Era de noche. Mamá me hizo señas para que no hiciera ruido, me destapó y me levantó de la cama en brazos. Yo estaba medio dormida y confusa. Sin otra explicación, me hizo esperar frente al placard de su dormitorio y abrió las puertas. Corrió un par de valijas para hacer lugar, nos metimos adentro y cerró.
En 1977 yo tenía nueve años y recién a los quince supe lo que había pasado esa noche.
Vivíamos en la calle Moctezuma en el Barrio San José en una casa con un jardín al frente.
Cuando iba a la escuela, los días transcurrían demasiado lentos para mi gusto, mientras que los fines de semana volaban. Los momentos que más disfrutaba eran los sábados cuando se reunía mi familia y jugaba con mis primos. Los mayores hacían sobremesa y bajaban la voz cuando hablaban de política. En realidad era mi tío Manuel el que empezaba la conversación y siempre traía una revista que mi mamá quemaba cuando él se iba.
Esa noche, a eso de las cuatro de la mañana, mi mamá se despertó por un ruido de motores que venía desde la calle. Miró a través de las hendijas de la persiana y vio unos autos que se estacionaban frente a nuestra casa. Entonces decidió no encender las luces y nos metimos dentro del placard entre la ropa y el olor a naftalina. Desde ahí escuchamos algunos gritos y después un silencio que siguió por un par de horas. Cuando salimos, ya estaba clareando. Supimos que unos hombres de civil se habían llevado a los vecinos, una pareja de la edad de mi tío. Tal vez habían venido por él y se equivocaron de casa, dijo mamá.
Nunca se supo nada más de esos vecinos. A mí me sigue asustando la oscuridad y todavía me acuerdo de la presión de la mano cuando mamá me tapaba la boca.