Lo primero que quiero expresar es agradecimiento por haber sido invitado a dar la conferencia inaugural de este Filba nacional, un espacio por el que han pasado otras escritoras y escritores estimulantes para la literatura argentina, y también decirles que el reconocimiento que implica esta invitación me tomó por sorpresa y me dejó algo perplejo. Fue una sensación de sorpresa y de perplejidad, creo, porque que a lo largo de mi vida he hecho muy poco de eso que podría llamarse el ”trabajo de escritor”: trabajo en el sentido de alguien que va a congresos y festivales, se reúne con editoras y agentes, escribe o dice que escribe varias páginas por día, hace sus deberes, se ocupa en dar conferencias, charlas, y se especializa en el oficio de charlista, por no decir otra palabra más vulgar, o sea, alguien que aparece como trabajador del discurso dentro de ese campo llamado “la literatura”, un terreno en el que se mueven personas denominadas “escritores/escritoras”.
De hecho, hubo años, lustros, décadas de mi vida en las que me he dedicado a muchas otras cosas menos a escribir, y cuando empecé a engendrar mis primeros poemas adolescentes no se me ocurría que eso era o podía ser un trabajo. Quizá por una limitación propia de mi extracción de clase -de familia obrera-, a la palabra “trabajo” siempre la asocié a una actividad bien o mal remunerada que uno hace para ganarse la vida. Cuando trabajé como periodista en diarios y revistas, tuve claro de qué se trataba esa actividad, así como hoy tengo claro que no toda escritura es literatura. Y cuando escribí artículos sobre diversas expresiones contraculturales, supe que la motivación iba más allá de ganar el pan con el sudor de mi frente, porque mediante esos textos intentaba con cierta inocencia aportar algún granito de arena para cambiar, mejorar, transformar el mundo en el que vivía. Tampoco eso era precisamente literatura, a menos que coincidamos con Mario Levrero cuando escribió que quizá el destino de toda cosa en el universo, tal vez incluso el universo mismo, sea convertirse en literatura.
En cuanto a las tres mayores acepciones que tiene el término literatura, que según César Aira son: a) el conjunto de obras escritas en los distintos países; b) la institución que reúne a la actividad literaria, con sus críticas, congresos, programas educativos, autores, editoriales, etc.; y c) la literatura como un arte que practican individuos llamados “escritores”, me quedaría con esta última acepción como referencia, pese a que con ella se plantean otros problemas; por ejemplo, quiénes son esos individuos que practican este arte. No voy a intentar aquí discernir qué es y qué no es hoy literatura, ni qué relación ella puede establecer con lo que es designado como “trabajo”: sobre estas cuestiones tengo más preguntas que respuestas. Sí les aseguro que la preparación de esta conferencia me ha dado mucho trabajo y no sé en qué medida será un aporte significativo al tema que se me propuso al momento de la invitación a inaugurar el festival. El tema era pensar la relación entre literatura y amistad. Y pensarla desde mi experiencia particular. Pues bien: la propuesta me movilizó y me incitó a evocar mi relación personal con otros escritores y escritoras, y mi propia relación con esa entidad o autoidentidad discutible llamada “escritor/a”.
De la amistad, no sé qué decir; quizá podría decir algo sobre la camaradería. Acerca de la amistad se ha dicho y reflexionado en abundancia desde Aristóteles, Epicuro y otros hasta Derrida y Agamben, si bien las traducciones han ido traccionando y traicionando esos pensamientos hasta nuestros días al punto en que es legítimo sospechar que esos filósofos hablaban de otra cosa al decir amistad. Sin saber griego, tengo entendido que los antiguos compartían en cierto modo la misma expresión para amor y amistad. Y que por “amigos” (philoi) a veces querían decir “amantes”. También es sabido que el amor en la antigua Grecia era ante todo amor por los muchachos, los chongos, los chicos más lindos. Para complejizar aún más el asunto, hay especialistas que han estado en desacuerdo frente a la traducción de formulaciones esenciales, por ejemplo, si Aristóteles habría dicho antes de morir “aquél que tiene muchos amigos no tiene ningún amigo” (algo bastante lógico y que hoy vemos claramente ante la cantidad abrumadora de contactos que en las redes sociales se llaman “amigos”, desconocidos que solo enviaron “solicitudes de amistad”) o si Aristóteles en realidad dijo “Oh amigos, no hay amigo” (en singular). Lo cual es más paradójico. En esta última fórmula no habría ningún amigo: en ella se sugiere que hay personas a las que llamamos amigas, amigos, amigues cuando en realidad ahí afuera solo hay fantasmas, ilusiones. Las relaciones son precarias, cambian, se alteran, se desplazan, se acercan o se alejan por infinidad de malentendidos o nuevas situaciones. Nietzsche interpretó esa frase de Aristóteles como: “Sí, hay amigos, pero es el error, la ilusión lo que los lleva a ti, y les fue preciso aprender a callarse para quedar amigos, pues casi siempre tales relaciones se basan en que jamás se dirán ciertas cosas”. Y esto es, me parece, todavía más verdadero entre dos personas que se llamen a sí mismas escritoras o escritores.
Entre las condiciones de la amistad aristotélica se encontraba la semejanza, además de la confianza y la reciprocidad; sin embargo, entre dos personas que se auto perciben escritoras no se dan fácilmente esas condiciones. Y por eso tal vez no pueden ser realmente amigas. Si examino mi relación con Néstor Perlongher, con quien -como alguna gente sabe- he tenido una cercanía privilegiada por haberlo conocido antes de que fuese reconocido como poeta y ensayista, me pregunto: ¿éramos acaso semejantes, confiábamos enteramente uno en el otro? Para nada. No éramos semejantes. Se desarrolló una confianza que desde luego nunca fue completa ni absoluta, aunque compartimos una sensibilidad y una definitiva camaradería en nuestras investigaciones e intervenciones de principios de los años 70. En ese momento yo trabajaba como artesano y periodista free lance y no se me ocurría convertirme en algo que pueda definirse como “ser escritor” ni participar en ninguna carrera o actividad dentro del campo de la literatura. Néstor -la Rosa (por Luxemburgo)- Perlongher fue mi maestra y fuente de inspiración y lecturas en aquella etapa clave de mi vida, a los 21-22 años. Lo conocí cuando él militaba en el Frente de Liberación Homosexual, que había cofundado junto a otros activistas, y luego dentro del grupo de estudios que fundamos juntos, Política Sexual, un grupo que proponía alianzas con feministas y otras disidencias sexuales y que duró algunos años hasta que se disolvió por diversas razones, entre las que se cuentan el paso del tiempo y por supuesto la desbandada y el éxodo ante la creciente represión en el país.
En 1973 escribimos a dúo un documento llamado “La moral sexual en la Argentina”, en el cual también aportaron ideas Sarita Torres y Eduardo Todesca, entre otras, y que salió firmado como grupo Política Sexual, sin firmas individuales. Hoy me pregunto: ese documento ¿era literatura? No era una pregunta a hacerse en aquellos tiempos. Perlongher fue quien sugirió casi todas nuestras lecturas y por su formación y personalidad puede decirse que fue la figura dominante, no solo dentro del grupo, sino dentro de la misma relación que tuvimos entre nos. Aquí es posiblemente el lugar de recordar la afirmación de Jacques Derrida de que toda relación de amistad es una relación política y una relación de poder. Lo cual no es malo en sí mismo si hay consentimiento, si ese poder es aceptado, intercambiado o alternado sin demasiado conflicto, y si no suprime por completo las capacidades y poderes de la parte no dominante en el juego de la amistad. Pero es inevitable que, si hay poder, surjan resistencias y que a lo largo de los años se den caricias, fricciones, lastimaduras, tropezones, encontronazos, quizá golpes, desacuerdos y distancias.
A principios de la década de 1970 Perlongher tenía ya escritos algunos poemas, pero a la mayoría los leí años más tarde, cuando yo vivía en una comunidad de los bosques canadienses y recibía sus cartas, con una interesante asimetría: esas cartas suyas ocupaban a veces dos o tres páginas, en contraste con las mías, que eran breves esquelas, postales, y por otra parte nunca me animé, por vergüenza, a mostrarle mis poemas, que eran más bien para leer o recitar en público, poniendo el cuerpo en escena, como hacían poetas de la generación beat que tuve la suerte de ver en persona: Ginsberg, Ferlinghetti, Gregory Corso, Diane Di Prima y otras. Pero también sabía que la Perlongher podía leer en público y hacerlo muy bien y, además, sus versos se sostenían perfectamente en el papel impreso. Sólo que eran demasiado barrocos para mí. Se lo hice saber en alguna misiva; no le gustó. Me respondió: “La belleza de tu carta no logra -ni quizá pretende- disimular la agudeza de tus juicios, la disparidad de nuestras perspectivas. Separados por lustros y continentes -lustros incontenibles y continentes lustrosos- disparamos en pos de cornucopias que solo en lo aparente se contradicen. Tu búsqueda, la mía. Los milagros del idioma, de la manutención de este estirado balbuceo”. Perlongher me había mandado por correo su primer libro, Austria/Hungría, hasta aquella comunidad boscosa del Canadá, con una dedicatoria que incluía a mi pareja y que decía “a mis remotos amigos polares, este circo subtropical”. En ese libro de 1980 había joyas como “Por qué seremos tan hermosas”, ese poema que dice “Por qué seremos tan perversas, tan mezquinas/tan derramadas, tan abiertas/ y abriremos la puerta de calle al/ monstruo que mora en las esquinas”. Y otros versos conmovedores, pero a veces el barroquismo de la Perlongher me anonadaba. Después de leer “La murga, los polacos” ese poema que empieza con “Es una murga, marcha en la noche de Varsovia, hace milagros/ con las máscaras, confunde/ a un público polaco/ los estudiantes de Cracovia miran desconcertados/nunca han visto/ nada igual en sus libros”, le habré hecho algún comentario crítico, tal vez una observación de muchacho ingenuo y con poco tacto, porque Perlongher respondió: “Me ha costado -reconozco- digerir los certeros hachazos (¿de leñador?) de tu crítica. La irrealidad, la impronunciabilidad: refugiado en el vano castillo de las palabras, ¿dónde está el hombre (Puig) que no lo veo? Yo tampoco sé dónde queda Cracovia, ni me importa: es nada más por el crujir de esas consonantes que la invoco”.
Bueno, debo admitir que ese libro y esas cartas me dejaron una tremenda enseñanza. Un título que pensé originalmente para esta exposición era “Carta abierta a una amistad imposible». Cambié imposible por improbable, no sólo porque no quería cerrar el sentido y sí dejar la puerta abierta al sonido; lo cambié porque hoy sé que, en literatura, invocar el crujir de esas consonantes es lo que más importa. Pasa lo mismo que con términos como amistad, amor, amante: más allá de sus significados, es por correspondencia, por consonancia, que aquí y allá los invocamos.
Lo indecible, lo impronunciable, la intensidad que no podía pasar a otros códigos sin perder potencia, estaba en esas cartas que podían ser vigiladas y controladas por los agentes que la dictadura militar tenía en el correo argentino, con certeza, dado que muchas llegaban con los sobres medio rotos y vueltos a pegar, como si hubieran sido abiertas y leídas. Cartas abiertas. Cuando Perlongher decidió exiliarse en Brasil me escribió: “Insostenible, parto, harto. La fascinación de los botones -oh, elegías del entrelineado- me ha deparado, nuevamente, sombrías estadas. Cuyo relato ahorro”. Ahí están los botones, los policías, las “sombrías estadas” de Néstor Perlongher en comisarías, esas caídas a causa de su orientación sexual y su deseo vagabundo en la calle. Su barroquismo de trinchera estaba en ese entrelineado de lo que se podía y lo que no se podía decir en una carta en plena dictadura para no ser detectado, fichado, detenido, pero también era una lengua política en la acepción más amplia del término, una línea de fuga apremiada por sacarle el cuerpo a la posibilidad de captura en manos de un enemigo que no se hallaba solo en el Estado sino en la misma lengua, en la sujeción a un límite, en el dominio de un imperio moral, en el oprobio de ese monoteísmo del sentido único que una y otra vez se impone como lenguaje políticamente correcto de la vida en sociedad.
Pocos años después de la muerte de Perlongher, que ocurrió en 1992 a causa del sida, junto a otro compañero o camarada del camino, Christian Ferrer, nos pusimos a compilar sus ensayos en un libro que titulamos Prosa plebeya. El prólogo del libro fue escrito a cuatro manos: Ferrer escribía un párrafo, me lo enviaba, yo escribía el siguiente continuando sus ideas y desarrollando las mías después de agregar algún conector, y se lo reenviaba en un ida y vuelta completamente fluido, igualitario y anti jerárquico. Nadie observó ni corrigió los párrafos o frases del otro, desarrollando el texto en común con una autonomía, horizontalidad y complicidad notables, al punto en que sería difícil decir quién escribió qué dentro de ese prólogo ¡Y eso que teníamos estilos muy diferentes!
Ese prólogo a la obra ensayística de la Perlongher, ¿era también literatura? Tampoco pensaba en eso en aquellos tiempos. Había publicado ya mi primera novela, pero no se me ocurría haber hecho una contribución a la literatura argentina ni pensarme a mí mismo como escritor. Supongo que había escrito por necesidad de expresarme, por el placer de contar un relato, por homenajear a personas que habían atravesado experiencias que creía eran de interés, por la expectativa de despertar algún aplauso, algún reconocimiento, alguna mirada seductora y seducida entre quienes me leerían, me parece.
También en esa década del 90 tuve otra experiencia de escritura en colaboración en un grupo de cuatro integrantes que éramos -o nos considerábamos- amigos: el mismo Christian Ferrer, Guido Indij y Carlos Gioiosa, apodado Cutral, un memorioso lector autodidacta de Puerto Madryn que falleció pocos años después. Cutral fue quien aportó la mayoría de las ideas para los manifiestos de la llamada Fundación de Alergia al Trabajo, entre ellas un relato satírico sobre la declaración del 2 de mayo como Día Internacional del Ocio. Todo eso ¿era literatura? No lo sé, pero los manifiestos se produjeron mediante una escritura a ocho manos, aunque a veces Cutral dictaba y yo solo tipeaba en el teclado y así fueron saliendo los textos firmados por el grupo entero, sin nombres individuales.
Ahora bien: ¿quién afloja, quién no, quién tiene el poder y cuándo y cuántas veces lo tiene en una relación entre personas que comparten y hacen circular entre sí sus escritos? Esa relación rara vez es desinteresada y nunca podrá ser simétrica. Siempre habrá influencias, préstamos, robos, apropiaciones conscientes o inconscientes, cálculo y conveniencia. Incluso cuando escribimos a solas y le ponemos nuestra firma a una obra estamos escribiendo en colaboración, una colaboración que pasa inadvertida, que se oculta. ¿Cuántos textos se han producido leyendo o conversando con otros textos y personas, incluso inmediatamente después de un encuentro oral? Nunca hay un yo que escribe, hay muchos yoes, no solo porque “yo” es muchos y porque “yo” es un agenciamiento de voces precedentes y sucesivas que se encontraron en un punto, en una coma, en un párrafo. Uno es hablado por la lengua, que no es individual. Aparece una sola firma al final, pero esa apropiación es tal vez solo efecto del paradigma de la propiedad privada, de la obligación y del hábito de singularizar en una sola persona jurídica la responsabilidad de lo escrito.
Y a veces la apropiación de la obra por parte de un individuo singular puede ocasionar tensiones o equívocos, en particular si se mencionan nombres, o si los disfraces no son lo bastante eficaces dentro de algo que es considerado ficción, por el interrogante de cómo será leído el otro (amigo, amiga) en esa escritura, una escritura que es pública, no privada, dado que cada cual puede pensar y decir lo que quiera de sus amistades pero en secreto, sin que se enteren; ahora, cuando eso se publica, los trapitos salen al sol y ahí con toda probabilidad se va a producir algún daño.
¿Uno quiere realmente saber lo que piensan las personas que llama amigas de sí mismo? No lo creo. Mucho menos entre escritoras y escritores, un mundo lleno de vanidades, de rivalidad, de envidia, de ególatras que compiten, manipulan, ocultan, mienten y revelan solo lo que le conviene. Reconozco mi ambivalencia ante ese mundo: a largo de mi vida oscilé entre evitarlo o acercarme por un rato para después huir, en parte por miedo, en parte para preservar mi salud mental.
Por algunas de estas expresiones pensarán que estoy atacando injustamente a este mundo o ambiente llamado literario, pero debo decir que, si bien me llevó un tiempo darme cuenta, hoy sé que este mundo no es muy diferente al resto del planeta que vive bajo el capitalismo, bajo la ley del más fuerte, la codicia, la ventaja y la ilusión de la fama, el prestigio y el poder del dinero. La figura mítica del Autor, con mayúsculas, reina sin obstáculos en estos mundos. Poco sé de cómo se relaciona con esa realidad el arte llamado literatura, pero pienso que, como mínimo, este arte se despliega como una carta abierta a la multiplicidad de voces que nos precedieron y que nos seguirán y completarán lo escrito con el arte de la lectura.
Pienso también que cuando alguien se sienta sola, solo a escribir, lo sepa o no lo sepa, estará dialogando con esas otras que la van a leer, más tarde o más temprano. Y esto es evidente en la interacción con quienes editen los textos a publicar. No puedo sino estar agradecido con todas las editoras y editores que supieron mejorar mis textos antes de su publicación. Aquí mencionaré solo a dos por razones de tiempo y espacio y porque son quienes tuvieron más intervención en lo que he publicado: Francisco Garamona, el editor de Mansalva cuando escribí mi libro Sobre Sánchez; y María Moreno, mi editora en tiempos de escribir y publicar mis libros En pampa y la vía y Correrías de un infiel. María observó los borradores de esta última novela y me orientó para el cruce de fronteras entre géneros, además de cumplir otras funciones que toda buena editora o editor tiene que saber manejar para imponerse sobre las neurosis y el apego autoral a la hipnosis de las propias palabras.
A veces estas funciones les salen mejor a personas que no consideramos amigas, justamente porque las relaciones con estas últimas suelen basarse en que jamás se dirán cosas que incomodan. Por eso mismo nunca terminamos de conocerlas. El mito o la ilusión de una amistad hipostasiada, es decir, sedimentada, con sustancia propia y definitiva, nos oculta el rostro profundo de la amiga o amigo que en realidad es nuestro propio rostro reflejado en un espejo deformado y rústico, como decía Nietzsche en ese libro terrible y lúcido que es Así habló Zaratustra, donde formuló un aforismo que hoy comparto plenamente: “existe la camaradería; ojalá existiera la amistad”.
Por suerte en estos últimos años pude desarrollar vínculos de afecto con escritores que sí han sabido decirme a cuánto de lo que había escrito le sobraba o le faltaba algo, como Ricardo Strafacce y Ariel Idez. Más allá de si hubo reciprocidad en los momentos en los que compartimos borradores, de si ellos me ayudaron a mí más que yo a ellos, que creo que es lo que sucedió hasta ahora, pienso que ese ida y vuelta es imprescindible para la vida en común, esta vida en la que existimos para soportarnos, en el sentido de darnos soporte y ayuda en la que medida en que podamos mientras estamos aquí, sin olvidar que somos mortales, en una época terrible y convulsionada por guerras, plagas, catástrofes del clima, autoritarismo y demencia general. En el medio de todo eso las relaciones van y vienen, transitorias como todas las cosas, y con frecuencia solo basta el cambio de un elemento o circunstancia para que esas relaciones se modifiquen, tomen otro rumbo y queden en el recuerdo. Lo que no quita que el trecho que nos haya tocado recorrer juntas pueda ser alumbrado en la memoria por el brillo de una intensidad y una lealtad que la transitoriedad difícilmente podrá opacar. Sólo por eso estoy agradecido de haber conocido a todas estas personas que a falta de un mejor término he llamado amigas, aun sabiendo que es imposible conocer ni probar cuánta amistad hubo en cada caso y en cada momento, tan imposible como cuantificar el amor que se siente fluctuar, plegarse y licuarse en la memoria.
En fin, he pasado por varios lugares y he tratado con gentes diversas y tengo en mi experiencia que los vínculos humanos funcionan como tales sólo durante algunas etapas en la vida, de un modo que tal vez pueda llamar epicúreo, o sea, sin idealización, sin demasiado apego, en especial si se trata de personas autónomas que van por su propio camino y un día se cruzan, se encuentran, se reconocen, comparten un proyecto, una obra, una parte del sendero y luego cuando eso se termina, aceptan el hecho de que cada cual seguirá su camino, su ruta, su destino. Solo podemos desear que ese destino sea de coincidencia de ideas y de sueños durante un tiempo y un espacio determinados. Tal vez con eso alcanza. Nada sé de la amistad, pero a eso lo llamo camaradería. Muchas gracias.
Desde Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina
Fuente: Paseo esquizo