Regina y la ballena blanca. Por Alejandra Estrada

Regina y la ballena blanca. Por Alejandra Estrada

Soy Regina, me encuentro parada frente al cadáver, mi gran amor, el hombre que aún amo con locura, con ímpetu, mi cuerpo está congelado, mi corazón acelerado, mi cabeza me da vueltas, en mi estómago siento insectos revoloteando entre mis órganos, llevo puestos unos jeans pegados, zapatillas rojas que hacen juego con mi gabardina roja, dentro la bolsa se encuentra el cuchillo, lo aprieto fuertemente con la mano derecha.

Me viene a la mente su aroma, ese olor a tierra húmeda, a flores, a jardín, recuerdo el día que nos encontramos, fue en el funeral de mi abuelo, después de meses de haber mantenido largas horas de conversación por teléfono; yo estaba destrozada frente una caja de madera y un Cristo, él camino hacia a mí, me estrecho entre sus brazos, mi corazón y su corazón se unieron desde ese momento, me susurro al oído —ahora me tienes a mí, nunca más estarás sola —, en ese momento yo le creí todo, ahora mi mundo era él, como imaginar que ese hombre me destrozaría el corazón, tal vez debí imaginarlo existía otra mujer, si en su vida y en sus pensamientos estaba otra.

Se me viene otro pensamiento a la cabeza, la primera vez qué hicimos el amor, yo estaba un poco nerviosa, empezó a rozar mis labios, mientras poco a poco sentía como su humedad se deslizaba entre mis piernas, sus brazos rodeaban mis caderas, mientras al mismo tiempo me estrechaba contra su pecho, utilizaba movimientos suaves y rítmicos qué me hacían sudar y gemir de placer.  
Mi cabeza es un remolino de recuerdos, me viene otro pensamiento: el viaje qué hicimos al puerto, recuerdo cómo el aire nos despeinaba, mientras nos tomábamos de la mano, nos brillaban los ojos llenos de amor e ilusión, teníamos tantos planes una casa, hijos, plantas, mascotas; mientras admirábamos ese yate con letras a un costado la ballena blanca, un día haríamos ese viaje. 
Mientras pasó por mi mente tu muerte,desde ese entonces la idea de darte un pequeño empujón y que cayeras al mar, sería una caída accidental y no me podrían culpar, sí, desde entonces empezaba a desear qué desaparecieras de mi vida.  
Basta de recuerdos, aprieto con mayor decisión el cuchillo dentro de la gabardina roja, me dispongo a desempuñar, pero tú te encuentras ahí tirado, inerte, veo tus labios y creo oír que todavía me amas.

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