Desde la muerte del hidalgo nadie había tenido noticias de su caballo y muy pocos recordaban que había sido tan flaco y tan vencido como él. Con la llegada del invierno, algunos villanos quisieron creer que alguien lo habría encerrado en el corral. Pero ni el bachiller, ni siquiera el ventero y, mucho menos el escudero gordo se habían preocupado por averiguar algo más sobre el enfermizo acompañante del amo.
Durante la primavera, sin embargo, un viajero incógnito del norte contó la novedad: cerca de la Fuente de los Cuatro Caminos, antes de morir, la yegua blanca había dejado un portillito esquelético de color indefinido, que corcoveó al instante junto al cadáver de su madre. Después (todos lo habían visto), cruzó el pueblo en línea recta hasta el campanario donde se refugiaban las cigüeñas. El herrero comentó que tal vez lo hubiera atraído el sonido. Entonces la casualidad quiso que allí mismo, pese al silencio que los había extrañado toda la mañana, descubrieran al pobre fraile desvanecido por uno de sus ataques de asma.
El pueblo entero había guardado el sucedido con cierta sutileza, intrépidos al misterio. Hasta que uno de los mercaderes del sur refiriera el nacimiento inexplicable de otro potrillo. Muy delgado, había aparecido junto a la acequia. Y se comentaba que había sido él quien arrastró con tranco vacilante una bolsa abandonada a la vera del camino. Y se aseguraba que fue el mismo que llegó, casi moribundo hasta el molino, para que la estéril Manuela, pobre, pero creyente, encontrara entre los trapos desgarrados, un niño, también recién nacido.
En poco más de un año, los relatos se multiplicaron con voces ahuecadas por el secreto, la duda o la suspicacia. Desde cada rincón por donde el bueno de Alonso había vahado a su grupa, llegaban múltiples historias. Una niña salvada de un remanso, salteadores perseguidos, aquella muchacha librada de un padrastro enfermizo, el estudiante famélico arrancado del suicidio…Tantos hechos versátiles en el comentario de los aldeanos conservaban una inequívoca coincidencia: potrillos delgados, de pelaje inciertamente claro.
-Como el de mi amo…
Bastó que el pobre escudero pronunciara su nombre para que todo el mundo estuviera de acuerdo. Y así, cuando se sufría una injusticia o precisaban una dosis de pálida esperanza, cuando las fuerzas humanas no bastaban para sobrellevar el destino indócil, alguien invocaba al pobre rocín.
Aunque él seguía enterrado en el corral, desde los primeros días fríos y solitarios, sin haber supuesto que su semilla de nobleza continuaría el camino trazado por Don Quijote.