Ese domingo, a Héctor lo despertaron los ruidos y las voces de la calle.
Cuando se sentó en la cama, el frío de las baldosas lo obligó a ponerse las pantuflas. Con los años los huesos le dolían, así que fueron lentos los pasos que dio hasta la ventana.
Corrió la cortina y apoyó la mejilla contra el vidrio helado. Trató de mirar a ambos lados de la calle, pero no vio nada.
Mientras se abotonaba el saco pijama, caminó hasta la puerta. El golpe de aire le hizo entrecerrar los ojos al salir a la vereda, extrañamente vacía. Como nunca había cosido el botón que faltaba, se cerró el cuello con la mano.
Oyó los ruidos con más claridad y se dirigió hacia la esquina tratando de no perder las pantuflas. Ahí notó que a mitad de cuadra había una doble hilera de soldados que iba desde una casa hasta la parte trasera de un camión militar estacionado a pocos metros. Entre las dos filas, pasaban varios hombres con los brazos levantados por detrás de la nuca y eran obligados a subir al vehículo.
Héctor estuvo en la esquina el tiempo suficiente como para pensar en volver a su casa y abrigarse, cuando dos manos lo tomaron por detrás y comenzaron a llevarlo casi corriendo hacia el camión. Sus piernas no alcanzaban a moverse con tanta rapidez y en el intento de seguir el ritmo, perdió una de las pantuflas.
Quiso aclarar que no estaba haciendo nada, pero no llegó a decir palabra y lo subieron junto a los demás. Con él, eran ocho las personas sentadas en el piso de metal custodiadas por dos soldados armados. Uno de los detenidos trató de comunicarse por señas con otro, pero recibió un fuerte culatazo en la sien. Héctor optó por mirar hacia abajo y mantenerse en silencio.
El camión se puso en marcha y el viento, que se filtraba por las muchas hendijas de la caja, se le clavó como alfileres en la piel.
Llegaron a una seccional de policía y los encerraron en una habitación. Hacía rato que Héctor tiritaba sin parar. Trató de entibiarse las manos con el aliento y apoyó el pie desnudo sobre la pantufla que le quedaba.
Vio cómo se llevaban a tres de los detenidos antes de que un sargento lo tomara del brazo y lo condujera frente al comisario. El oficial miró a Héctor de arriba abajo.
—¿Qué hace este hombre acá?
El sargento se encogió de hombros.
Un tiempo después, el timbre anunció la salida de Héctor de la seccional. En la vereda se cruzó de brazos para darse calor y buscó con la vista la parada del colectivo. Esperó unos instantes y volvió sobre sus pasos hacia donde estaba el custodio.
—Disculpe. No tengo para viajar… ¿me podría prestar para el boleto?
—Mire, viejo, yo que usted me voy lo antes posible…
Y Héctor se alejó cojeando un poco.