Le hubiera dado mi vientre
en esos días de haber podido.
A las dos, a mí.
Para que no lloraran por las noches.
Para sentir lo que estaban sintiendo.
Para sentir lo mismo,
aunque distinto, pero así.
Le hubiera dado mi vientre
en esos días de haber podido.
Para amortiguar el golpe en la caída
de un barranco que no se deja
y nos empuja.
Me quedé con la mano extendida
cuando sonó un disparo y corrimos.
Sin dirección, desesperados, malheridos.
Corrimos.
Hacia Pereyra Lucena, al Hospital Italiano, al vacío.
Al absurdo de una ilusión que se nubla y que se aleja.
A la casa de amigos para no sentirnos solos.
En el dolor del insomnio. Al lado mío.
Palpita.
Cierra los ojos, sufre.
Y otra vez al Evita, sin consuelo.
Al Británico. Sin remedio.
Ya tarde.
Sus labios cerrados no supieron de risas.
Me enojé con el mundo, con los que no estuvieron.
Conmigo.
El disparo se escuchó en la calle Aráoz.
Pero si estábamos ahí. ¿Por qué corrimos?
En el cuarto que dejamos para ella.
Un clavel, un racimo de violetas.
Inicio, madrugada, siesta, fresia.
Y una parte de mí se fue a buscarla.
La soñé hija, mujer, serena, bella.
Con la cara de Norita mirándome.
Pidiéndome que no la abandonara.
Pero no pude.
La soñé hija, mujer, serena, bella.
Con la cara de Norita mirándome.
Pidiéndome que no la abandonara.
Pero no pude.
Hoja caída del árbol de araucaria
que tenemos en casa
que juntaría por el resto de mi vida
si fuera necesario, si eso la calmara.
El canto suave de una gorriona apichonada
despertó mis ojos y mis ganas de llorar
en esa noche.
Me levanto.
–No sé por qué me está pasando esto
justo el día de mi cumpleaños–
Entre camelias y jazmines
la imagino jugando en el jardín.
Creciendo.
Como flor de pascua
asoma entre las margaritas.
Me atraganto.
Y no puedo soñar más.