Las expresiones de odio consisten en acciones comunicativas que atacan o utilizan lenguaje peyorativo o discriminatorio. A veces, instigan o justifican la violencia contra una persona o grupo sobre la base de su raza, religión, nacionalidad, género, orientación sexual, discapacidad, situación económica u otra característica o condición. Estos discursos violan derechos humanos, como la prohibición de discriminación, y atentan contra el sistema democrático. El derecho debería generar los incentivos para que ellas no se den en el debate público.
Sin embargo, la tensión entre el derecho a la libertad de pensamiento y expresión, por un lado, y la garantía de no discriminación en todas sus formas, por el otro, genera un dilema bien complejo: ¿es admisible la censura previa en el campo de las expresiones de odio?
Repasemos los estándares internacionales, interamericanos y nacionales en este campo. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos protege la libertad de expresión en su art. 19, mientras que “toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya inci-
tación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley” (art. 20).
La Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial requiere que los signatarios condenen la propaganda y los grupos que se basan en “ideas o teorías basadas en la superioridad de una raza o de un grupo de personas de un determinado color u origen étnico, o que pretendan justificar o promover el odio racial y la discriminación racial, cualquiera que sea su forma”, y que se establezca “como acto punible conforme a la
ley toda difusión de ideas basadas en la superioridad o en el odio racial, toda incitación a la discriminación racial, así como todo acto de violencia o toda incitación a cometer tales actos contra cualquier raza o grupo de personas de otro color u origen étnico, y toda asistencia a las actividades racistas, incluida su financiación” (art. 4). La Convención sobre los Derechos del Niño contempla la posibilidad de limitar (ex ante) por ley la libertad de expresión si fuera necesario “a)
Para el respeto de los derechos o la reputación de los demás, o; b)
Para la protección de la seguridad nacional o el orden público o para proteger la salud o la moral públicas” (art. 13).
Por su parte, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha confirmado en varias ocasiones (como en “Ross c. Canadá”, 2000; “Faurisson c. Francia”, 1996; “J.R.T. y el Partido W.G. c. Canadá”, 1983) la restricción de la libertad de expresión si estaba dispuesta por ley y apuntaba al respeto de los derechos y la reputación de los demás o a la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas. El Tribunal Penal Internacional para Ruanda (“Fiscal c. Nahimana, Barayagwiza y Ngez”, 2003) y el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg (“Streicher”, 1946) establecieron sanciones a personas que propalaban odio con el propósito de incitar directa y públicamente a cometer crímenes internacionales. El art. 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José) dispone la protección de la libertad de expresión, garantizando el derecho a “buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole”. La Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han ido estableciendo en las últimas décadas los contornos de este derecho, prohibiendo la censura previa y las restricciones indirectas, y admitiendo la rendición de cuentas en el ejercicio de este derecho solo en limitadísimas excepciones.
El propio art. 13 del Pacto de San José establece que “[e]stará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cual-
quier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional”.
En el sistema interamericano la censura previa se encuentra prohibida (“La Última Tentación de Cristo”, 2001), con lo que, frente a los discursos de odio, salvo que se demuestre que ocurrirá un daño irreparable (como el ejercicio de violencia), solo cabría la imposición de sanciones ulteriores pero no su restricción previa ni indirecta, a diferencia de lo que sí se permite en el sistema internacional de protección de los derechos humanos, así como en el europeo.
En Argentina, la ley 23.592 sobre actos discriminatorios castiga la propaganda basada en ideas o teorías de superioridad racial o religiosa y además reprime a quienes alienten o inciten a la persecución o el odio contra una persona a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas. El Código Penal sanciona al que públicamente incite a la violencia colectiva contra grupos de personas o instituciones, por la sola incitación, y también al que haga públicamente apología de un delito o de un/a condenado/a por un delito.
La Constitución nacional impide “prohibir ideas”, por más aberrantes que nos pudieran resultar. En Argentina, si quien emite la expresión tiene la intención de causar actos de violencia y discrimina-
ción, excluyendo así a personas y grupos del disfrute de derechos, el Estado debe garantizar no solo la rendición de cuentas sino también que el “intercambio de ideas” (con la réplica) en el debate público entre quien propala las ideas y quienes son afectados por ellos pueda darse en términos igualitarios.
En este punto, el Estado, lejos de mantenerse como observador pasivo, debe asegurar en el debate público la igualdad de armas entre el odiador y el odiado. El Estado sería aquí una fuente de libertad antes que de opresión: mientras se trazan líneas (no censura previa) que el Estado no puede cruzar, se le exige que intervenga para neutralizar y reparar la agresión y discriminación contra grupos desventajados, lo cual implica no solo asegurar voz a las personas o grupos objeto de las expresiones de odio, sino también implementar políticas públicas robustas en materia de educación en derechos humanos, con foco en la pluralidad y la tolerancia.
Puede ser que la imposibilidad de regular y limitar ex ante los discursos de odio resulte una solución insatisfactoria para muchas personas. Pero, que levante la mano el gobierno o el/la juez/a, o la empresa privada de medios o Internet, que cuente con la legitimidad para definir qué contenido se publica en el país, qué cuentas se abren o cierran o cómo circula el flujo de información en redes sociales en función de su apreciación de qué es expresión de odio
y quiénes son odiadores ¿Y si alguien alegara, en el contexto de un gobierno de extrema derecha, que las personas que bregan por la justicia social odian a las más beneficiadas por el neoliberalismo? Que la censura previa de expresiones de odio sea impracticable y, en todo caso, no aconsejable desde un enfoque de derechos, no significa que esas expresiones no merezcan sanciones legales, incluso penales. De hecho, siendo que en el sistema interamericano no se puede ex ante regular/limitar lo que las personas van a expresar, las sanciones deben ser realmente ejemplificadoras si queremos generar incentivos para que las expresiones de odio sean desterradas del debate público. Desde un punto de vista jurídico, por ejemplo, se podría establecer una responsabilidad civil que implique el pago de daños punitivos, es decir, lo suficientemente onerosos como para desincentivar expresiones de odio en el futuro. Las sanciones, en todo caso, requieren de una ley que sea precisa y asequible para quienes emitirán expresiones, de modo que puedan anticipar sus secuelas legales. En un mundo donde los debates públicos son atravesados por la posverdad, es imperiosa la necesidad de definir con mayor precisión los contornos del derecho a la expresión, hacer efectiva la rendición de cuentas de las personas que propalan odio y violencia, y asegurar la participación igualitaria de todos los grupos en las discusiones públicas que los involucran.
POST SCRIPTUM
La diputada Victoria Villarruel, del partido La Libertad Avanza, convocó a un acto realizado el 4 de septiembre en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, en el cual se “homenajeó a las víctimas del terrorismo de las organizaciones de izquierda en los años setenta”.
Esta visión alimenta claramente la teoría de los dos demonios, minimizando el rol del Estado criminal durante la dictadura, en línea con el negacionismo que caracteriza a La Libertad Avanza. Este acto generó un amplio repudio entre las organizaciones de derechos humanos del país. ¿Se podría haber prohibido este acto en Argentina? A diferencia de otros países –como Alemania-, Argentina no cuenta con legislación que habilite a prevenir la expresión de ideas que impli-
quen negacionismo de atrocidades cometidas en el pasado reciente, como fase esencial de la impunidad. La apología de crímenes y criminales sí constituye un delito en Argentina. En todo caso, que se haya abierto la puerta de la Legislatura de CABA para esta actividad es inconsistente con el Plan de Acción de Rabat (2012) de Naciones Unidas sobre la prohibición de la apología del odio.
En “Mil palabras para entender los discursos de odio” https://www.editoresdelsur.com/publicaciones-digitales/
Juan Pablo Bohoslavsky es investigador del CONICET, miembro del Centro Interdisciplinario de Estudios sobre Derechos, Inclusión y Sociedad (CIEDIS) y docente de la Universidad Nacional de Río Negro