma.

Dice María ,cuando está en chisme de lavadero:

—Mi esposo me dio permiso de venir a lavar aquí, porque en mi casa no hay lavadero y nunca hay agua, tenemos que pagarle a una pipa para que nos lleve agua, y pues ya saben, no hay dinero para eso, además, aquí lavo mis penas. Me gusta venir porque platico con mis amigas y me río, río mucho.

A María, durante más de cuatro horas al día, le escurre la espuma del jabón entre sus dedos, cuando finaliza de lavar, recoge su tambache con ropa mojada, lo pone sobre su cabeza por la que escurre el exceso de agua. Se cuelga del hombro derecho una pesada bolsa que contiene un bote de blanqueador, jabón, el tabique y la jícara. Toma con mano izquierda a su chamaco y se va, sin quitarse el empapado delantal y los zapatos mojados. Camina por las calles que al día siguiente la traerán de regreso al ritual, donde se abrirá una puerta, cruzará el umbral a la purificación que anestesia, olvidará la miseria y el alcoholismo de su violento marido.

No cabe duda, en la casa de María no hay lavadero, pero sí mucha tristeza.

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