Lisboa. Por Ana María Figueira

Lisboa. Por Ana María Figueira

Por las callecitas empedradas van y vienen los pequeños y coloridos tranvías. Suben bamboleándose en las cuestas y se lanzan raudos en las bajadas, como peces que buscan encontrarse con el mar que los llama golpeando el puerto.

El café tiene una sola mesita en la calle. Allí está sentado un inmóvil Pessoa cubierto por un inexorable bronce herrumbrado, de ojos fijos, pero no ausentes, mirando el devenir de la vieja ciudad.

Con cierta nostalgia, su noble y serena mirada se pierde tras la sonrisa de alguna muchacha que pasa por allí, soñándola.

En silencio me siento a su lado y lo invito a tomar una copita de oporto. Brindo por él, por su pluma, por Campos, Caerio y Reis, habitantes de ese sólido y estático poeta, reclinado en su silla, acodado en su mesa.

Frente a él, en la otra vereda, un simulado Quijote de cartón y plata se instala, detiene allí su vago
transitar. Envuelta en su encanto, Dulcinea le regala el tintinear de algunas monedas.

Aunque los viejos edificios no parecen molinos, él adopta una actitud gallarda dispuesto a enfrentarlos.

Brilla y se mueve. Escudo en mano, lanza en ristre. Luego se detiene, se aquieta, se cubre de
solemnidad.

El sol del poniente ilumina el gran escenario. Surgen las investiduras de la irrealidad.

Algo despierta en la quietud del poeta, tal vez aquella vieja doradura. Pessoa descruza las oxidadas piernas, se para y va hacia él.

Sobre la mesa queda el sombrero de bronce. Al partir me lo cede como quien deja lo inútil.

El trashumante quijote abandona su yelmo, su escudo y su lanza. El poeta su gloria.

Es allí cuando la calle los une.

En una entrega de siglos ausentes, los dos se funden en un abrazo eterno… eterno de tanta eternidad.

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