Pedro Lemebel. Toda la voz de América en mi piel. Autor: Juan Botana

Pedro Lemebel. Toda la voz de América en mi piel. Autor: Juan Botana

Capítulo 2: Las crónicas en su nombre propio

2.1 En nombre propio: Sobrenombrar como figura adjetiva. El deseo barroco de volverse “loca”

Con nubes nacaradas de gestos, desprecios y sonrojos, el zoológico gay pareciera fugarse continuamente de la identidad. No tener un solo nombre ni una geografía precisa donde enmarcar su deseo, su pasión, su clandestina errancia por el calendario callejero donde se encuentran casualmente; donde saludan siempre inventando chapas y sobrenombres que relatan pequeñas crueldades, caricaturas zoomorfas y chistosas ocurrencias. Una colección de apodos que ocultan el rostro bautismal; esa marca indeleble del padre que lo sacramentó con su macha descendencia, con ese Luis junior de por vida. Sin preguntar, sin entender, sin saber si ese Alberto, Arturo o Pedro le quedaría bien al hijo mariposón que debe cargar con esa próstata hasta la tumba. Por eso odia tanto ese tatuaje paterno, ese llamado, ese Luchito, ese Hernancito chico y minusválido que a los homosexuales sólo les sirve para el desprecio y la burla (Lemebel, 1996:62).

En Loco afán, en “Los mil nombres de María Camaleón” el exceso de apodos que involucra el deseo barroco, se observa no solo en la corporalidad travesti, sino también en la acción de nombrar y nombrarse, puesto que se hace necesario travestir lo que nombra el travestimo (Sarduy, 1982). De esa manera, “el asunto de los nombres no se arregla solamente con el femenino de Carlos; existe una gran alegoría barroca que empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad a través del sobrenombre” (Lemebel, 1996:62).

Quizá el travestismo que baraja identidades operativas, el carnaval que canjea escenarios equivalentes, los géneros que se ceden la palabra gozosa, la perfomance que es una ocupación de espacios monológicos y la sexualidad espectacular que no se ahorra ninguno de sus nombres, se configuran en esa hibridez propia de su escritura que fluctúa entre la narrativa y el ensayo, y del género crónica que escogió Lemebel para sobrenombrar su mundo. Una escritura de registro tan metafórico como literal, tan hiperbólico como social, y cuya función (o fruición) es de una aguda poética emotiva.

Guadalupe Santa Cruz (1996) ha dicho que Lemebel escribe con “la espléndida tinta de la mala leche”. Escribe con desesperanzada ternura; o sea, con minuciosa ferocidad. Y lo hace desde el nombre propio: donde persona y discurso se articulan incluso mucho antes de haberlo hecho en la primera persona (Lejeune, 1991). Y como explica Lejeune siguiendo a Benveniste, a nivel del enunciado la primera persona señala la identidad del sujeto de la enunciación y del sujeto del enunciado, lo que lleva al nombre propio, al que ese “yo” que remite por fuera del texto (1991), y por dentro, donde la ilusión biográfica o la autobiografía se funden con la ironía para pasar de contrabando camuflada por alguna que otra crónica.

Pero lo notorio de la escritura de Lemebel es el barroquismo. O mejor dicho, su variante lúdica, que Severo Sarduy (1982) llamó, con auto-ironía, lo pompeyano. Porque se trata aquí no de un barroco en la proliferación de lo inminente, donde el objeto es generador de la abundancia; sino de una gestualidad barroquizante, cuya traza viene y va de oralidad en oralidad. El barroco es, por eso, la forma elocuente del coloquio, como si la realidad solo pudiese ser comunicada en su reelaboración, ligeramente absurda o cómica, vista con la distancia irónica que merecen los espectáculos de íntima discordia. Aunque Lemebel ha dicho varias veces que detesta a los profesores de filosofía: “Me cargaba su postura doctrinaria sobre el saber, sobre los rotos, los indios, los pobres, las locas”(Blanco / Gelpí, 1997), la conversación que nos concita no está exenta del filosofar de la época, hecho desde las afueras, en los límites institucionales; en ese “borde con encaje” que reconoce como la cornisa de su arte, donde nombrar otras cosas de otro modo es la clave, incluso sobrenombrando, porque hace tiempo algunos o alguien: llámese: estado, dictadura, religión , machismo, raza blanca, o familia patriarcal, se apropiaron de los nombres y es hora de pedirles que los devuelvan.

Foucault anota en su Historia de la sexualidad (1977) que un interlocutor lo acusa a Sócrates de traer a la conversación ejemplos extremos. Y aún más en los extremos, Lemebel podría haberle provisto a Foucault de mejores ejemplos sobre la indiferenciación genérica, que ya entretuvo a Lezama Lima en su novela Paradiso a propósito de su androginia original platónica y por supuesto a Perlongher. Ejemplos qué, en el barroquismo reflexivo y el sincretismo oral de Lemebel, desafían a la taxonomía sexual; ya que en sus crónicas desurbanizadoras se nos habla de locas, colizas, maricas, maricones, homosexuales, transgenéricos, travestis, pero todos ellos/ellas son equivalentes en la nomenclatura “femenina”, para pasar travestida las barreras del control de aduana en las fronteras del género, al igual que la crónica y no caer en el baldío.

Antes de entrar en el problema de la reapropiación del género, es preciso analizar cuatro crónicas de Loco afán de Lemebel (1996), las que le otorgan un lugar en la adjetivación a estos sujetos y transparentan la necesidad de nombrar-nombrarse a sí mismos (en “Los mil nombres de María Camaleón”), a la copia y víctima de un devenir (en “La muerte de Madonna”), a nombrar a nuestros muertos como nos piden otros (en “El proyecto nombres”), y a nombrarse  mujer, nombrarse “loca” (en “Berenice”).

Estos personajes realizan dicha reapropiación a partir de una escenificación corporal qué, como ya adelantamos en la Introducción,  pasa por lo barroco, el devenir, lo político y lo sexual, y cuyos cuerpos pueden ser entendidos, según lo propuesto por Soledad Bianchi:

Como escenario de disputa y contradicción donde se develan los modos en que las relaciones de poder (políticas, sexuales y discursivas) crean espacios jerarquizados de identidad y diferencia al mismo tiempo que habilitan la configuración de nuevos imaginarios sobre cuerpos y subjetividades (1991:2).

Los mil nombres de María Camaleón (y la adjetivación travesti)

En la crónica “Los mil nombres de María Camaleón”, Lemebel (1996:62-66) alude a la tendencia dentro del mundo homosexual travesti a cambiarse de nombre:

La poética del sobrenombre gay generalmente excede la identificación, desfigura el nombre, desborda los rasgos anotados en el registro civil. No abarca una sola forma de ser, más bien simula un parecer que incluye momentáneamente a muchos, a cientos que pasan alguna vez por el mismo apodo (1996:63).

Para Lemebel esta tendencia o doble travestismo vendría a suplir la carencia en términos de ausencia de nombres coherentes con su identidad homosexual, identidad que hace rectificar la inscripción de nacimiento impuesta en el registro civil.                                                                                                                                   Frente a eso, el travesti elabora un extenso listado de nombres que otorga una especial coherencia a la noción antes aludida de identificación en contraste con la de identidad, en un afán constante por sobrepasar el molde. El listado de nombres presentes en esta crónica deja ver una actitud sarcástica, cruel, que precisamente se resiste a la imposición formal de la inscripción.

Muchos de estos apodos se relacionan con el mundo del espectáculo, con el Sida y la discriminación, entre otros tantos aspectos que hacen del travesti un constructo no sólo estético, sino también político. Uno de los recursos principales en la conformación del nombre travesti es la ironía, mecanismo discursivo que permite, a partir de un juego con el lenguaje, desarticular los discursos del poder y develar las injusticias sociales:

Existen mil formas de hacer reír a la amiga cero positiva expuesta a la baja de defensas si cae en depresión. Existen mil ocurrencias para conseguir que se ría de sí misma, que se burle de su drama. Empezando por el nombre (1996:63).

Contrario a la cara de víctima pasiva que se le quiere imponer desde afuera, cara que no deja de tener un firme pie en la realidad cotidiana, el gay, en el mundo privado de su comunidad, se complace en adoptar la pose de un ser malvado que se deleita en la ironía y en el ataque verbal a los otros, especialmente a los otros homosexuales. Pero para la loca, el ataque es una forma de autoafirmación; sólo así se pueden entender los crueles apodos que Lemebel le da a los homosexuales enfermos de sida (Barradas, 2009).

Entre los nombres que rescata Lemebel del mundo de las locas encontramos: “La Desesperada”, “La Cola del Barrio”, “La Pinche”, “La Cuando No”, “La Cuando Nunca”, “La Siempre en Domingo”, “La Chupadora Oficial”, “La Maricombo”, “La Maripepa”, “La Multiuso”, “La No Se fía”,  “La Putifrunci”, “La Trolebus”, “La Ahí Va”, “La Ahí Viene” , “La Esperanza Rosa”, “La Fácil de Amar”, “La Llave de Cachete”, “La María Misterio”, “La María Sarcoma”, “La Mosca Sida”, “La Frun-Sida”, “La María Lui-Sida”, “La Sui-Sida”, “La Insecti-Sida”, “La Depre-Sida”, “La Ven-Sida” (1996:65-66), poniendo en evidencia la lógica adjetiva que opera detrás de ellos.             

La muerte de Madonna (y la adjetivación del devenir)

En la crónica “La muerte de Madonna”, Lemebel (1996:37-45) se anuncia con ironía la muerte de la popular cantante de música pop, con ironía porque la crónica está lejos de anunciar la muerte de esa figura, pues en este caso se trata de un loca chilena que la tiene como referente y máxima aspiración; y la Madonna chilenis [1] lo que termina logrando en la mezcla es una “mala copia” y pegarse al sida en el barrio San Camilo, que es quizás uno de los barrios más emblemáticos del travestismo prostibular santiaguino por ese entonces, y morir ahogada en su devenir:

Ella sola se puso Madonna, antes tenía otro nombre. Pero cuando la vio por la tele se enamoró de la gringa, casi se volvió loca imitándola, copiando sus gestos, su risa, su forma de moverse. La Madonna tenía cara de mapuche, era de Temuco, por eso nosotros la molestábamos, le decíamos Madonna Peñi, Madonna Curilagúe, Madonna Pitrufquén. Pero ella no se enojaba, a lo mejor por eso se tiñó el pelo rubio, rubio, casi blanco (1996:37).

Para Tocornal Oróstegui (2007), la Madonna de San Camilo era una mala copia acentuada por su origen mapuche y el modelo que buscaba reproducir, acaso, incompatibles, cuyo resultado establece una representación tragicómica: trágica por la imposibilidad de pertenecer a ese imaginario deseable, cómica producto del efecto de la incompatibilidad que había entre ambas. Lemebel, lo que hace, es exacerbar lo inconciliable de los rasgos, acentuando en un híbrido grotesco la mala copia de “la loca” Madonna, ahora además degradada por el sida.

La Madonna de San Camilo nunca se repuso del dolor causado por esta frustración y la sombra del SIDA se apoderó de sus orejas enterrándola en un agujero de fracasos. Desde ese momento, su escaso pelo albino, fue pelechando en una nevada de plumas que esparcía por la vereda cuando patinaba sin ganas, cuando se paraba en los tacoagujas toda desabrida, a medio pintar, sujetándose con la lengua los dientes sueltos cuando preguntaba en la ventana de un auto ¿Mister, yu lovmi? (1996:44).

Lemebel estrecha un vínculo entre dos grupos marginados, en este caso de género y de etnia. Ambos denuncian la imposibilidad de alcanzar dichos estereotipos, poseen características que no calzan con el modelo, “tenía cara de mapuche”  (1996, 37).

Bajo esta concepción el travesti se entenderá como la convergencia de tres tipos posibles de mimetismo: el primero, corresponde al travestimiento, el cual está enmarcado en una pulsión de transformación que no sigue un modelo real, sino que “se precipita en la persecución de una realidad infinita (…) ser cada vez más mujer [ser cada vez más Madonna] hasta sobrepasar el límite” (Sarduy, 1982:14). La segunda posibilidad de mimetismo es el camuflaje, que consiste en una transformación cosmética o quirúrgica del travesti que puede llevar inmersa una idea de desaparición o de invisibilización de lo masculino (en la acción de arte: “Lo que el sida se llevó” de Las Yeguas del apocalipsis, desarrollada en plena dictadura, la Madonna de San Camilo accedió a participar en un video de Gloria Camiruaga, donde fue filmada desnuda bajo la ducha “tal como Dios la echó al mundo, pero ocultando la vergüenza del miembro entre las nalgas” (1996:40). Por último, la tercera posibilidad es la intimidación, mecanismo que pasa por la exposición del artificio y de la máscara adquirida, y que tiene como fin aferrar o desestabilizar al otro (en la instancia “Museo Abierto”, que correspondía a “la primera muestra oficial de arte negado por la dictadura”, se incorporaron diversas manifestaciones artísticas, incluidas la perfomance y el video, razón por la cual Gloria Camiruaga pudo incluir, sin previa revisión del material, el trabajo realizado con la Madonna de San Camilo. La polémica se produce cuando un grupo de escolares acompañados por un profesor ven el video exhibido en el museo, desatando primero la furia del profesor y luego la de los grupos conservadores de la sociedad. Nemesio Antunez, en calidad de director del museo, es interpelado y luego de ver el video decide sacarlo de la muestra argumentado que “en ese caso era aplicable la censura”), (Salinas, 2010).

Lemebel alude también a la represión a la que las locas se expusieron bajo la dictadura y a la consecuente vulnerabilidad de este grupo social.

Nunca les tuvo miedo a los pacos. Se les paraba bien altanera la loca, les gritaba que era una artista, y no una asesina como ellos. Entonces le daban duro, la apaleaban hasta dejarla tirada en la vereda y la loca no se callaba, seguía gritándoles hasta que desaparecía el furgón (Lemebel, 1996:38).

Así, aparecen y desaparecen referencias a episodios de la historia chilena, pequeños fragmentos, testimonios, memorias, que en estas páginas encuentran nuevos sentidos. Así como la Madonna de San Camilo, otras y otros fueron desapareciendo tanto con la sombra del sida como con la dictadura, y mientras tanto no les quedó otra que hacer cómo, que simular identidades en pos de un devenir.

 El proyecto nombres (y la adjetivación de la muerte)

En la crónica “El proyecto nombres (un mapa sentimental)” (Lemebel, 1996:98-111), se hace alusión al proyecto nombres o Quilt (paño o tejido), iniciativa surgida en 1987 en Estados Unidos como homenaje a víctimas del sida, donde “familiares, parejas o amigos, testimonian a modo de cartas artesanales, la memoria en punto cruz sobre la ropa del fallecido” (1996:98).                                                                                                                       Para Tocornal Orostegui (2007), en esta crónica Lemebel deja ver como la multiplicación de los Quilt inevitablemente hace pensar en el aumento de víctimas del sida, refiriéndose a la exposición de un gran tapiz que se hizo en Estados Unidos, frente a la Casa Blanca. Y narra al respecto:

Lemebel señala, no obstante, cierta contradicción en esta exhibición del dolor, una exhibición que parece estar teñida, contradictoriamente de ausencia. Similar contradicción deja ver el autor cuando se menciona que el enorme tapiz exhibido en esa exposición fue autografiado luego por la popular actriz Elizabeth Taylor, comenzando desde ese momento a dar la vuelta al mundo. Lemebel revela estas contradicciones, señalando cómo una iniciativa, en esencia espontánea y real, ha sido redirigida y comenzado a formar parte de un horizonte en que esa misma espontaneidad parece perderse, aproximando al sida a la noción de fetiche. Destaca la carga emocional desplegada sobre estos paños, retazos de prendas de vestir, bordados con nombres, fechas, saludos, en tanto configuran un mapa multicolor y multicultural donde el sida es el denominador común: “nombres como números sin cuerpo, que el estigma almacena en este calendario de fin de siglo” (Lemebel, 1996:99).       

Con menos romanticismo que el de la iniciativa, Lemebel, advierte el lugar por el que transitaron esos mismos retazos antes de formar parte de los Quilt, ya no sobre el tapiz en exhibición sino sobre el cuerpo dañado del enfermo: “Ropa de noche, recamada en lentejuelas, que no pudo lucir por el peso de las costras doradas  (…), para alegrar un poco la facha con palmeras y frutas; pero fue arruinada por el vómito de sangre” (Lemebel, 1996:100).

Esta parte de la crónica está marcada por la insistencia en el dolor de las víctimas, esta vez desde los cuerpos, como queriendo centrar la atención en ellos y no en los alcances o discursos que pudieran emerger desde la exhibición de los Quilt. Lemebel se resiste a esa manipulación y vuelve su foco al sujeto, víctima de la enfermedad. Como “artesanía sentimental”, hermana a los Quilt con las animitas latinoamericanas. La crónica muestra ya casi al final los intentos en Chile de este proyecto, y aludiendo a ellos, se dice: “Otras connotaciones proclaman estas experiencias locales, un cruce político inevitable, las succiona en una marea de nombres aislados o desaparecidos, que deletrean sin ecos el mismo desamparo” (Lemebel, 1996:102) en una filiación entre enfermos de sida y personas desaparecidas por la dictadura.

Estos guiños a la historia de Chile, dejan al descubierto intentos de olvido o, si se quiere, la reivindicación de memorias individuales, excluidas de los discursos oficiales que se vuelven colectivas en el acto crónico. Lemebel revela como la enfermedad ha transitado desde un terreno silenciado, donde las homosexualidades permanecían encubiertas o prohibidas a causa de la censura impuesta por la dictadura en los años ochenta.

Con el fin de establecer la idea de un nunca más, el recuerdo se vuelve un instrumento de lucha política, donde ¿quién recuerda?, ¿qué recuerda?, ¿cómo recuerda?, y ¿por qué recuerda?, se vuelven fundamentales para abordar las problemáticas surgidas a partir de los genocidios acontecidos durante las dictaduras. El narrador Lemebel toma la palabra en esta crónica, como en las otras, para efectuar el ejercicio de nombrar y de decir esto ocurrió, aquí, allá, en un país que prefiere adherir a una iniciativa ajena en lugar de generar una propia o que está acostumbrado a no oír ni oírse.

Berenice (y la adjetivación de la maternidad)

En la crónica “Berenice (La resucitada)” (Lemebel, 1996:179-180), Lemebel relata la historia de Berenice, una historia que se inicia en el campo, en torno a las viñas y al duro trabajo a pleno sol. Antes de llamarse Berenice, “él era un chiquillo raro, feíto, pero con un cuerpo de ninfa que sauseaba entre los cañaverales” (1996:174). Desde niño debió soportar las burlas de los hombres que se reían de él y su modo delicado, pero al llegar la pubertad su “vaivén colibrí” se hizo ya muy evidente. Entonces, cuando cumplió dieciocho años, cansado de tantas burlas, decide irse con un grupo de mujeres a la corta de uva. Se despidió de su tía y su abuelo, contándoles de sus futuras aspiraciones de irse a Santiago. Trabajando con aquellas mujeres se sintió mucho más cómodo y acogido. Poco a poco fue confundiéndose entre las más jóvenes “con sus ademanes coquetos, el marucho riéndose a toda perla contenta, tirándose agua, aliviando el duro oficio con sus mariguancias de loca, diciéndoles a las señoras que no se encorvaran tanto” (Lemebel, 1996:176). Una tarde de febrero, trabajando a treinta y pico de grados de calor, una chica joven cayó al suelo sin despertar nunca más. Todas las compañeras, impresionadas por el incidente, comenzaron a correr de un lado a otro averiguando quién era la niña, al mismo tiempo que arremetían contra los patrones “esos explotadores de mierda tenían que hacerse cargo de este crimen” (Lemebel, 1996:176). El chico fue dejado junto a la muerta, pues no le permitieron ir a reclamar con las demás mujeres. “Tú no, le dijeron al coliza, tú no eres mujer” (Lemebel, 1996:176). Sentado junto a la muerta, el chico comenzó a observar detenidamente el cuerpo: “parece una virgen, se dijo, cerrándole los ojos. Pero para ser virgen tiene que tener un nombre, algún papel de identificación” (Lemebel, 1996:176). Empezó entonces a registrarle los bolsillos hasta dar con el ajado carné de identidad, momento en que se le ocurre tomar el nombre de la joven muerta y rebautizarse como Berenice. Con su nueva identidad, desaparece del lugar con rumbo a Santiago. La vida en la capital era dura así es que tuvo que sobrevivir los primeros meses trabajando en la calle, a pesar de que ella “nunca quiso terminar su vida como las otras maracas de nacimiento” (Lemebel, 1996:177). Por esta misma razón, apenas pudo dejó la calle y se empleó como niñera en la casa de una familia. Paulatinamente comenzó a encariñarse con el bebé de la casa y empezó a establecer un profundo lazo con él, al punto que un día, éste la llamó mamá, cosa que drásticamente cambió el rumbo de las cosas: “Ese nombre una vez más le desordenó el mate ya desordenado por tanta mudanza de sexo. Ese mamá le fragilizó al máximo su corazoncito de tenca y no lo pensó dos veces, arrancando con la guagua como si se robara una muñeca de una tienda de lujo” (Lemebel, 1996:178). De allí, en adelante, Berenice “saltó a la fama de loca raptora”, pues comenzaron a aparecer en las portadas de los diarios y en la radio las nuevas pesquisas de la policía que decían que Berenice era hombre. Berenice quiso escapar de todo eso y se fue al sur con el niño a cuestas, “doblemente travestido de mamá”. En el sur, Berenice se gastó el poco dinero que le quedaba consintiéndolo al niño. Hasta que lo pilló la noche y los echó a dormir acurrucados en una plaza, donde minutos más tarde los encontraría la policía. “Pero casi ni se inmutó, como si despertara a un final de fiesta conocido. Congelada para la foto del diario, entregó al baby como si devolviera un juguete prestado” (Lemebel, 1996:180).

Berenice es una loca que nace en un mundo predominantemente masculino, el campo, terreno representativo del patriarcado, cuyas relaciones de poder quedan en evidencia en esta crónica. Por un lado, el poder que emerge de la figura del patrón, incluso en su ausencia y el abuso de ese poder a través de la explotación que ejerce sobre los trabajadores (…) Todo ese orden recae sobre el niño, más tarde rebautizado Berenice (Tocornal Orostegui, 2007:21-23).   

 Si bien la crónica escenifica al mundo homosexual travesti, caracterizado por “la loca”, se reproduce a la sociedad en su conjunto, pero bajo el prisma de “la loca”, se carga de ironía, siendo aún más evidentes los odios de clases. En este sentido, la mirada cruda de “la loca”, espejea la dinámica social en toda su realidad, sin censuras ni apariencias. Lemebel logra reproducir a través del “micromundo” de “la loca”, el “macromundo” de la sociedad en su conjunto, a la que califica de triste, patriarcal, masculina, que excluye a la mayoría bajo su lógica neoliberal, violenta, coercitiva, insensible, heredera de toda dictadura: militar, sexual, de género; donde cambiarse el nombre, aunque sea en forma adjetiva, sobreescribe para Lemebel el género para reconocerlo acaso en la más actual de sus auto-percepeciones: “la loca”.

“La loca” (y la adjetivación de lo femenino)

“La loca” pertenece, siguiendo al propio Lemebel en las crónicas que analizamos de Loco afán, a una homosexualidad triplemente segregada: el travesti que se cambio el nombre (de a miles, como María Camaleón para refugiarse en el anonimato de tantos y escapar de su forma sumisa o reproducirla en el apodo; o de a uno, como la Madonna, y ofrecer resistencia mientras pueda o reproducir la sumisión en la copia de la cantante norteamericana); el travesti que se prostituye y qué, en los avatares de la vida, ha caído además como víctima del sida, razón por la cual una vez más es marginada; y que como víctima del sida una vez muerta tiene que soportar un proyecto yanqui para que familiares, parejas o amigos, testimonien a modo de cartas artesanales, la memoria sobre su ropa fallecida; o el travesti que ha rozado la maternidad en la ilusión del robo de un bebé que la llamó mamá y la travistió doblemente como mujer y madre hasta que el aparato policíaco-jurídico-estatal le cayó encima y lógicamente, aceptó la condena.                                                                                                                         Lemebel defiende con “la loca” a modelos de homosexualidad propios, en contraposición con la asimilación de modelos ajenos. Lo mismo hace con el género crónica en oposición a otros géneros como la noticia, la novela o el ensayo de investigación. Porque “la loca” en sí, no es real, es más bien una metáfora sobre la homosexualidad y sobre lo femenino. Por eso, con Francisco Casas se hicieron llamar Yeguas, dice Lemebel en una entrevista a Andrea Jeftanovic (1998), “como un gesto de enorme cariño a esa femeneidad castigada”, pero justamente es a esa femeneidad a la que llevan al extremo. Lo mismo que la crónica que lleva al extremo la subjetivación al punto de parecer un texto autobiográfico e incluso confesional; y en los dos casos lo que hace es reflotar esa confrontación social política sobre todo desde el género.

En función de esclarecer esta dimensión política de “la loca”, podemos recurrir a los planteos de Judith Butller (1997) que ha grandes rasgos lo que propone es que tanto el sexo como el género no son conceptos naturales, sino que, por el contrario, son construcciones culturales y sociales. Según María Luisa Femenías, Butler va a seguir la idea de que:

No hay dos elementos que puedan distinguirse: el sexo como lo biológico y el género como lo construido. Lo único que hay son cuerpos que ya están construidos culturalmente. Es decir, no hay posibilidad de un sexo natural, porque cualquier acercamiento teórico, conceptual, cotidiano o trivial al sexo se hace a través de la cultura y de su lengua. Al describirlo, al pensarlo, al conceptualizarlo, ya lo hacemos desde unos parámetros culturales determinados (Femenías, 2009:2).

Butler propone entender las categorías sexo-genéricas a partir del concepto de acto performativo travesti, en la medida que dichas categorías se configuran como actos discursivos que se realizan por intermedio del cuerpo. Estos actos se repiten y ritualizan a través de tiempo como un constante “estar haciéndose”, lo que no sólo permite consolidar los códigos culturales, sino que al mismo tiempo, genera la posibilidad de la ruptura, desestabilizando las normas que rigen los cuerpos: “en las diferentes maneras posibles de repetición, en la ruptura o la repetición subversiva de este estilo, se hallarán posibilidades de transformar el género” (Butler, 1997:297).

Porque a través de “la loca”, Lemebel emprende una lucha contra los poderes que recaen sobre el sistema sexo-género, resistiéndose a imposiciones homonormativas promotoras de identidades fijas.

Con “la loca” logra escabullir esos mecanismos de poder, abrir (nuevos devenires) y mostrar realidades más heterogéneas y complejas. Lo anterior se relaciona con lo expresado por Diamela Ellit, citada por Gloria Medina-Sancho: “En los márgenes de la sociedad es donde se produce la desestabilización de las estructuras de poder y al mismo tiempo la apertura de nuevos discursos” (Medina-Sancho, 2006).

Lemebel logra desequilibrar esas zonas tan protegidamente estables, atacándolas desde un flanco que ha quedado desprotegido, logrando así hacer tambalear sus estructuras de base tan aparentemente sólidas.

“La loca” de Lemebel desestabiliza la cuidada armonía de la masculinidad hegemónica al sacar a la luz pública a un modelo de identidad homosexual, convenientemente oculto en la periferia de las ciudades, logrando con ello revelar la heterogeneidad del propio mundo homosexual y, en consecuencia de las identidades de género (Tocomal Orostegui, 2007:26).

Pero entre todas las alianzas que Lemebel desarrolla a lo largo de sus crónicas, es sin dudas, la que establece con el mundo femenino, la que con mayor regularidad aparece en sus crónicas. Cuando a Lemebel se le preguntó el por qué de esta filiación en la entrevista concedida a Jeftanovic, respondió citando a Gilles Deleuze:

Deleuze sostiene que todo devenir minoritario pasa por un devenir mujer, evidentemente pasa por ahí, [se vuelve complice] en esa matriz. Precisamente por la relación con el poder, toda minoría gay, sexual, étnica pasa por el devenir mujer. Y más allá de eso, esto puede sonar como eslogan, y es que todo lo que yo he aprendido lo he aprendido de ese lugar –la mujer- en términos de confrontación a lo dominante, a lo fálico. Y de alguna manera eso ha sido mi vida, una oblicuidad a lo dominante. Esto que me parecía tan maravilloso, estos discursos transgresores de decir todo cara de palo, ya habían sido practicados por mujeres (Jeftanovic, 1998).

Y es a ese andar femenino de “las locas” al que Lemebel sobrenombra en sus crónicas como travestis, como madonnas, como muertas de sida, como madres en nombre propio que no son otra cosa en él más que él, que bajo las condiciones represivas de una dictadura, quedaban tan o más desprotegidas que otras minorías, excluyéndoles cualquier posibilidad de inclusión en la sociedad como tales.                                                                                        Cabe recordar que una vez instalada la dictadura, las locas debieron transitar por otros sitios  más ocultos. En este sentido, Lemebel, hace crónicas testimonios que fueron excluidos en la construcción de la historia oficial, como si sus experiencias de vida no tuvieran nada que decir acerca de esos años y del género.       


[1] Chilenis: una lanza chilenis es un honrado tipo que le llama la atención a una persona, la cual por agradecimiento le regala una cosa de gran valor. Son excelentes atletas debido a que corren como una bala y tienen un grupo definido por si aparece un policía o una víctima de gran calibre.

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