Un lento descanso al infierno. Por Gabriel Palleres

Un lento descanso al infierno. Por Gabriel Palleres

Francis Ford Coppola alcanzó un éxito sin precedentes gracias a cuatro films arrasadores: Patton (1970), El Padrino I (1972), La Conversación (1974) y El Padrino II (1974).

En solo cuatro años su vitrina se llenó con cinco oscars y se convirtió en el director y productor de cine más importante de la década. Esta envión efervescente lo llevó a concebir el proyecto más ambicioso, salvaje y perturbador de toda su carrera: Apocalipsis Now.

John Milius se cansó de recorrer oficinas de productores, directores y realizadores con el libreto de Apocalipsis Now. Era una adaptación de El Corazón de las Tinieblas, la novela de Joseph Conrad, que narraba un descenso a la locura de Kurtz, un explotador de marfil que se metía en la piel de los salvajes; la novela estaba ambientada en el Congo, y la explotación del África por parte de los ingleses. Milius actualizó el infierno: ahora Kurtz era un Marine norteamericano y la escenografía era la Guerra de Vietnam.

Coppola quedó fascinado. Más aún: se lanzó a filmar sin tener terminado el guión, ni tener elegido los actores; antes de comenzar, el proyecto ya estaba maldito.

Los días se sucedían y todos los castings terminaban igual: los actores leían el guión, aceptaban, luego Coppola Balbuceaba lo de internarse en las Filipinas, los actores regulaban, desplegaban girones de su talento y terminaban renunciando al proyecto.

Una tarde de audición, luego de uno de estos desplantes, Coppola fue a su vitrina, agarró sus cinco Oscars y los reventó contra el pavimento.

Consiguió por fin los actores y se trasladó a las Filipinas: un acuerdo con su presidente, el dictador Ferdinando Marcos, le permitió incendiar bosques con Napalm, utilizar fuerzas del ejército, helicópteros; en fin, los dólares le abrieron el camino.

Empezaron a rodar y los problemas se precipitaron con el filo de una lanza: el primer incendio con Napalm derivó en la incineración de parte de los decorados. Más problemas: un tifón arrasó la escenografía. Más problemas: un intento de golpe de Estado, obligó a retirar helicópteros y soldados para ir a sofocar la insurrección; debido a estas guerras intestinas, escenas en helicópteros se hicieron muchas veces: tenían que alternar los balazos ficticios con los balazos reales.

Luego de un parate y con toda la escenografía reconstituida, se avanzó en los rodajes: la exigencia del director y el ambiente enrarecido hacían estragos en los actores:

Dennis Hopper consumía 25 gramos de cocaína (suministrada por la producción, por contrato), tomaba litros y litros de alcohol, Martin Sheen, sufrió un infarto que retrasó dos meses la filmación, los demás actores vivían a LCD y fiestas salvajes. La jungla virulenta atrapó también al director: luego de un arsenal de obstáculos y adelgazar cuarenta kilos, amenazó con suicidarse: todos los presentes vieron y escucharon, luego que la `policía detuvo la filmación por utilizar cadáveres reales robados de un cementerio para una escena, el desgarrador llanto y promesa del director.

A pesar de lo narrado, el retraso de más de un año, de la hipoteca en los bienes del director, la grabación siguió: se convirtió en la gran obsesión del realizador del Padrino.

Todo parecía mejorar hasta que llegó Marlon Brando: obeso, fundido en su holgazanería, sin haber leído ni el guión ni la novela. Fue demasiado: el marine Kurtz era, en teoría, un militar con un aura mitológica, atlético, tallado para por la naturaleza salvaje.

Coppola se encerró con Brando horas y horas. En conclusión: no iba a aprender el guión, le importaba un carajo su sobrepeso y no quería cruzarse con Dennis Hopper en ninguna escena. Solución: un monólogo improvisado del Dios Brando, un juego de sobras magistralmente adecuado y una voz subterránea que repetía: “el horror…el horror…el horror…”

La película, contra todo pronóstico, se estrenó en 1979 y, aunque no fue la primera película sobre Vietnam (se había estrenado El francotirador, de Michael Cimino en 1978), deslumbro a primera vista: su despliegue, su fotografía, el infierno vivificado en cada escena, la convirtió en un clásico instantáneo. Antes del estreno ya era una obra maestra, una película conceptual como pocas en la historia. Coppola salió fortalecido de esta prueba: se impuso su voluntad artística, su genio. El destilo fue pendular con él: lo premió con el oro vitalicio por esta epopeya del cine y, luego, lo dejo derrumbarse fracaso tras fracaso, hasta fundirse, para lego volver a levantarse y dar pelea en el séptimo arte.

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