Estuve ahí, la guerra más cruel de la historia se agotaba; atrás, en su abundancia, quedaban los hornos y las chimeneas, que humeaban almas y empañaban el cielo. Atrás los gritos en la madrugada y los escombros desmoronándose sobre el suelo de ciudades, países, continentes. Humeando en mi memoria, todavía, esa imagen arrasadora, barriéndolo todo hasta fundirse con la niebla de la guerra.
Estuve ahí esos días: escuché cuando los corazones dejaron de latir, cerraron los ojos a la par y esa nube grisácea invadió, penetró, todos los recovecos dormidos y lejanos de sus conciencias. Recuerdo cada día y cada momento: primero Hiroshima, la bomba se deslizó y en minutos la ciudad era una nube de hongo; se congelaron todos los relojes y los seres humanos se hicieron cenizas. Tres días después Nagasaki y el mismo final. Luego la pose para la historia: dos ciudades fantasmas, desiertas, inmortalizadas en dos fotografías que engalanaban un álbum subterráneo. Uno de esos pilotos fue vitoreado por sus cadáveres y el otro escupido por sus cadáveres. Uno de esos pilotos recordaba y se le inflaba el pecho, el otro se hundía más y más en esa nube de fuego y sangre. Uno llegó a decir orgulloso: “Nunca perdí una noche de sueño por Hiroshima; lo volvería a hacer mil veces” El otro piloto fue una víctima más de la guerra, fue la conciencia moral de la tragedia; sus pies echaron raíces en ese inmenso cementerio.
Estuve con ellos hasta el final: con la finitud se elevaron sus almas, para ingresar a esa fila interminable. Cada audiencia concluía con una partida de ajedrez: jaque-mate a dictadores, espíritus desteñidos, hombres subterráneos. Luego la sentencia final: arder eternamente en el infierno o flotar en horizontes diurnos por siempre. Pero después de las audiencias con los pilotos, una verdad existencial comenzó a acecharme: la eternidad limpia es una condena. Al cielo y al infierno los separa apenas un decorado o unos minutos en un ascensor. Entonces empecé a regalar partidas y derroché vida sobre criminales, violadores, dictadores. Los imaginaba juntos en un ascensor y reía, reía hasta que terminaba en un llanto hondo y rogaba por un punto final. Un final a una memoria pesada, una memoria de plomo, mugrienta, una memoria eterna: la memoria de Dios.