Una mancha que se expande. Por Karina Sacerdote

Una mancha que se expande. Por Karina Sacerdote

De escribir se trata

La mujer espera. La cama estrena sábanas púrpuras.

Y el tiempo siempre se dilata. Se empecina en estirarse como pantalón de gimnasia del colegio: ése que mamá había comprado grande para que durase toda la primaria. Un tiempo remendado y tenso, que de azul oscuro se fue volviendo lila. Tiempo que disfraza las marcas de los distintos dobladillos, de los parches superpuestos.

Ella se perfuma con aceites. En la penumbra, porque sólo encendió una lámpara, su cuerpo ungido proyecta reflejos ondulantes. Se restriega la piel, intenta borrar toda mácula. Esa mancha que crece y crece.

Piensa que después de esa noche la mancha cesará de propagarse. Que ya no necesitará perdonar.

Se queda sentada en uno de los silloncitos, a metros de la cama. Los ojos cerrados. El corazón llenando con sones de tambor herido todo el silencio del departamento. Su hogar silencioso de un solo ambiente, en donde los aromas de la lujuria siempre se mezclan con los de la cocina, con el olor agudo del desinfectante del baño. Se mezclarán hoy con el perfume de los aceites que ahora la bañan, con el olor a sangre, a sexo, a boca, a piel, a labios: una masa de olores, ansias, silencios.

Silencios.

Porque después de los jadeos y resonancias del deseo, el departamento siempre vuelve a enmudecer y ya no hay voces. Regresa el mutismo de la soledad sin las palabras de amor que nunca oye, que nunca oyó de los labios de los dos.

Piensa en todo aquello que no puede perdonar. En todo eso que sufre. Eso que la condena a la espera, al pecado. Maldecida. Plato principal para la secreta gula de los otros.

Piensa en el secreto y recuerda el olor a queso rancio que despedían los zapatos acharolados del viejo. Piensa y recuerda aquella tarde en que tuvo que quedarse debajo de la cama, sin chistar, porque mamá no debía saber que estaba ahí. Debajo de la cama estrecha, con los zapatos de papá en la nariz, en los ojos. Esos ojos de los que le brotaban lágrimas. No sabía si lágrimas de queso rancio o de dolor o de furia. Porque mamá gime, y la cama se mueve. Y eso le da miedo a ella. Miedo de que todo se derrumbe y que su cara quede aplastada contra los zapatos apestosos y que ése sea el último suspiro, la última bocanada de un aire que la ahoga.

Ahora se levanta, no puede respirar. Entreabre la ventana y vuelve a sentarse.

Tampoco puede perdonar a esa otra que lo tiene. No puede exonerarla, porque esa otra lleva puesta la cara de mamá escondiéndose bajo tierra.

Bien podría evaporarse esa hija de puta que tiene a mi hombre agarrado de los huevos y le deja pasar sus vicios como si papá fuera un santo y no un reventado.

Oye las llaves. Permanece sentada hasta sentir el tacto frío de su hombre.

Inclina la cabeza, y él le besa la nuca. Ella se incorpora, él la alza para encontrarse con sus labios. Se besan pausadamente, húmedas las bocas, la piel erizada.

—Llegaste temprano —dice ella, y vuelve a besarlo.

—Me voy de viaje unos días —él le acaricia la mejilla—. Quería aprovechar antes de ir al aeropuerto.

—Claro… aprovechar.

Presiona sus labios contra los de él. Presiona hasta que duele.

—¡Epa! ¿Qué te pasa?

—Te voy a extrañar… —dice ella, sabiendo que ese adiós es definitivo, inamovible—. Te amo.

—¿De verdad soy el único?

—Sí —miente. Miente porque no puede dejar de amar a papá. Un amor sucio que la usurpa, que se va apoderando de toda ella. Como una mancha que se expande—. Te voy a extrañar —repite.

—Y yo voy a extrañar este culito —dice él, y le abarca los muslos y los aprieta—. Y voy a extrañar este cuerpazo.

Cuerpazo, repite ella en su mente y besa, besa al hombre que frente a sus ojos la recibe y abraza su cuerpito delgado, chiquitito. Cuerpito diminuto para papá, cuerpito que se rompe cada vez que lo tocás con tus manos sucias y enormes. Sólo este culito que chupás en trance, y ponés la cara de idiota con los ojos entreabiertos porque no te veo, viejo de mierda, papito, pero sé que tenés esa cara repugnante. Lo besa y besa y lame la comisura de sus labios suaves, caramelo de miel y menta fresca.

Se aparta y camina hasta la cama, pasos leves. La luz de la lámpara en su costado izquierdo. La luz y el brillo en su piel forman una sinuosidad fulgurante.

—Parece como que sabías que me tenía que ir —dice él observándola—. Como si hubieses armado esta noche para que me torture todo el viaje pensando en vos.

Ella se encoje de hombros y se sienta sobre las sábanas.

—Puede ser… —dice levantando una ceja.

El sonríe.

Ella se recuesta.

Se asoma por el borde de la cama, ve los pies de su hombre: se alejan y se pierden tras la puerta del baño. Un brillo la retiene en esa posición: acostada boca abajo, de cabeza y con el pelo sobre la alfombra. La hoja del cuchillo sobresale. Desde abajo, se queja de su destino. La hoja y la luz de la lámpara parecen confabuladas para delatarla: el cuchillo no quiere ocultarse. Tampoco quiere ser descubierto. Como ella, que ya no quiere que papá la descubra. Papá, que arranca las sábanas y toca, toca todo. Toca y hace doler.

Ella oculta mejor el cuchillo, con los dedos en punta lo interna más en la oscuridad. Como ella, la hoja vive presa de su destino. Como ella y su cuerpito diminuto en los brazos del viejo. El cuchillo hará lo que se le ordene, volverá a sus manos cuando ella se lo pida.

Los pasos de él que se acerca, la mano de hielo recorriéndole la erizada piel del muslo, el arco de la espalda… y vuelta al muslo, a pasear entre las piernas, a hendirse en el húmedo calor.

El corazón se le sale, y la mano suave de él es ahora huesuda, agria. Una mano ácida que la hace arder. Y la boca de él ya no es la boca de un hombre que ama: labios agrietados son, labios de frío y tinta de vino tatuado. Labios de algo que es viejo y no es hombre.

Los labios de papá.

Sabe que papi nunca va a dejarla. Sabe que vendrá cada noche para emputecer a esa miniatura de hembra que ya no llora, que siente asco de sentir asco. Nena, hembrita que sueña con no amar tanto al cerdo que en secreto la deja inventarse mujer. Y ser mujer le hace daño, le da hambre.

La voz de él ya no es tierna, ya no dice su nombre. Putita, dice. Putita de mierda, comeme la verga, chupala, puta. Y en este momento la voz, que ya no es tierna, raspa como siempre con esa otra voz cuajada de putrefacción.

Las manos gigantes la giran, giran el cuerpito chiquito de hembrita minúscula que, frágil, vuelve a romperse. La giran, y los ojos del monstruo se meten en los otros ojos del hombre que ahora la acompaña, que la besa con dulzura, que la acaricia.

Lo besa. Lo abraza. Lo aparta y lo conduce para que quede tendido bajo su cuerpo. Lo abarca con sus piernas. Con la lengua le acaricia la piel. Saborea sal, saborea amargura. Amargor de piel muerta en la saliva que traga. Lo cabalga, fricciona con su pubis, fricciona y siente. Roza. Quema.

Él tiene los ojos entreabiertos, jadea.

Y ella sabe que esos ojos no son los ojos de su padre, pero también sabe que no puede ver otros ojos que no sean los ojos de su padre. Esos ojos que la miran y la invaden, que se babean. Esos ojos que dan tanto miedo, tanto amor sucio, ojos que persiguen. Y, como lo sabe, como toda esa noche fue preparada para llegar a este momento, busca con su mano el puñal oculto. Se tuerce más, tantea la alfombra, encuentra.

Sus dedos aferran el cabo del cuchillo y se alzan.  En el mismo instante en que el filo atraviesa la piel blanda, los ojos del hombre tendido en la cama se opacan, se deshojan, se pierden. Desaparecen.

Al fin desaparecen los ojos de papá.