EL CUENTO POR SU AUTOR
Me cuenta mi hija que vio un mono al final de un pasillo. No sólo eso. Me cuenta, también, que el mono la vio a ella. Lo cuenta con una sonrisa y puedo ver en su mirada la fascinación que le provoca el encuentro, puedo oler su adrenalina. Es el primer mono que ve y el primero que la ve a ella. Cuenta, con sus palabras de nena, que ahí estaban sin animarse a decidir qué sería lo que harían, si se acercarían despacito hasta fundirse en un abrazo de amigos que se encuentran, o se conformarían con ese cruce cómplice de miradas.
Cuenta mi hija que un señor se acercó a defenderla. Así le dijo el señor: tranquila, nena, yo me ocupo, yo te defiendo. Mi hija se fue.
Un rato más tarde me cruzo con el señor. Él se acerca para que yo le agradezca. No estoy decidida a hacerlo, entonces le pregunto: ¿Cómo supo que el mono era peligroso, cómo supo que no estaba perdido o asustado? El hombre me contesta: lo supe porque nos miramos y el miedo estaba de mi lado.
Esa es la primera frase que tuve de este relato. Supe que ahí tenía un cuento.
Cuento yo, la historia del señor.
La estafa
Cuando Lorena dijo montaña yo dije mar. Cuando ella dijo Brasil yo dije Méjico. Cuando dijo una casita en la playa, yo dije un súper hotel, y por primera vez ella había cedido. Y había organizado todo. Había elegido hasta el último detalle. Valijas, ropa, bronceadores. Parecía como si siempre hubiera querido hacer este viaje.
Entonces sucede, en un parpadeo. En un abrir y cerrar. Pasa. Nos estamos mirando a los ojos: el mono y yo.
Estamos solos, en el pasillo.
Hace un minuto nomás, casi no veía. Venía cegado de tanto sol. Y la sombra del pasillo parecía la noche. Salgo del ascensor a tientas. Me freno hasta que se me acostumbra la vista y entonces lo veo.
El pasillo es largo y balconea tres niveles a un patio central lleno de palmeras. Tropical. A lo lejos se escucha la arenga del profesor de zumba, mezclada con el infinito golpear de las olas contra la arena. Dale, dale más… arriba, arriba. Las olas contra la arena. Pupila contra pupila, las del mono y las mías, unidas por una línea invisible, casi visible, que cruza todo el pasillo de baldosas rojas tipo colonial. A mi izquierda la baranda de mampostería, a mi derecha un muro lleno de puertas con números. Debajo de mis pies las baldosas rojas. Las baldosas son nuestra distancia.
Yo lo sé y él lo sabe: el miedo está de mi lado.
No desesperes, me digo. Me lo digo en voz alta, aunque casi sin volumen. Después, miro la línea que une nuestras pupilas, que ahora se ve nítida. Es como un hilo tanza, en cuanto lo ves, no podés dejar de verlo.
La marioneta se vuelve títere. Lo mágico se vuelve estafa.
El hilo se ve.
Es una señal, me digo. Una señal de que las cosas cambian, de que el miedo tampoco tiene bandera. Puede estar de mi lado. Puede irse al suyo.
Me agacho lo más animal que puedo y rujo un rugido ancestral, desconocido. Ancestral en serio, de antes de ser especie.
Juaaj. En ese rugido desmesurado escupo una bola de fuego y miedo. Y me quedo un rato rumiando. La bola sale de mi boca y empieza a rodar descontrolada. Rueda golpeando contra la baranda, contra las puertas de las habitaciones. Si alguien saliera en ese momento, se quemaría. Sería una tragedia. Y nos echarían del hotel, y entonces Lorena me echaría de casa. Rueda flotando, apenas encima de las baldosas rojas, y a su paso quema el hilo que unía nuestras pupilas.
Nos perdemos de vista. Cada uno a un lado de la bola de fuego y miedo.
Miedo que ya no está de mi lado.
Miedo que rueda hacia él.
Suspiro aliviado. Ahí es cuando tengo que escapar. Pero de qué, si no tengo miedo, si acabo de soltar al mío. Quiero saborear la victoria. Quiero ver al miedo irse. No puedo escapar de la tentación del placer. El alivio de un terror que cede. El sueño que llega después del insomnio. Quiero ver al miedo pasar el punto medio entre nosotros y caer, como un gordo en un sube y baja, encima de él, del mono.
Me quedo. Voy a quemar al mono con el miedo hecho fuego.
Voy a quemarlo vivo. No me da culpa. Pudo haber escapado.
Él no se mueve. Está alerta pero no se mueve. Tiene una mano cerrada. El puño cerrado, como para pegar. Igual pienso que no hay margen.
No hay margen, mono, digo. Ahí deben terminar las cosas. Voy a quemar vivo al mono, que no se mueve. Es un mono imbécil.
Pero se corre.
El mono se corre y la bola le pasa al lado, convertida en una chispa de estrellita navideña. La bola se hizo chispa navideña. Yo mismo lo había dicho: las cosas cambian.
Otra vez el vacío cuadriculado y rojo entre nosotros. El hilo reaparece intacto, amenaza. Renueva la estafa, se ve cada vez con más claridad.
Yo había ganado tiempo. Nada más.
Él había ganado confianza. Nada menos. Tiempo le sobraba.
El vacío rojo, tropical, lleno de puertas, se fue llenando de a poco, otra vez de miedo. Y otra vez. Sí, otra vez el miedo de mi lado.
Un miedo con experiencia, con una batalla perdida, uno grande, bien grande. Un líquido caliente baja por mi pierna. Me estoy meando encima y no me importa. Aunque no me importa pienso: suerte que nadie me ve. Idiota. Estoy pensando mal. Necesito que venga alguien. Que alguien me vea. Ser tres cambiaría todo. Seríamos dos contra uno. Pienso en Lorena que está haciendo zumba. A Lorena le gustaría hacer un trío. A mí no. Traté de no enterarme, pero igual me enteré. Acá no, es decir, acá sí, preferiría que llegase alguien que no llega.
Acá estamos solos con el mono, que sigue con el puño apretado. ¿Sabe el mono que estoy meado encima? La izquierda es la que tiene cerrada. ¿Es capaz de olerlo? ¿Tiene sexo de a tres el mono? Sacudo la cabeza, estoy fallando otra vez. Pensá, Esteban. Hacé un análisis de la situación, es un ser inferior. Lo intento. Análisis de la situación: el miedo es mío. Eso es lo primero que tengo que aceptar. Ahora tengo que pensar mi próximo paso. Pensar. ¡Sos ingeniero, Esteban, pensá!, me dice Lorena a veces. El miedo no es buen consejero. Lorena tampoco. Me pongo a cargo de mi miedo. Le doy la mano, como un padre a un hijo. Puede ser que algún día sea padre. Si hacemos un trío puede que no sepamos de quién es el hijo. Lorena quiere un trío con otro hombre. No admite otra mujer. Le doy la mano, decía, como a un hijo que podría ser mío, o no, pero que está a cargo mío, no él de mí. Digo, yo a cargo de mi miedo. Trato de achicarlo. Estoy tratando de achicar el miedo, doblarlo un poco, agarrarlo de la mano y esconderlo, hacerlo un bollo y meterlo en el bolsillo de la malla meada.
Entonces, cuando estoy empezando a pensar bien: el mono aúlla.
No como un mono, aúlla como un jaguar.
Sí. El mono aúlla como un jaguar.
Casi no puedo decir si es un mono o un jaguar. Las pocas certezas se desvanecen. Un terrón de azúcar que entra en el café. Un sabor lejano de algo que se supo y ya no se sabe. Es el sol que enceguece. Puede ser que no haya recuperado la vista. Se corta el hilo de la marioneta, caen los brazos, se suelta la tanza. ¿El mono me estafó y es un jaguar, o el jaguar es la marioneta del mono? El miedo crece, se me escapa de entre los dedos, el miedo es una masa que fermenta descontrolada. Puede ser que la masa me envuelva. Que ya no me deje respirar. Tengo el pecho cerrado. El aire que no entra. Soy una marioneta de esa masa que leuda descontrolada. Otra vez me meo.
Yo había dicho.
Yo había dicho que odiaba los hoteles tan selváticos. Fue algo que sostuve durante años. Aunque esta vez era distinto. Esta vez, en realidad, lo había dicho ella. Yo dije que una vez podíamos probar. Creo que esa fue la parte que dije primero, y después tuve que insistirle. Quise ser innovador. Jugó a mi favor la zumba. Lorena es fanática de la zumba. Lorena siempre quiere bailar. Y yo no. ¿Ya dije que me llamo Esteban? Soy ingeniero industrial. No bailo. Lorena, mi mujer, sí. Hijos todavía no tenemos. Trato siempre de aprovechar cuando Lorena está ocupada para ir al baño tranquilo. Sin la respiración de Lorena del otro lado de la puerta. Prender el aire acondicionado, sentarme en el inodoro, y jugar a agrupar caramelos de a tres en la tablet.
Ese había sido mi plan.
En Méjico. A las cinco de la tarde. Un día de sol. Ese era siempre el plan. Pero ya estaba arruinado. Mear ya había meado, dos veces, y era muy probable que también me cagara encima.
Deben ser cuarenta, sí. Unas cuarenta baldosas deben separarnos. A treinta centímetros por baldosa, da unos doce metros. “A ella le gusta el bum bumbum…”. Cinco baldosas es el ancho del pasillo. Ese es nuestro tablero de juego. De acá hasta allá. De allá hasta acá. Acá y allá son lo mismo porque el edificio se repite en cada vértice. Aunque acá estoy yo, y allá él, y eso hace la diferencia. Y abajo, cerca del mar, Lorena y el bum bum. No hay valle sin montaña, se me ocurre pensar. Doy un paso hacia atrás. No hay miedo sin ogro. Él da un paso hacia adelante. No hay abismo sin precipicio. Yo un paso adelante y hacia la izquierda (como el caballo). No hay mono sin mí. Bingo, lo pensé. Él, otro paso hacia adelante, paso largo de tres baldosas (como la torre). No hay yo sin mono. La muerte. Desaparecer para que él no exista. Las cuarenta baldosas eran treinta y dos. Tengo la pregunta: ¿Cómo desmonizar al mono? Avanzo un casillero. Treinta y una. “Dale, zumba, dale”. ¿Cómo evolucionar al pariente primitivo? Me mira calmo y da otro paso. ¿Por qué me siento más primitivo que él? Doy un paso al costado. ¿Por qué soy inferior? Avanza dos y se sienta. ¿Por qué yo pago y él entra sin permiso? Me pongo en cuclillas. El tablero se achicó. El mono se agrandó. No hay más hilo tanza. Puedo verlo parpadear. Definitivamente el mono no es un jaguar. El azúcar vuelve a ser terrón. Estamos cerca. Él es un mono, yo soy Esteban, ingeniero. Trato de ver si el mono parpadea. Si me da una oportunidad. Podría escapar en un parpadeo. O el mono podría atacarme en un parpadeo mío. Cosas que podrían pasar mientras parpadeamos y no pasan. Humectamos las pupilas. Lorena pierde horas humectándose la piel, y mientras se unta con cremas, parpadea. Lorena se pierde muchas cosas más que yo, que sólo parpadeo, pero no me humecto la piel. Y si pudiera no hacerlo, no lo haría. No tengo opción. Parpadeo. El mono me ve hacerlo. Es lo único que muevo en este momento.
Él sentado, yo en cuclillas.
Miedo: poco.
Abajo, el profesor de zumba.
Siete baldosas entre nosotros. Si estiro la mano lo toco.
Bueno, acá estamos. Sin hilos. Cerca.
Yo pensando que no debe faltar mucho para que termine la clase de zumba. Y que Lorena me va a buscar en la reposera. Yo no voy a estar. Tampoco voy a juntar caramelos de a tres. Y él… vaya uno a saber si él eligió estar acá, si alguna mona lo espera en la palmera, si junta bananas de a tres, si le gustan los tríos como a…
Lorena. Lorena siempre había querido hacer este viaje.
No yo. Ella.
Había caído en la trampa.
Me había tendido una trampa. Y yo caí.
Y ahora ni cagar en paz puedo.
Lorena.
Tan lejos está Lorena del mono, que asusta.
Lo veo claro, el sol no me encandila, Lorena es el jaguar. El mono, medio recostado, me mira de reojo. Parpadea lento. Puede ser que esté por dormirse.
En cambio, ella, el jaguar, baila, está alerta. Es ruidosa.
Yo, el mono. No el jaguar.
Me acerco. Una baldosa más. El mono tiene los ojos casi cerrados. Respira profundo. Quiero tocarlo. No me animo.
Abre los ojos. Se sienta, parece manso.
Me mira.
Abre la mano izquierda. Tiene una mandarina. Siempre tuvo una mandarina en la mano.
La pela. Me controla. Tira la cáscara de la mandarina.
Come y me mira.
Me va a convidar. No, no me convida. Se la come entera, tres gajos por bocado. Termina el último gajo y se acerca más. Yo sólo parpadeo. El corazón me late acelerado. No es miedo. Por fuera estoy quieto. Sigo en cuclillas. Se acerca hasta casi rozarme. Agacha la cabeza y la mete entre mis piernas.
Me huele.
El mono me huele la malla meada. Después se corre un paso hacia atrás con desinterés. Gira. Me ignora, pasa al lado mío con la mirada perdida en un punto lejano.
Como si yo no estuviera ahí.
Aunque estoy. Sé que estoy porque lo veo irse. De espaldas me hace acordar al verdulero, aunque el mono es más peludo y el verdulero es un poco más alto.
Me pica la entrepierna que tengo meada. No me rasco. Lo miro irse.
Estoy tranquilo. Me gusta verlo irse. El mono llega a mi punto de partida en el pasillo. ¿Va a llamar al ascensor? No. Trepa la baranda y se tira.
Fuente: Página 12