Me gustan los hechos extraordinarios que pueden hacer que la rueda se detenga. El Mundial de fútbol es uno de los pocos y el último lo fue de manera exponencial.
Para mí, el verano es otro. De alguna manera las cosas bajan un cambio, el ritmo de todo aminora, los días son más largos, las noches más agradables, hay más tiempo para no hacer nada. Incluso si querés avanzar te encontrás con gente de vacaciones, mediodías imposibles de caminar, sillones que te engullen para que duermas esa siesta tan necesaria después de la noche insomne por el calor o los mosquitos, o las dos cosas.
Este verano que se niega a abandonarnos y azota con sus calores extremos aún en marzo está dando una gran batalla contra la productividad. Nos hacemos los distraídos, como que todo sigue igual, como que nada extraño está sucediendo, comentamos que la semana va a estar terrible y seguimos trabajando, yendo a la escuela, al gimnasio o a lo que sea que tengamos que hacer. Es una lucha que damos por seguir como si esos treinta y tanto grados largos no estuvieran agazapados ya en las madrugadas para dar un salto espeluznante apenas asoma el sol.
Algunos se levantan bien temprano para sentir esa brisa fresca, otras se acuestan muy tarde esperando que aparezca un soplo capaz de llevarse horas de agolpado calor pegajoso y denso.
A veces nada de eso llega. La noche no tiene tiempo de cambiar el aire. Como cuando corrés y te empieza a doler el bazo. Dicen que si seguís corriendo eso se pasa, que hay que cambiar el aire y después podes andar un largo rato. Yo nunca supe cambiar el aire, correr no es lo mío. Me acaloro y agito hasta parar con la cara roja, el corazón agolpado en la garganta y las manos sobre las rodillas.
Las noches andan así por estos días, ahogadas, agitadas, sin saber de dónde sacar fuerzas o maña para que las cosas cambien.
El calor, sin embargo, nos ha regalado grandes historias. Pienso en Juan Rulfo y ese calor encendido en el que andan los muertos vivos. Muertos que no sabemos que lo están o vivos que nos hacen creer que no lo son.
Me pregunto qué pasa con nuestro cerebro cuando hace tanto calor. Siento que algo se desconecta y me creo capaz de dudar, sí, de la carnalidad de los vivos y la ausencia de los muertos.
Por su puesto que están los aires acondicionados para sacarnos de esos sopores y asegurar nuestra productividad y una vida más vivible (aunque esto suene a paradoja). Durante muchos años me negué a tener un aire en la cocina-comedor. Me parecía muy poco natural. Prefería meterme a la pelopincho y andar mojada, en bikini, por toda la casa, como si estuviera en La Ciénaga pero sin alcohol porque el alcohol no se lleva bien con el calor. Supongo que por eso el dicho de que si tomás vino con sandía –fruta para el calor si las hay– te morís. Aunque ni los dichos sobreviven por estos días. Ahora leo que es solo un mito y que en realidad esa combinación promueve el deseo sexual (interesante dar con el origen de ese dicho). Pero hay que ver quién quiere sexo en estos días. El calor tiene un efecto pornográfico, muchos cuerpos al aire, mucha calentura que cuando se quiere concretar es otra cosa muy distinta de lo imaginado, porque en la práctica ningún cuerpo por más bello que sea resiste al pegote de transpiración y demases.
Ya me estoy yendo de tema. Y sí, con el calor es más fácil irse por las ramas.
Es de madrugada mientras escribo, el sol recién asoma. Estoy tempranera por estos días. Las hojas del fresno que está junto a mi ventana se mueven apenas unos milímetros. De a ratos entra una ráfaga tacaña, que roza mi brazo y no mucho más. Algún pájaro trina. Me gustaría saber qué tipo es por el sonido de su canto. Alguna vez capaz que aprenda. Otro verano, quizás, en aquel sendero de interpretación de Punta Indio, al que debería volver.
El cielo está plomizo. En tensión. Como en La Ciénaga, tanto calor hace pensar que algo malo va a pasar. Lo malo puede ser una tormenta, que nunca deja de ser amenazante para los vivos, aunque en realidad es buena y vendría muy bien por estos días, a condición de que el sol no salga después embravecido a querer marcar la cancha y recordarnos que aquí está él con su inclemencia.
Decía que me resistía a poner aire acondicionado hasta que en enero del año pasado, en plena ola de calor, sin luz por cuatro días gracias a Edesur, y enferma de covid, decidí comprarlo. Fue un impulso irracional en ese momento, esas típicas compras caprichosas, pero, quién sabe, tal vez fui un poco visionaria si pensamos en el cambio climático y esas desgracias que nos provocamos como humanidad. Para cuando me lo instalaron no hizo más calor, pero este año tuvo su oportunidad de lucirse (aunque muy medida porque hay otro problema latente: la factura de luz).
El calor me hace acordar a mi niñez, me dice una amiga. Me pasa lo mismo. A ella tampoco le gusta el aire acondicionado. ¿Será por eso?
Por algún motivo que no logro explicarme todavía, este año no armé la pelopincho —ya sabrán de mi amor por ella–, siempre pensé que el calor ya había pasado. El verano más caluroso de la historia y yo sin pileta. Tal vez por eso me rendí al señor aire. Lo siento como una rendición, es así. Una pérdida de ese estado de pensar nebuloso al que me entrego cuando el calor apenas me deja respirar. No es pura sensación, leo que con temperaturas tan altas las proteínas pierden estructura, “se derriten” y afectan a las neuronas; los impulsos nerviosos tardan más en propagarse y nuestra capacidad de respuesta es mucho más lenta. Estamos, entonces, todos, todas, todes, más cansados y apáticos, irritables, confusos.
Igual sigo creyendo que cuando sentimos que el cerebro se achicharra no hay nada mejor que meterse al agua, no hay aire que pueda con esa sensación. Y ahora que lo pienso, tal vez todavía esté a tiempo. El pronóstico dice que va a haber al menos diez días más de calor. “La calor” dirían por algunas zonas y según leo en este divague que como habrán notado también incluye internet, en algunos lugares cuando al calor se lo nombra en femenino es porque es extremo (no me sorprende encontrarme también en este tema un calificativo negativo hacia lo femenino). Así que quién dice, en un par de horas la instalo y me enfrento con armas más genuinas a este verano extraordinario, que no deja de perder su encanto para mí, y que parece no haberse enterado de que el otoño está cerquita.
Fuente: Página 12