Cuando sucedió el fallecimiento intempestivo de su esposo, Pancha era una mujer de cuarenta y cinco años, dueña del comercio más próspero del barrio.
Una gran vidriera expositora albergaba gran cantidad de productos de perfumería, bazar, regalos, artículos de limpieza, librería; también vendía toda clase de galletitas, golosinas y cigarrillos. Recuerdo cómo me gustaba ir a comprar cartulinas y papeles decorativos para forrar mis cuadernos, expuestos en una calesita giratoria muy alta que dejaba ver la gran oferta de estampados que poseía.
Pancha era una mujer petacona, de peso considerable -teniendo en cuenta su corta estatura-acostumbraba arrastrar sus pies para caminar con un vaivén interesante y simpático. Fue la madre de Francisco y de Helena y esposa de don Salvador,quien le había instalado este comercio bajo la consigna de que estuviera entretenida mientras él estaba ausente.
Salvador, un inmigrante proveniente de Siracusa, sur de Italia, era de porte bien grande y bigote al estilo “Walrus” -realmente, a simple vista, daba miedo, siempre y cuando no se lo viera jugar con Helena; se ocupaba del negocio familiar: una marmolería que poseía con un hermano al sur del Gran Buenos Aires. Se encargaba de viajar por el interior del país, levantando pedidos y viajando para realizar las cobranzas de los trabajos que llevaban a cabo.Helena, por su parte, fue mi gran amiga y hermana por elección, durante toda su vida; Francisco, demasiado serio para su adolescente edad, pero un idiota al fin, hasta que mostró las garras, años más tarde.
Pancha conocía a cada uno de los integrantes de las casas del barrio a cuatro cuadras a la redonda -no se le escapaba detalle. Si preguntabas por alguien, otorgaba un minucioso conocimiento de esa persona y sus relaciones interpersonales.
Luego del hecho que le llevó a cerrar su negocio y no estar más en la ventana corrediza y vidriada del frente de su negocio, por donde despachaba a los transeúntes de paso, continuó haciendo vigilia, luego del pertinente luto, detrás del postigo del portón gris de su vivienda con frente marmóreo granítico rojo y negro.
La viudez le quitó el negocio y su principal fuente de ingresos, pero no la posibilidad de parlotear con el barrio de todo aquello que acontecía en él. Si querías conocer vida y obra de alguien, Pancha era como una biblioteca viviente; jamás podías llevarle alguna novedad: ello lo sabía todo, con detalles y demás…
Discreta la petacona; jamás iban a verla en la vereda de su casa ni en la casa de otros vecinos, pero detrás del postigo del portón de su casa, sí. Enganchaba a tanto vecino que cruzaba por su puerta para que le hicieran los mandados; y, si esas compras eran sin la presencia de dinero disponible, bastaba con decir “…anótalo, es para doña Pancha…”
El tiempo pasó, transcurrió sin prisa y el portón, un día, no se abrió más. Pancha se enfermó; pasó a estar a cargo de Helena porque Francisco, su hijo mayor, hizo su vida lejos de ellas, aunque cada tanto, se daba una vuelta para dejarle algunos morlacos extras más allá de su pensión.
La casa del portón gris y frente de mármol granítico rojo y negro, fue desocupada por falta de mantenimiento y la gran golpiza entre Fr5ancisco y Helena, fue desencadenante de la mudanza de las mujeres de la casa. Helena fue la encargada siempre del bienestar de su madre; su hermano, un visitante.
Se mudaron. No se fueron muy lejos; alquilaron la casa de enfrente. Dado que Pancha estaba con un cuadro de diabetes y poca capacidad para caminar por sus propios medios, terminó siendo asistida para sus traslados y descanso, en una silla de ruedas… eso sí, siempre acomodada en la ventana de la cocina que daba estratégicamente hacia la calle.
Pero Pancha, no por su enfermedad se podría decir que contaba con baches en su memoria. Tenía una memoria prodigiosa y recordaba minuciosamente cada historia barrial y familiar a la cual podrías arribar y consultarle sin inconvenientes; y fue así hasta el día de su deceso.
A esta altura, Pancha contaba con más de noventa años. Fue cuando le solicitó a Helena que necesitaba hablar con una persona en particular: la protagonista sería yo misma.
Por supuesto que concurrí a verla sin saber que, entre esas historias, había una que guardaba para algún momento en particular. Fue una de esas historias que puede hacer cambiar el modo de ver lo equivocado de tu existencia, de los hechos transcurridos y tu futuro, por más de treinta años.
¡Si, señores! ¡Treinta años de inmutable silencio de la biblioteca viviente sobre mi propia historia!
Esa que me creí toda la vida: un ramo de flores y una promesa escrita en la tarjeta adjunta al ramo: “…te espero en la puerta de la iglesia para fugarnos y ser felices…”.
Un ramo con una tarjeta que palpitó en mi pecho hasta el momento de arribar.
Pero ese amor no estaba en los escalones de la entrada, ni en el abrir de las dos hojas labradas del portón principal, que dejaron pasar a mi padre y a mi… ni tampoco estaba esperando en los bancos de la plaza de enfrente del San Juan Bautista de Valentín Alsina.
Entré. Los ojos humedecidos y un amargor en mi garganta me ahogaban mientras mi padre, que me sostenía de la mano, me condujo al altar… con otro hombre.
Pancha cerró su boca por más de treinta años; y dijo que ahora, era el momento de decirme que él, no envió esas rosas rojas con mosquetón blanco y tarjeta incluida. Tampoco entendió porque fue partícipe de ese engaño, ni el de mi madre que fue la de la idea…
No pude decir demasiado en ese momento. Solo le repetía una y otra vez, si esto era cierto…
Pancha solo se disculpó diciendo que lamentaba no haber podido decirlo en su momento ni frenar a mi madre. Jamás entendió las causas de este hecho y lo incorrecto de lo acontecido.
Para que no quedaran dudas, la mujer de memoria prodigiosa conto con cúmulo de detalles, quitando máscaras y dejando ver cómo la mentira se apodero de tres vidas: la del novio, las del otro y la mía.