Hubo un tiempo en el sur de la ciudad de Buenos Aires, hacia el año mil ochocientos sesenta y cuatro, en donde se comenzó la construcción del ferrocarril del sud que llegaría hasta aquí.
En mil ochocientos setenta y tres, se inauguró una parada en mismo lugar que luego se convertiría en estación, se la llamó Banfield.
Fué bautizada así en honor al ingeniero ferroviario Edward Banfield, quién diseñó todo el trazado del nuevo ramal inglés y llegó a ser gerente de la empresa.
Para esos años y a metros de la futura parada o estación, la empresa le construía en simultáneo y como premio a su labor, una gran casona con una torre, que le entregaría al inaugurar la parada con su nombre. La misma iba a estar pegada a las vías para que el ingeniero pudiera contemplar su magnífica obra, pero antes de dicha inauguración, éste se enfermó gravemente por lo que tuvo que volver a su Inglaterra de origen para tratar su dolencia, pero murió en Londres en mil ochocientos setenta y dos. Su deceso ocurrió un año antes de que se inaugure la estación, por lo que, a la estación con su apellido y a su nueva casa de la vía, jamás pudo conocer.
Luego fueron pasando los años y la parada de campo se fue poblando, convirtiéndose en pueblo, y luego en ciudad.
La casona y su torre quedaron vacías por años hasta que el FFCC gral. Roca (ex FFCC del Sud), se la otorgó a la familia López Raggi.
El sr. se llamaba Herminio y su Sra. Mary, y vivieron en ella junto a sus dos hijos Jorge y Miguel, por un largo tiempo.
Con el paso de los años los chicos crecieron dejando la casa, y sus padres partieron hacia otros cielos. Quedando nuevamente, la casa vacía.
Ya en el final del siglo XX, un extraño ocupó el caserón.
En principio, nadie sabía nada del nuevo morador y es aquí cuando comienza la historia…
El hombre que la habitaba no era lo que se dice sociable, sino todo lo contrario.
Éste hermitaño era un tipo alto y fornido. De tez dura, y ojos profundos.
Casi no hablaba y parecía estar siempre inmerso en sus cavilaciones…
Se lo veía muy poco por el barrio, y casi siempre por las noches. Eso sí , era casi permanente ver su figura contorneada fumando en lo alto del mirador de la casa.
A simple vista y para muchos, el hombre era un loco que se hacía llamar por su apellido, sr. Llamas.
Con el paso del tiempo se empezó a ver por las inmensas ventanas de la planta baja, la figura esbelta de una mujer. Y si uno prestaba atención, se la podía ver con bastante claridad.
Ella era muy blanca y flaca. usaba siempre un vestido negro y su pelo, lacio y suelto. Sus ojos se adivinaban en esa oscuridad parcial, muy grandes y ojerosos. Todos los vecinos coincidían en que su nombre era Samanta.
Entre ambos hubo una relación muy intensa desde lo sentimental, hubo cariño al principio, hubo deseo, placer, sexo. Y por último, violencia y celos.
Es que ella era joven y él era un tipo que se empezaba a poner viejo. Ella lo sabía pero no lo dejaba porque quería vivir en el caserón, y siempre trataba de terminar con sus labores de entrecasa para salir a la calle. Generalmente lo hacía de noche para ir en busca de algún hombre joven.
Se la veía entonces, merodeando en las inmediaciones del bar el Sol.
Mientras tanto Llamas comenzó a vigilarla, y a celarla.
Tanto fue así, que el tipo controló cada paso que hacía su mujer desde lo alto de la torre mirador. Cuando no lograba verla desde allí la seguía.
Harta de todo esto, ella lo dejó de amar. Llamas entonces se volvió loco y se encerró definitivamente en la casona. Especialmente en la torre.
Así fue como una tarde creyó ver a su mujer de la mano de un hombre joven cruzar la barrera de Rincón hacia Vieytes. Desesperado bajó lo más pronto que pudo y corrió hacia ellos.
Enceguecido por los celos cruzaba las vías, cuando por “milímetros” se salvó de quedar debajo del tren. No obstante continuó hasta alcanzar a la pareja que resultó ser gente desconocida.
Ya nuevamente en la torre, él cavilaba cada detalle de su loca reacción . Llamas fumaba desquiciado.
No fue sino al poco tiempo de aquel suceso cuando en una noche de luna llena se encontraba como siempre, mirando hacia la estación de Banfield desde el mirador… Llamas notó que una pareja caminaba abrazada por la vía desde la estación hasta un lugar oscuro pegado al alambrado de la cuarta vía, los vió ocultarse detrás de una pila de rieles y de piedra partida.
Desde lo alto. el viejo no dejaba de mirar. Por su mente pasaban imágenes de lo que él y su fantasía creían ver en la penumbra mas oscura. Esperó fumando impaciente un cigarro tras otro sin poder dejar de mirar hacia aquel sitio. Cinco minutos, diez, veinte… y su corazón parecía no soportar la presión y el dolor en el pecho.
Media hora después de que la pareja se escondiera en ese reparo profundo y privado, se los vio salir. Se abrazaron y se besaron. Se despidieron amorosamente.
El hombre entonces, comenzó a caminar de regreso al andén número cuatro, cuando ella lo hizo en sentido contrario, hacia la claridad del cruce de la barrera de Rincón.
A metros de llegar y debajo de la torre, la mujer elevó su mirada mirando al desgraciado directo a los ojos, con una sonrisa sarcástica.
Era ella!!! El viejo desesperado la llamó con un grito. Ella sostuvo por un ínfimo instante su mirada dura. Bajó la cabeza y continúo caminando lenta, pero decididamente, hasta la casa. Entró dando un portazo. Cuando ambos se cruzaron en la planta baja, se trenzaron en una feroz pelea.
Gritos, golpes, y llanto, se convirtieron en la previa de la escena más macabra que podía suceder.
Él y la desgracia, la golpearon de tal manera que ella cayó, sangrando en su sien, mortalmente.
Al verla inerte, la levantó del suelo y con un gran esfuerzo, subió uno a uno los peldaños de la escalera que conducían a la torre. Ya en el mirador, la dejó caer al suelo, bañada en sangre. Llamas no demostró dolor alguno en su rostro mientras la observaba. Encendió otro último cigarro. Pero está vez, solo un brillo en sus ojos hubo antes de que todo arda. Antes de que ambos desaparezcan juntos, calcinados por las Llamas.