Ojos orgullosos. Por Gabriel Pallares

Ojos orgullosos. Por Gabriel Pallares

Sonó el timbre y la conversación se cortó en seco. Los cuatro se quedaron en silencio, ensombrecidos sobre su silla. Gastón se levantó y con decisión atendió el portero. Ni bien reconoció la voz, hizo un gesto y todo volvió a la normalidad.

Todavía estaba aturdido, la conversación comenzó a contaminarse con habladurías de su memoria y, en la confusión, le propuso subir. Tomó conciencia de su imprudencia cuando su dedo se retiraba del portero. Decidió actuar: agarró su campera y salió del departamento, recordó que estaba roto el ascensor y si se apuraba pronto se lo cruzaría en la escalera. Nunca pasó: afiebrado pisó el último escalón y se chocó con la imagen de Rodolfo. Gastón simuló asombro y esbozó
una explicación. Rodolfo seguía sus argumentos en silencio.

-Entiendo, ¿vamos a tomar algo? Tenía muchas ganas de verte.

-Dale.

-Aliviado Gastón.

-Al café de los ciegos, como en los viejos tiempos.

Entraron al café que los unía, cuando el país y ellos mismos eran otros. Se sentaron, Gastón ya no reconocía a su amigo: había crecido corporalmente y vestía un prolijo luto, solo su mirada melancólica era la misma.

-¿Café? -Sugirió Gastón, con el mozo de testigo.

-No, mejor algo fuerte, dos whiskies dobles-ordenó Rodolfo y le sonrió a su amigo.

-La última vez que estuvimos acá éramos adolescentes e inmortales; el mundo era nuestro.

-Ahora somos adultos y vivimos con la muerte en la punta de la nariz. Ni siquiera podemos soñar- respondió Rodolfo con su mirada melancólica sobre el hielo del whiski. Continuó: – ¿Terminaste de estudiar? Sociología, ¿verdad?

-Cerraron la carrera, es un delito pensar en este país. Está prohibido todo y somos todos sospechosos.

Rodolfo asentía con la cabeza y encendía un cigarrillo. Miraba su hielo diluirse en el alcohol.

-¿Sabes lo que se dice de vos, Rodolfo? Éramos como hermanos, loco, ¿decime la verdad?

-¿La verdad? -preguntó sonriendo Rodolfo- ¿Seguro queres saber la verdad?

-Sí, quiero escucharla de tu boca.

-Tengo que matarte. Me mandaron a matarte, hermano Gastón se quedó duro mirándolo, buscando entre las cavernas de su mirada a ese hermano de la adolescencia.

-¿Hay algo más, verdad?

-Sí. Mirá, esto es una guerra sin cuartel y la vamos a ganar: el país entero se va a convertir en un cementerio. ¿Y dónde está mi amigo en esta guerra? En el bando de los perdedores. Entonces ni los libros de Historia se van a acordar de él; pero, cada vez que pase por este café, cada vez que vea el Río de La Plata e imagine sus raíces negras de muerte, me voy a acordar de él. Voy a pensar mucho a ese héroe anónimo que ya no está, a ese héroe anónimo que ni siquiera tiene una tumba donde llorarlo.

-Son unos bandidos con uniformes-dijo Gastón e intentó levantarse. Rodolfo lo tomó de las manos y lo obligó a sentarse.

-Quiero salvarte, hermano-sacó del bolsillo de la campera un pasaporte y lo acercó a las manos de Gastón. Luego agregó:

-Tenemos el edificio rodeado, quiero que salgas del país Gastón cerró los ojos y, con resignación, dijo:

-Mi compañera está en el departamento, embarazada de tres meses.

-Vamos a hacer lo posible para no matarla. Sabes que es una guerra.

-Van a resistir hasta el final y, en caso de verse vencidos, se van a tomar la cápsula de cianuro. Nunca se van a entregar vivos, no van a dejar que los torturen.

Rodolfo tomó el último trago de wiski, reventó el hielo con sus muelas y pensó un instante.

-Entonces hay una sola opción. Me das la llave, entramos y los agarramos de sorpresa. Los reducimos, les sacamos las cápsulas y, una vez que está todo controlado, te aviso donde la recoges ¿Ves el teléfono de la barra? Espera el llamado.

-¿El resto?

-Si crees en Dios, cada vez que pases por el Río de La Plata, dedicale una plegaria.

Vencido, arrastró la llave por la mesa.

Rodolfo salió y se subió a un auto. Gastón pidió más wiski y llenó varios ceniceros. Sacó su cápsula de cianuro y la observó, mientras lo invadía una soledad y angustia de plomo.

Sonó el teléfono al fin, Gastón apretó su cápsula y se dirigió hacia la barra.

-Hola-ansioso Gastón, de fondo se oía un estruendoso gol.

-Hola, ¿me escuchas? Los redujimos fácilmente, le sacamos las cápsulas con brevedad…

-Entonces, ¿dónde está?

-Tenés que estar orgulloso. -En ese momento, en el departamento, Rodolfo sacó la cabeza por la ventana que daba al vacío. Luego volvió al tubo del teléfono:

-En un descuido se desató y corrió hacia la ventana. Solo llegó a decir: “Ustedes no me matan, yo decido morir”, luego saltó. Lo lamento, hermano.

-Colgó y bajó la mirada: estaba reventada contra el pavimento y sus ojos abiertos, orgullosos.

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