Bucarest. Por Ana Casale

Bucarest. Por Ana Casale

Acabo de llegar, con la boca y los ojos bien abiertos, como si fuera niña otra vez. Todo es nuevo y vibrante.

Apenas sé un poquito de este idioma que suena como en los sueños: cuando crees poder recordar lo que acabas de escuchar, te das cuenta que las palabras unidas no tienen sentido.

Estoy en el barrio Cotroceni, en el sector seis de la ciudad de Bucarest, una ciudad casi redonda, en un barrio más redondo aún, tanto que la calle por la que camino, la StradaDr Louis Pasteur, pega la vuelta. Hay muchas casas señoriales, de dos plantas, con techos de tejas, entre otras de corte moderno, amplias, con inmensos ventanales, todas con jardines que dan a la calle y muros cubiertos de enredaderas. Las veredas son angostas, un poco por el ancho real y otro tanto porque los autos se estacionan montados. Sobrevuelan gaviotas, cornejas y urracas con sus graznidos.

Sin el chip rumano, mi salida tiene algunas dificultades: ni googlemap, ni traductor.

Tengo que prestar atención a mis pasos como Pulgarcito para poder regresar. Voy bien. Pocos semáforos, sin embargo mi condición de peatona es muy digna. Al cruzar por la senda peatonal, autos, colectivos y tranvías se detienen y esperan.

Leí que la ciudad  vivió un reinado, un terremoto, un incendio, dos guerras mundiales, el totalitarismo y la revolución. De cada acontecimiento hay recuerdos, como si fuera un cuerpo lleno de cicatrices y aún así hermoso. Me apunto lugares por los que paso:  El palacio del parlamento, uno de los edificios más grandes de Rumania y tal vez del mundo, una belleza neoclásica rodeada de jardines, construido en tiempos de Ceaucescu a costa de la demolición de varios barrios, iglesias, sinagogas y monasterios. Allí funcionan las dos cámaras de legisladores.

 Muy cerca, las ruinas de la Academia Romana que no llegó a terminarse, son como la contracara del parlamento, parecería que hasta ahora, a nadie se le ocurre darle un buen uso, como si fuera necesario que, por ese inmenso espacio, drene una herida pasada y dolorosa.

Atravieso un parque amplio con muchos árboles y un  lago donde nadan patos y gansos, el Cismigiu que está en el centro de la ciudad, pero se que hay más: el Herestrau, hacia el norte donde se puede navegar en barco, el Tineretului, el Circului … siempre que camines llegás a un espacio verde.

Es otoño, y la maravilla de castaños, hayas, magnolias, plátanos y jaboneros de China me llenan los ojos de verdes, dorados, naranjas. Caminar por sus senderos atrapa todos mis sentidos: arrastro las hojas que crujen bajo mis pies, me lleno del perfume de las rosas y las madreselvas.

Busco una librería del centro. Miro carteles, juego a descifrar sus mensajes. Pregunto entoncescómo llegar,, a varios transeúntes: Buenos días, me podría indicar, muchas gracias, que tenga un buen día, todo en rumano chapurreado, mezclando palabras en otros idiomas y gestos para lograr entendernos

Alguien me señala al río Dambovita que atraviesa la ciudad. Si lo bordeo puedo llegar al centro. Está canalizado e iluminado desde las dos orillas. A partir de ahora es mi compañero mudo.

Sigo caminando, los edificios de las esquinas se parecen mucho, me confundo. Después de varios micro diálogos, la siguiente persona con quien me cruzo me cuenta que es italiana. Me doy cuenta que sus palabras se me hacen familiares, como escuchar a algún abuelo. Hablamos un poco más. Me distiendo.

Faltan seis o siete cuadras. Ya casi, pero la librería no aparece. En la siguiente esquina me acerco a una mujer y ya mareada, la saludo en rumano pero le pregunto si habla en italiano. Por suerte me responde que no. ¡Si yo tampoco hablo italiano! Me cuenta que es francesa. No sé en que idioma me dice que estoy muy cerca, pero lo entiendo. Para reafirmar lo que acaba de decirme y como si sus gestos necesitaran traducción, me agarra la mano y señala la dirección adonde debo ir. Entre los árboles se asoma el cartel de la librería.

Totalmente blanca, con forma de un carrusel gigante. Seis pisos con hermosas escaleras y barandas, llena de luz y de libros

Me sorprende que haya un espacio destacado para la poesía y la literatura latinoamericana.

Busco a alguien que me cuente historias de esta ciudad.  Allí encuentro el último libro de MirceaCartarescu, “El ojo castaño de nuestro amor”, que será mi confidente y guía por este tiempo.

Son las cuatro y media de la tarde. Se está haciendo de noche, las familias siguen reunidas en los parques, niños y niñas juegan como si no se hubieran enterado que el sol ya se fue.

Una bandada de cuervos bochincheros, sin haberse comido los rastros de migas de pan, me acompaña en la vuelta, hacia el pedacito de patria que es la casa de mis hijos. Allí comparto mis aventuras del día y encuentro de dónde viene el nombre Bucarest… bucurie: alegría.

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