El gallego. Por Susana Rebequi

El gallego. Por Susana Rebequi

Dos dúplex alquilados. Justo en la intersección de las calles Miguel Cané y Cnel. Aguirre. Bueno… antes se llamaban así, luego fueron León Ortiz de Rozas y Manuel Castro. Barrio “El Pompeo” de Remedios de Escalada. Un barrio que, si no fuera por el tiempo transcurrido y las personas que cambian generacionalmente, se mantiene en el tiempo.

En la ochava de esas calles, estaba el almacén “La Coruña” de Manolo, el gallego. Corrían los años ’80; era un sexagenario de contextura grande -pero no obeso- aunque su vientre era prominente como el de buen tomador de vino, nariz ancha y siempre colorada; alrededor de 1, 70 metros de altura, ojos oscuros y también su cabello – lacio, medio pinchudo- que peinaba hacia un costado; manos gigantes, muy limpias siempre, pero gigantes.

El comercio de Manolo era una especie de supermercado donde te proveías de los productos de almacén, papas, cebollas, algunos artículos básicos de bazar y, hasta el carbón. Las latas de galletitas -con ventana vidriada para que se te hiciera agua la boca y contener la saliva por la tentación de servirte mientras elegías- y algunas de cartón que comenzaban a aparecer en ese entonces, ocupaban parte del largo del negocio, apiladas de a tres.

Mientras los otros comercios del mismo rubro como el de Marcos a ciento veinte metros de “La Coruña” o el de la tanita, de la vuelta o, el de la polaca de la calle Yerbal, comenzaban a utilizar bolsas de nylon, Manolo tenía la particularidad de armar los paquetes de todo producto suelto que vendía -por ejemplo, recuerdo, el azúcar de la misma manera o la levadura- con papel de almacenero (que se lo llevaban cortado en tres tamaños), con una especie de rulo- traba, en los costados -que no se desarmaba- muy parecido al repulgue de las empanadas.

Otro arte era la envoltura que le hacía a los huevos; fila de tres, sobre papel de diario, enrollaba, trababa las puntas; otros tres, cerraba. Aseguraba con un segundo papel el envoltorio anterior. Excepto que los aplastaras o tiraras, paquete seguro.

Las compras se anotaban en tu libreta personal y en el libro de almacenero donde iba registrando con fecha y monto, cada una de las compras que le hacías, ubicado siempre, debajo del mostrador. Antes, los comerciantes de barrio, te fiaban semanal o quincenalmente, hasta el día que le anunciabas: “…prepáreme la cuenta que a la tarde paso y cancelo la deuda…”

El mostrador, medía como cinco metros; de esos que encontrarías en una pulpería o quizás, un bodegón. De madera oscura, de un metro de alto y base de madera lustrada, algo ajada por el paso del tiempo. En él, exponía aquellas novedades que le traían para vender y otras que llamaba la atención de niños, como golosinas o figuritas que salían entonces, para que los padres no se salvaran de los berridos de sus hijos.

Detrás de él, parecía rudimentaria… pero no: la estantería. También de madera. Allí exhibía el resto de productos y sobre sus parantes con chinches o ganchos estilo carniceros, aquellas cosas que podrían ayudar a la memoria tal como coladores de tela o de tejido metálico y hojas de afeitar.

Dado el costo de ellos, todo lo referente a envases con alcohol, estaba ubicado sólo donde él podría llegar y a una altura preferentemente ubicada para la tentación, apartado del resto y detrás de la heladera que contenía los quesos y fiambres.

Todo un misterio era Manolo, el gallego. Según se rumoreaba, tenía más plata que conejos pariendo.

Siempre vestía sus alpargatas negras, pantalón de fagina, camisa y chaleco -verano e invierno, siempre chaleco- y el agregado de una boina cuando el frio comenzaba a aparecer.

De los comercios de la zona, Manolo era el primero en abrir el negocio y el ultimo en cerrar, excepto al mediodía que, rigurosamente a las 13 horas, bajaba las persianas y volvía a subirlas a las 16 hs. De lunes a lunes. De enero a diciembre, aunque, cada dos o tres años, se ausentaba dos meses para viajar y visitar a sus paisanos. En ese lapso de tiempo, eran su hermana Amadora y Carmen, su sobrina, las encargadas de atender el almacén.

La entrada principal estaba justo en la ochava de Cané y Aguirre y, desde que abría hasta la última hora del día, el banquito bajo, de asiento de paja, estaba en la puerta. Allí pasaba el tiempo cuando no había clientes. El comercio contaba con un segundo acceso por la calle Cané, justo donde estaban las bolsas de papas, cebollas, el carbón y las garrafas. El kerosene, que lo proveía suelto, en el patio de atrás del negocio, pasando el cortinado de tela.

Bastante callado era el gallego como volando por otros lados… Muy poco contaba de sus viajes. Y de nada…

Se dice que no tenía una familia constituida ni hijos desparramados por el mundo. Quizás por ello, es que su mirada era melancólica. Viudo o soltero, jamás se supo; pero en España, algo tenía…

El último viaje a España fue más largo; tardó como seis meses en regresar. Los vecinos decían que no volvía más, que se había muerto, que tenía un amor, en fin…volvió y los chismes también. Se rumoreaba que se quedó hasta vender unas propiedades de una herencia que había cobrado.

No cambió su estilo de vida. Siguió viviendo en la piecita de arriba, en la terraza; pero ahora, forrado en guita. Demás está mencionar que los vecinos anunciaban que todo lo que traía de su España, lo escondía en el colchón – seguro para invertir porque de salidas, no andaba, aparentemente… y seguía vistiendo igual que siempre, con la ropa rudimentaria y gastada por el tiempo.

En cambio, su familia, Amadora y Carmen, las que quedaban al cuidado del almacén cuando él se ausentaba, a esas sí se les notaba que hacían desborde de dinero; o inversión…  ¡vaya a saber!, porque peso que tomaban era puesto en ladrillos; en casas que compraban y arreglaban para armar dos, tres o cuatro departamentos para alquilar. Y se dice que la juntaron a paladas…

Tampoco se sabe si él les compartía dinero o se mantenía al margen. Lo que sí se notaba era que, en los negocios de las mujeres de la familia, trataba de no inmiscuirse. Si alguien, en el negocio, le consultaba por un alquiler, rápido respondía: “…ah, yo no sé nada. Vaya a la otra cuadra; hable con Amadora. Vaya enfrente, ahí, golpee en la casa de piedra marrón. Yo no tengo nada que ver…”

Manolo no era parte de los negocios de las damas. Ellas, madre e hija era viudas; Amadora perdió a su esposo unos años atrás por un ataque cardíaco y Carmen, al suyo, muy joven en un tiroteo o emboscada a la salida de su trabajo. Carmen quedó con una niña de cuatro años y el varoncito, en el vientre, gestándolo de seis meses. El gallego, en ambas oportunidades, cerró durante tres días el comercio, por el duelo. No más comentarios de su parte. Él nunca sabía nada…

No recuerdo bien si fue hacia fines de los ’80 o, principios de los ’90… pero si, que fue una tarde de otoño bastante fría. Pasado el mediodía, se disponía a cerrar el comercio, como lo hacía habitualmente. Comenzó por la vidriera que daba a la calle Aguirre; luego con la cortina de la ochava y, cuando se acercaba a la puerta de Cané, esa que lindaba con la escalera que lo llevaba a la pieza de la terraza y compartía la entrada con las papas, cebollas, carbón y garrafas, tres cacos lo interceptaron.

Lo golpearon en la cara, bastante…

Le pidieron que entregara el dinero; él, se lo negó. Mucho más exactos -relato realizado por un vecino que se estaba acercando y no ingresó- volvieron a decirle que les entregara en dinero del negocio y el que trajo de España, si no, le volaban la cabeza. Uno de ellos, aclaró que sabía que detrás de la cortina de tela, tenía un escondite…

Hosco, el gallego, nada dijo. Lo golpearon hasta tirarlo al piso. Cayó boca abajo, medio aturdido, movió un brazo hacia su espalda, mientras que los asaltantes revolvían un estante que había camino al patio, el del tonel de kerosene, y sacó de, debajo del infaltable chaleco, un revolver; pudo disparar y herir a uno de ellos en una pierna. En ese momento, el asaltante herido gritó de dolor y cayó de rodillas; el otro, el que se disponía a subir, socorrió al delincuente caído y el tercero, disparó certero al corazón de Manolo.

Mientras tanto, el vecino corrió a la casa más cercana y solicito a su vecina que llamara a la policía. Pronto llegaron. Los ladrones, lograron correr, doblando la ochava.

Al rato, una ambulancia se hacía presente en el almacén; el barrio, también. El incidente hizo un estruendo tremendo en el Barrio “El Pompeo”. Por todos lados se expandió la noticia: “…mataron al gallego y se llevaron hasta el colchón…”

El almacén “La Coruña”, de Manolo, el gallego, jamás volvió a abrirse.

Tampoco las voces de Amadora y Carmen se hicieron eco de los detalles de su muerte. El silencio de las damas perduró en el tiempo…

Pero estas, pasado seis meses, tomaron posesión de la propiedad. Allí, donde por décadas estuvo ubicada el almacén “La Coruña”, de Manolo, el gallego, se convirtió en dos dúplex alquilados.

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