El destino del viento. Por Inma Battaglia

El destino del viento. Por Inma Battaglia

En la vida hay amores que van y vienen. Otros se quedan para siempre. Otros desaparecen. Pero la vida sigue corriendo, como siempre lo hizo.

La calma antes de la tormenta. Con las ventanas abiertas, un viento suave, pero reconfortador, llegaba a la ventana de Ámbar. Eran sus días favoritos. Amaba la tormenta. El viento movía su delicado cabello, de un lado al otro. Disfrutaba de ver los árboles moverse igual que ella lo hacía. Y entonces, comenzaban a caer las primeras gotas de la noche. La madre de Ámbar entró a su habitación y cerró las ventanas. Odiaba que hiciera eso, pues ella quería ser parte de esa tormenta. Quería sentir el agua caer sobre su cuerpo, mientras era problema del viento hacia dónde ir. Pero debía obedecer a su madre, con diez años, no podía decidir demasiado. Entonces ella se conformaba con escuchar, a través de la ventana, las gotas caer cada vez más rápido, apareciendo los primeros rayos en el cielo oscuro, iluminándolo y haciéndole saber a todo el mundo de su presencia. Los primeros sonidos fuertes aparecieron, pero Ámbar debía ir a dormir. No sin antes, pedirle a su madre que dejara una cortina abierta. Entonces su madre apagó la luz, y dejó a Ámbar sola con los truenos y relámpagos, mirando aquel cielo, tan distinto de cómo lo veía todos los días, durmió plácidamente.

En otro hogar totalmente diferente, Julián se despertó de aquella terrible noche que había sucedido. El odiaba la tormenta. Lo asustaban, pues ¿por qué la naturaleza debía de hacer tanto ruido, como para espantarlo? Además de la temerosa luz que resaltaba en la noche oscura. Cuando el viento comenzaba a soplar más fuerte, Julián se aseguraba de pedirle a su madre que cerrara las cortinas, para así no ver ese monstruo, que movía los árboles como le apetecía, sin siquiera preguntarles si era lo que querían. Por suerte, para cuando Julián despertó, la lluvia había finalizado.

Ámbar jugaba junto a sus amigas en recreo, cuando unos niños preguntaron si podían jugar con ellas. Detrás de ellos, se encontraba Julián, con semblante algo vergonzoso. Tenía el cabello castaño, lleno de rizos, que se movían junto a la brisa. Sus ojos verde claro encontraron los celestes de Ámbar, y conectaron como el agua que cae sobre los árboles, y se queda días estancada antes de desaparecer. Los niños jugaron, pero ni una sola palabra salió de la boca de Julián en todo ese momento. Y no era porque no quisiera, sino porque disfrutaba de mirar a Ámbar jugar, dejaba que ella hablase, y él se dedicaba a escuchar su voz, que era tranquilizadora, pero alocada a la vez. Tocó el timbre y cada chico fue nuevamente a su salón. Al volver a casa, ninguno podía dejar de pensar en el otro.

Esa noche, afortunadamente, no llovió. Pero sí que lo hizo en el colegio, al día siguiente. Los niños se encontraban en sus clases, cuando comenzó a llover. Cada vez, la lluvia se acercaba más a ellos. Se escuchaba el sonido del agua chocando contra el suelo, sin vergüenza alguna. Los ruidos asustaban a niños como Julián, mientras que le alegraban el día a niñas como Ámbar. Y entre llantos y gritos, se cortó la luz. Los niños, atemorizados, pensando que el mundo se les venía abajo, deseaban poder estar dormidos, en su casa, sin sentir nada. Mientras que Ámbar nunca había estado tan viva, sintiendo tantas emociones como ese día. Reunieron a los chicos en el pasillo del recreo, dónde profesoras intentaban tranquilizarlos. Entonces Ámbar identificó una cabellera rizada a lo lejos. Nadie nunca sabrá que la impulsó a levantarse y buscarlo, pero así lo hizo. Julián estaba atemorizado, como la mayoría de los niños, solo que este no emitía sonido alguno. Pues no gritaba, no lloraba, y no pedía ver a sus padres. Simplemente estaba sumido en
sus propios pensamientos y temores. Se sorprendió de que se le haya acercado, pues incluso miro reiteradas veces para asegurarse que era con él con quien estaba hablando.

—¿No te gusta la lluvia? —le había preguntado ella.
—No.
—¿Por qué?
Julián no entendía por qué alguien preguntaría eso, pues la respuesta era obvia.
—Me da miedo —aceptó.

—A mí no me da miedo. Me divierte. Cuando sea grande, me gustaría poder ir afuera
de mi casa un día como hoy y mojarme bajo el agua.
—Pero… te puedes morir.
—No voy a morir —Julián creyó en su palabra—. ¿Qué quieres hacer cuando seas
grande?
—No sé, ahora solo quiero irme a casa.

Julián no comprendía qué era lo divertido de que lloviera, y Ámbar no entendía cómo
podía no gustarle la lluvia. Transmitía paz, suavidad y monotonía.

—Qué raro.
—Quiero tener una casa.
—¿Qué?
—Me preguntaste que quería hacer cuando sea grande. Quiero una casa, una familia,
grandes ventanas para ver todos los días al sol. Pero que tengan cortinas, para que cuando
llueva no pueda ver nada.
—Yo también quiero grandes ventanas, pero los días de lluvia, voy a estar muy cerca,
para ver todo.

Y luego, se quedaron en silencio, ignorando los chillidos, centrándose solo en la lluvia y en ellos. Se miraron a los ojos antes de que llamaran a Ámbar para avisarle que su padre había llegado a buscarla, y entonces notó que los ojos de Julián no eran solo verdes, pues en el centro, también tenían un deje de naranja, como su color favorito.

De camino a casa, la carretera estaba casi vacía. Estaban todos en sus hogares, resguardados de la tormenta. Ámbar, sentada al lado de su padre, en el asiento del copiloto, disfrutaba de las vistas que su ventana le ofrecía. Pero entonces logró observar una extraña figura acercándose más hacía ellos, haciéndose más grande. Parecía el monstruo de la lluvia, del que Julián tanto temía. Las vistas desaparecieron, y se volvió todo negro. Escuchó un golpe a su lado, y alguna fuerza la llevó a revolverse dentro del auto. Ámbar dio un último respiro, y cerro sus ojos para siempre.

Nunca más se vieron. Nunca más hablaron. Nunca más pudieron discutir acerca de nada, como aquella noche lo habían hecho. Julián creció, y si bien nunca se olvidó de ella, siguió con su vida. Él la recuerda como su primer pequeño amor. Hoy Julián tiene la casa que tanto deseaba, y logró obtener las ventanas grandes con cortinas que quería. Ya no le teme a la lluvia, pero su hijo pequeño sí que lo hace. Por eso, cuando llega la calma antes de la tormenta, Julián se apresura a cerrar las ventanas, las cortinas, y leerle un pequeño cuento a su hijo.

Ojala las cosas hubieran sido diferentes, y aunque el error pudo haber sido de cualquiera, tal vez fue culpa del viento. Ámbar dejó que este la llevara a donde él quisiera, separando el agua de los árboles.

Creo que si las cosas hubieran sido diferentes, él habría dejado la ventana abierta por ella, mientras que ella la hubiera cerrado por él.

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