Pasaporte. Por Raúl Kersembaum

Pasaporte. Por Raúl Kersembaum

La cola para sacar la cédula y el pasaporte en el departamento de policía de Rosario era casi de una cuadra. Yo podría haber usado la influencia de Esteban, un oficial amigo de mi papá, para evitar el trámite, pero sabía por sus comentarios que tenía mucho trabajo y no quise molestarlo. Lloviznaba y hubo que esperar un par de horas en la calle.

El interior del edificio estaba lleno de gente atenta a los letreros que indicaban a qué sector dirigirse.

Por fin, el cartel marcó“176, cabina 5”. Nos sentamos frente a un policía que comenzó a revisar los datos de mis formularios. Cuando Cecilia le extendió sus papeles, nos dijo que ella debía hacer la cola de nuevo porque atendían solamente una persona por número. Entonces yo desplegué toda mi persuasión hasta que él no sólo laatendió sino que nos anotó una dirección de donde podíamos retirar los documentos quince días después sin necesidad de esperar un mes.

Pasaron dos semanas de mucho estudio. Era noviembre y no queríamos llevarnos ninguna materia. Ese año terminábamos el colegio y mis padres me habían prometido el viaje a España con Cecilia como regalo de fin de curso.

Llegada la fecha, fuimos a buscar los pasaportes al lugar que nos había indicado el oficial. Era otra dependencia de la policía. En la guardia nos indicaron cómo llegar a “certificaciones”. Subimos al primer piso y buscamos la oficina. Llegamos a un sector grande e inhóspito, con paredes grises y ventiladores ruidosos que giraban despacio. Esta vez no había policías uniformados.En el lugar trabajaban hombres de civil, algunos con traje y otros vestidos de forma casual sin disimular las armas en la cintura. No dimos con la oficina que buscábamos y, desconcertadas, quedamos en medio de un hall en donde vimosun grupo de unas diez mujeres paradas en filade cara a la pared. Cruzamos una mirada con Cecilia,pero fue sólo un momentoporque una voz nos sacó de la situación.

—¿Qué hacésvos acá? —era Esteban, el amigo de papá.

—¡Hola, que sorpresa! ¡Vinimos a buscar nuestros pasaportes y estamos…!

—¡Ustedes no tienen nada que hacer acá! —nos reprochó. Se lo veía muy alteradoy nos dijo de mal modo que lo siguiéramos.

A pasos rápidos, siempre detrás de él, cruzamos el inmenso salón hasta que Esteban abrió una puerta y nos hizo pasar.

—¡Se quedan acá y no se mueven, ni salen, ni hablan de lo que vieron! ¿Entendieron?

Lo esperamos calladas, intranquilas en ese cuarto sin ventanas. Diez minutos más tarde volvió con los pasaportes y casi sin cruzar palabra con nosotras, nos llevó hasta la salida donde nos despidió como si no nos conociéramos.

Yo lo volví a ver varias veces antes de nuestro viaje en asados y en algunos cumpleaños. Era el mismo Esteban de siempre, amable, alegre. Nunca mencionó el tema de los pasaportes y yo jamás le pregunté.

Ese verano fuimos a España. Vimos la Alhambra, el Alcázar y también,los diarios de Madrid, que decían lo que estaba pasando en Argentina. Era enero de 1977.

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