El discurso. Por Gabriel Pallares

El discurso. Por Gabriel Pallares

Había muerto mi mamá y mis familiares me eligieron para dar el discurso en la capilla. Pensaron en mí por ser escritor, aunque mis sentimientos estaban disecados. Hice lo mismo de siempre: me refugié en la literatura y me trasladé a los laberintos de mi biblioteca, atravesé estante tras estante de libros; hasta que, encontré los capítulos de una novela jamás terminada. Era ideal para este momento. Me puse firme, miré al auditorio y empecé a hablar:

“Todavía recuerdo cuando te fuste, apreté tus manos y no pude hablar. No pude decirte que un dolor me atravesaba, que me olvidé de vos y te abandoné, me dediqué a resaltar tus errores y justificar todas mis miserias

Te fuiste detrás de un aliento pesado y me quedé pausado frente a tu cadáver. No pude hablarte, solo sentía todo ese invierno que contrastaba con los paréntesis que me asaltaban: tu mano cálida en mi cara, tu aliento abriéndome caminos y tu suéter abrigándome…”

En ese momento volví a mi biblioteca, regresé a la escritura de esa novela: escribía y escribía vaciándome en cada palabra; luego, el fuego purificando el dolor y mis lágrimas reflejando las llamas. Empecé, poco a poco, a quedarme sin fuerzas. Luego, el silencio final: el estante olvidado, los montículos de libros, la tinta reseca. Regresé a esas páginas y continué el discurso:

“Ese calor no me bastó; me creí valiente al enfrentar al mundo solo, sin saber que estabas ahí con tu aliento. Me destaqué en esa jungla siniestra: vinieron las tapas de revistas y la luz incandescente de la televisión. Esbocé grandes principios, mientras no practique ninguno. Me dediqué a razonar y nunca más sentí nada. Negué mi pasado; me avergoncé de su simpleza y sus pueblerinos valores, te negué. Tú voz abrazadora se perdió en el eco rugiente de la gran ciudad.

Hoy estoy acá y todavía no puedo hablar. Solo puedo volcar algunas palabras de todas esas bibliotecas inútiles y decirte que me enseñaste la ternura de la vida, que me aferro a tus caricias en cada batalla, que solo contigo pude abrir los brazos y que, mientras este alumno díscolo siga viviendo, tu legado continuará viviendo”

El tiempo pasó, me hizo crecer; ahora, enfrentaba otro auditorio: terminé esa novela que descansó años en mi biblioteca. Empecé a leer aquel fragmento y la emoción se agolpó como un puño en mi pecho. No me trasladé a los habituales estantes de mi biblioteca; sino a aquel funeral y ese pueblo, a aquellas manos que me apretaron esa tarde y ese silencio. Leía y mi voz interior afloraba párrafo tras párrafo; cuando el punto final era una realidad, cerré los ojos y dejé hablar a esa voz tantas veces reprimida:

“A la memoria de mi madre, porque, su aliento, en este desierto total de la existencia, fue un oasis y su suéter, en este descampado planeta, fue el calor que siempre quise volver a sentir”

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