Camina hacia la estación de tren del pueblo. Se mira en el reflejo del espejo de la peluquería: está vestida como su amante quiere. Se sienta en el banco y espera el tren. Siente que la miran y se queda quieta. Solo escucha:
“El hombre con el que se luce es barro que se deshace frente a la luz. Antes de su mano tomó otra y antes, seguro, muchas más. Lo importante es que la tomó y este pueblo la vio; recorría la plaza de los amantes, la catedral, se rio de los hijos idiotas del almacenero. También la amó y con su energía la llevo a la cama. Más todavía: logró poseer su alma. Peor aún: fagocitó su voluntad y su cuerpo se resumió a un souvenir.
En la pieza, donde usted ahora duerme, ella vio cómo se consumía el calendario: días, semanas, meses. Una mañana el sol le pegó en la cara y la despertó antes que a él. Agarró el cuchillo y se abalanzó sobre su cuerpo; pero era fuerte, su rabia logró someterla y el cuchillo se hundió varias veces, luego el rostro de él se hizo vidrioso en su mirada. Después la eternidad, el silencio y el cemento volcándose sobre su cara.
Los días pasaron y lo vi agarrar otras manos y llevarlas a la cama que se levantaba sobre el cadáver. Después el crujir de la madera, él sometiendo su voluntad, el cuchillo saciándose con esa carne ingenua.
Así muchas veces; pero ahora, desde aquel hormigón de cemento, arrastro mi cuerpo y traigo mi voz, para decirle que suelte su mano, que no se deje quemar por su carne, no se resuma, no me acompañe en este sueño eterno”.