Había una casa antigua al borde del pueblo, envuelta en misterio y sombras. La gente decía que estaba encantada y que nadie se atrevía a entrar. Pero un día, un joven llamado Carlos decidió desafiar la superstición y explorar la casa.
Al entrar, Carlos sintió un escalofrío recorrerle por la médula espinal. La casa estaba en silencio, a excepción de un suave susurro que parecía emanar de las paredes. Se adentró más en la oscuridad, siguiendo el susurro.
A medida que avanzaba, las voces se volvían más claras. Parecían súplicas y lamentos. Llegó a una habitación en la que el susurro era ensordecedor. En el rincón, vio una figura sombría, encorvada y con ojos vacíos que parecían mirar a través de él.
Carlos corrió hacia la salida, pero las puertas se cerraron de golpe, atrapándolo en la casa con la figura. Comenzó a entender la verdad aterradora: la casa no estaba encantada, estaba poseída por almas atrapadas.
La figura se balanceó sobre él, y el susurro se convirtió en un grito agónico. Desde entonces, la casa antigua siguió siendo un lugar maldito, donde las almas perdidas susurraban sus lamentos a cualquier intruso valiente que osara entrar.