Pablo Milanés, un indispensable de la canción latinoamericana

Pablo Milanés, un indispensable de la canción latinoamericana

El cantautor cubano tenía 79 años y murió este martes en Madrid

Autor de clásicos como “Yolanda”, “Yo no te pido” y “Yo pisaré las calles nuevamente”, fue una de las voces más profundas de la Nueva Trova, el movimiento que fundó junto con Silvio Rodríguez y Noel Nicola en los ’60. En el amor o en la lucha, la coherencia de Milanés siempre estuvo al frente de sus obras y si bien nunca renegó de la Revolución, de la que se consideraba “abanderado”, supo criticar sus estancamientos con lucidez y sensibilidad.

El martes de madrugada, en Madrid, murió Pablo Milanés. Tenía 79 años. Las complicaciones de una enfermedad oncohematológica que sufría desde hacía varios años y que lo obligó a instalarse con su familia en Madrid a finales de 2017 para recibir tratamiento, fueron la causa del deceso. Con Milanés se va una de las voces más profundas de la Nueva Trova cubana, el movimiento del que fue fundador junto con Silvio Rodríguez y Noel Nicola en los ’60 y una de las influencias más poderosas para la moderna canción en castellano. “Agradecemos profundamente todas las muestras de cariño y apoyo, a toda su familia y amigos, en estos momentos tan difíciles. Que descanse en el amor y en la paz que siempre ha transmitido. Permanecerá eternamente en nuestra memoria”, se lee en el comunicado con el que la oficina del artista publicó la noticia en las redes sociales.

Pablo, así sin apellido como afectuosamente se lo reconocía, fue autor de temas que lo trascendieron para hacerse parte del cancionero multitudinario de Latinoamérica. Canciones de amor como “Yolanda”, “El breve espacio en que no estás” o “Yo no te pido”, por nombrar algunas, complementaban el fervoroso compromiso político de una época que se refleja en “Yo pisaré las calles nuevamente”, “La vida no vale nada” o “Yo me quedo”. En el amor o en la lucha, la coherencia del cantautor siempre estuvo al frente de sus obras y si bien nunca renegó de la Revolución, de la que se consideraba “abanderado”, supo criticar sus estancamientos con lucidez y sensibilidad. Así, en los ’90 cantó su dolor profundo con temas como “Días de gloria (“Vivo con fantasmas / Que alimentan sueños y falsas promesas / Que no me devuelven / Los días de gloria que tuve una vez”); “Éxodo” (“¿Dónde están los amigos que tuve ayer? ¿Qué les pasó? ¿Qué sucedió? ¿A dónde fueron? Qué triste estoy”) o “La libertad” (“A qué seguir respirando / Si no estás tú, libertad”).

En Argentina, sus canciones circulan desde hace mucho por los lugares privilegiados del gusto popular. En ese intercambio que el tiempo, “el implacable”, no deterioró, hay un primer momento que tiene mucho de épico y que marcó para siempre la calidad de su recepción. Fue cuando tener ciertos discos era un acto de insurrección y escucharlos un ejercicio de esperanza. Por estas playas a Pablo se lo comenzó a escuchar a mediados de los ‘70, con esa mezcla de cuidado y devoción que imponen los tiempos de intrigas y represión. En 1976, el editor Rafael Cedeño publicó un casette con licencia de Egrem Cuba. Ahí estaban “Para vivir”, “A Salvador Allende en su combate por la vida”, “Llegaste a mi cuerpo abierto” y “El tiempo, el Implacable, el que pasó”, entre otros temas que serían revelaciones.

Cantándole al amor o a la guerra, a lo frecuente o lo excepcional, a lo perdido o lo por recuperar, Pablo ponía una impronta personal para el regocijo colectivo. Como todo lo que por entonces se filtraba de Cuba, para muchos una isla de esperanzas y reivindicaciones, esas canciones bellísimas en su forma, bien acabadas en su factura, y perfectas en el sentimiento, se convirtieron en el santo y seña de una manera de estar en el mundo. Poco después, cuando Mercedes Sosa regresó a la Argentina, en febrero de 1982, lo hizo cantando “Años”, otra canción perfecta, que solo un joven podía escribir con semejante arrebato.

En abril de 1984 Pablo llegó a la Argentina por primera vez, junto a Silvio Rodríguez. En el país que fatigosamente reconstruía su democracia, se los recibió como a viejos amigos. Dieron catorce conciertos en Obras. De esas noches quedó un registro: En vivo en Argentina, un álbum doble del que participaron además León Gieco, Víctor Heredia, Cuarteto Zupay, Cesar Isella, Piero y Antonio Tarragó Ros. Desde entonces, Pablo regresó una innumerable cantidad de veces y en distintas circunstancias, incluso para cantar en la 50º edición del Festival de Cosquín, en enero de 2010, en una madrugada para el olvido. No obstante, su relación con el público argentino fue inquebrantable, hasta su última visita en 2019.

Pablo había nacido el 24 de febrero de 1943 en Bayamo, que por entonces era la provincia de Oriente y tras la Revolución sería la de Granma. Se formó, más allá de algunos años en el conservatorio, con los sones de los viejos trovadores y los clásicos del filin, la apropiación cubana del jazz que renovó la canción entre los cincuenta y sesenta. Bajo esta influencia, que nunca dejó de cultivar, compuso “Mis 22 años”, para muchos el germen de lo que sería la Nueva Trova. En ese contexto representó un puente entre géneros y generaciones. Al filin, siendo ya un cantautor consagrado, volvió con un trabajo de seis volúmenes en los que interpreta a José Antonio Méndez, a Marta Valdés y a César Portillo de la Luz, entre otros. Hizo lo mismo con la trova tradicional, con la música de Sindo Garay, Compay, Miguelito Cuní y Cotán, a quienes dedicó un álbum triple que significativamente llamó Años.

Después de su paso en 1968 por el Centro de la Canción Protesta de la Casa de las Américas, entre 1969 y 1974 Pablo fue parte del Grupo de Experimentación Sonora del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, bajo la dirección de Leo Brouwer. Ahí se encontró con Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Eduardo Ramos, Sergio Vitier, Emiliano Salvador y Sara González. De ese taller creativo, que cambió las bases y los modos de entender la música cubana, surgió el movimiento de la Nueva Trova, una manera de entender la canción popular, con contenidos políticos y sociales pero sin renunciar al lirismo, sobre el modelo que a principios de los ’60 había planteado el Manifiesto del Nuevo Cancionero en Argentina. Antes, por indisciplina en el servicio militar, el joven rebelde pasó a un campo de trabajo en Camagüey, del que escapó. Terminó en la Unidad Militar de Ayuda a la Producción, donde había religiosos, homosexuales y todos aquellos que no cuadraban con los “parámetros revolucionarios”.

Todo eso se refleja en sus canciones, corajudas y bellas, distribuidas en alrededor de sesenta discos editados en distintos lugares del mundo, trabajos que lo colocan entre los indispensables y de la música iberoamericana. Fue cantado por muchos y muy distintos y escuchado por las mayorías, por varias generaciones. Por eso, hablar de Pablo Milanés en términos de canciones políticas, de amor, o de aquellas más críticas en su desencanto, no es suficiente para comprender la dimensión real del hombre que inseparable del artista transitó con lucidez su tiempo, desde las luchas colectivas de la juventud hasta la personal contra una enfermedad que a pesar de condicionar sus últimos años de vida, no llegó a alejarlo de los escenarios.

Aunque cualquier frase de cualquiera de sus canciones mantiene fresco y latente su sentido, será imposible olvidar al que cantó con voz cristalina y sentimental: “La vida no vale nada si escucho un grito mortal/ y no es capaz de tocar mi corazón que se apaga”.

Fuente: Página 12

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