El pueblo se llamaba Mansilla. Por Juan Botana

El pueblo se llamaba Mansilla. Por Juan Botana

Supongo que por el escritor Lucio Mansilla. El cronista-filósofo que viajaba en chata en sus causeries de los jueves. Aquellos relatos autobiográficos que lo llevaron al Paraguay o a su excursión a los indios ranqueles. 

Y de excursión o de viaje estábamos con mi mujer, cuando de pronto azotó un vendaval en la provincia de Córdoba y nos agarró con la carpa a orillas del Quilpo a 12 km de San Marcos Sierra. Más precisamente en el camping Tres Piletas, y todo fue envolvente. La carpa resistió, el cielo se volvió polvo y la tormenta llegó como un torrente que inundó la ciudad porque el río rebalsó. 

Así que bajamos ni bien se pudo de la sierra y sin encontrar hospedaje en las casas de tanto hippie que se levantaba a las 11, decidimos irnos a conocer las salinas de Mansilla. O mejor dicho, la depresión de las Salinas Grandes (o de Ambargasta), al oeste, casi Santiago del Estero.

El calor era fuerte y el sol estaba cerca, la ruta 60 nos llevaba de raje y los carteles de “gobernador narco” estaban a la orden del día. La tierra no había secado y parece que el medidor de electricidad que le daba luz a los 782 habitantes de Mansilla tampoco. Y había unos 4 o 5 vecinos con unos cuantos policías en la ruta mirando lo que hacían. 

Entrando al pueblo, nadie. Y no vimos a nadie hasta llegar a las salinas totalmente inundadas por la lluvia. El calor era fuerte y el sol estaba más cerca. Y las motos, de esas que se compran en cuotas y con DNI, iban y venían. 

Por supuesto, no les preguntamos nada y mucho menos qué hacían. Sacamos un par de fotos y nos fuimos al casco histórico a comer unas galletitas con paté y unos tomates y frutas que traíamos. 

A mí se me ocurrió acercarme al único almacén que había y pedir hielo. Y aunque no había luz, me dieron un bloque congelado en una botella que partí con el cuchillo tramontina. 

Pero no veíamos a nadie, sentados en el único banco bajo el único árbol que había. Hasta que pasó una de Almodovar. Una travesti a los gritos nos preguntó si ya había venido el camión con las flores, que las dejarían en el almacén de Francisca. 

“Ese que está acá”, le dije. –Si ese. Mañana es “Día de todos los muertos” y yo soy la encargada de llevar las flores al cementerio por todos y todas, y de hacer los arreglos florales. A veces, me ayuda Ernestina-. 

De repente, Ernestina llegó. Una señora de unos 70 años que trataba a la travesti como si fuera su hija. La travesti se llamaba Claudio, dando clara muestra que los nombres no coinciden con las apariencias. Y que el DNI o el bautismo, tantas veces o siempre, son una condena para la expresión real de la existencia. 

“Seguro el pedido está demorado por el temporal de ayer y por el corte de luz. Y estos canas que están con la empresa de luz no permitan que el camión haga la entrega”, decía Román. 

Otro hombre que se acercó y parece que el pueblo de a poco se levantaba de la mañana o de la siesta. 

“Si esos canas demoran al camión y no llegan las flores se las verán conmigo. Cada vez que les saco las ganas en mi pieza”, decía la travesti Claudio o Claudia, para que se entienda. 

“Claudita: esos canas no quieren a nadie y menos a sus muertos. Y vos sabés que en el camión de las flores traen la merca para los pibitos de las motos que la reparten por todo el Departamento de Tulumba. Y que cuando se les complica en Córdoba se pasan a Santiago. Y que el cartel de “gobernador narco” de Córdoba se repite en Santiago y en Santa Fe, y en más de una provincia Argentina”. 

“A mí no me importa. A mí me traen las flores para mis muertos. O la próxima vez que se acuesten conmigo les corto la pija”, decía Claudita.

Mi mujer me miraba como si estuviéramos viendo una película. Por suerte, llegó el camión. Francisca se fue a dormir, así que no tuvieron que golpear en el almacén y Claudia recibió vestida con blusa y pantalón blanco la encomienda. 

Estaban todas, las 781 rosas rojas que pedía y una amarilla para su madre muerta. Y que pagó con sus ahorros para que cada muerto de Mansilla tuviera una. “Y en Mansilla hay más muertos que vivos o los mismos. Y cada vez se mueren más jóvenes por esto de la falopa. Los que pueden y se animan se van. Pero yo me quedé porque mi mamá está muerta y si yo no la cuido, ¿Quién lo haría? Las travestis no creemos en Dios, porque Dios nos negó. O fueron los hombres o el machismo, que no reconoce la homosexualidad de cada cana que se acuesta conmigo”, me decía.

Nosotros dejamos que hablara y a esta altura la galletita con paté que comíamos era una anécdota.

Las flores estaban hermosísimas y por suerte la luz se arregló. Así que pasó el camión, llegó el pedido, Román nos saludó, Ernestina se fue a su casa y Claudia a armar los ramos y la carta, que mañana será el día. 

Aunque pensándolo bien, Mansilla tenía la misma cantidad de muertos que de habitantes y bien podría cada ciudadano del pueblo llevarle una rosa a cada uno, en un acto solidario con sus muertos y con Claudia, que prácticamente se ocupaba sola de la tarea. 

Pero no los convenció. Tampoco lo intentó, sabiendo que el egoísmo ganó y que había poco tiempo hasta mañana y que su madre esperaba una rosa amarilla. Y con su madre todos los que a veces no tienen quienes los recuerdan. 

Con mi mujer dormimos en el auto para participar al otro día de la entrega de flores a cada muerte ajena. Y junto con Román, Ernestina, Claudia y algunos y algunas más que se acercaron -la mayoría mujeres- pusimos una flor en cada tumba. 

La carta de Claudia de este año a su madre decía: “Cantando la perdí y es un ramo de flores. Aunque solo quede una rosa amarilla en mi pupilas”. Mostrando que hay más amor en una travesti de un pueblo del norte de Córdoba cerca de Santiago, que en sus gobernadores narcos, iglesias o policías. 

De allí partimos con mi mujer hacia Miramar. Dejando atrás el funeral. Pero esto es solo una postal, de esas que uno se lleva de un viaje, no vayan a creer lo que les digo.