Despotismo minoritario y tibiómetro al rojo vivo. Por Luciano Videla

Despotismo minoritario y tibiómetro al rojo vivo. Por Luciano Videla

Las mayorías se llamaron a silencio en las redes pioneras. Acorraladas por minorías despóticas –algunas odiantes–, sometidas al escrache cuando el tibionómetro se pone rojo, se refugian en Instagram y Tik Tok. En ese ámbito posmo, el voyeurismo no participante es
bienvenido y la pontificación es lo out.

En las redes de la primera década, pocos callan a muchos. Preocupados por las posibles dictaduras de la mayoría, en el siglo XIX teóricos como Tocqueville pensaron una serie de controles cruzados en el ejercicio del poder. Hoy, minorías imponen el nuevo orden.
Los discursos de odio se cuelan en los medios como anomalías. La segmentación de públicos que se vivió con el cable –canales de deportes, de noticias, infantiles, fragmentados en nichos cada vez más específicos– llegó a la política. Los intereses son expuestos.

Se constituyeron televidentes de semejanzas plenas, y ahora las audiencias no perdonan ninguna defección. Cancelan al que dudó. Sin embargo, polarizar no es odiar. Los haters habitan, sobre todo, las redes.

Grupos minúsculos, incapaces en ocasiones de ganar una elección barrial, patrullan con violencia el ecosistema redsocialero. En esta espiral del silencio invertida, son los núcleos duros los que imponen el control social.

Tienen un aliado poderoso: los algoritmos, que como un floculante de pileta forma grumos de suciedad: vistos desde la superficie, son minúsculos. Pero al interior, son uniformes y consistentes. El megusteo endogámico crea la ilusión de consensos.

En los grupos de odio, la otredad son casi todos, pero esos enemigos están unificados por un denominador común: no están esclarecidos. Viven en la oscuridad de aceptar lo establecido. De esa manera, cada argumento contrario se lee como un refuerzo a la idea propia, justamente porque da cuenta que el otro no pudo entender. En este punto, terraplanistas y odiadores comparten su orgullo minoritario. Existe la tentación de confundir el canal con el fondo. Haters y minorías iluminadas hubo siempre. El magnicidio en grado de tentativa que padeció la Argentina en 2022 es aterrador y conmocionante.

Pero no actualiza la teoría de la aguja hipodérmica. No son (solo) las redes y los medios. Por eso la solución a los discursos de odio difícilmente pase por el ejercicio del poder coercitivo del Estado –mediante regulación y castigo. Antes bien, muy probablemente reforzaría la marginalidad que los enorgullece.
Muchos mensajes odiantes en el pasado eran producto de los grandes relatos ideológicos. Lo nuevo no es su circulación en las redes. Lo distinto es que ahora se basan en lo contrario. En la relación posmoderna con la verdad. O con su ausencia. Así, se puede relativizar aun lo que pasó en vivo y en directo delante de cientos personas, decenas de cámaras y millones de televidentes. ¿La imagen perdió su aura de verosimilitud? Puede argumentarse que no es nuevo. La caminata de Neil Amstrong, para muchos, ocurrió en un estudio de televisión. En el intento de magnicidio en Argentina se avanzó un paso más: las redes se inundaron de teorías conspirativas que postularon que ya no en un set, sino en la vía pública y ante la presencia de miles de personas, se escenificó un plan de victimización. El argumento central fue la ineficacia del magnicida. El odio en directo es una característica de este siglo. La guerra de Irak, en los 90, se distinguió por lo contrario: lo televisado fueron destellos, luces de incomprobable origen, alarmas en la oscuridad. Sin imágenes, el horror era más lejano. Pero las Torres Gemelas inauguraron el vivo y directo. Con las redes y los smartphone, casi no hubo tiroteos en escuelas, atentados en maratones, intentos de magnicidio –o su concreción– que no tuviera su video en formato vertical.
El discurso odiante hecho acción tiene otra cualidad posmoderna –además de la relativización de la verdad– que lo protege: la instantaneidad. El umbral de atención en redes, que hace poco tiempo estaba en dos minutos, está hoy en trece segundos. El soplido de indignación por el magnicidio en grado de tentativa a algunas agrupaciones les duró un reel de Instagram. Luego volvió la corrección política en los medios y el dejar hacer a los (sus) odiantes en las redes.
Los haters no son exclusivos de la política. Pero en nuestro país sorprende porque se consideró que el pacto democrático sería eterno. Otras disciplinas están dando cuenta hace tiempo del racismo, el odio de género, a los cuerpos que (los medios exhiben como) hegemónicos, en definitiva, a lo distinto, que subyace en nuestra cultura.

Enburbujados, no la vimos venir al campo político. Raro, si consideramos que llevamos casi todo el siglo tirando de la soga, hablándole a audiencias tan reducidas como convencidas.
Las armas en el ámbito de las redes no son las tradicionales. A los discursos negacionistas y de odio se los puede enfrentar –con dudosa eficacia– desde la prohibición. También está el camino de la confrontación dialógica. Pero en este punto hallamos una limitante: el
discurso de las redes requiere hiper concisión, convence por lo visual y el impacto emotivo. Lo racional, argumentativo y textual pierde terreno, y con ello las posibilidades de discusión.

“Si no fueran tan temibles, nos darían risa. Si no fueran tan dañinos, nos darían lástima”, dice Serrat. Hasta hace poco, se desdeñaba la posibilidad que ese mensaje de la virtualidad tuviera correlato en el mundo real. Mirábamos de reojo cómo grupos pequeños se
vanagloriaban de una supuesta universalidad. Hoy observamos que de tanto convencimiento en la red, pasaron a la acción. De la mano de la deslegitimación de casi todo lo instituido, los outsiders filohaters gobiernan países.
Se echó al monte la utopía. No hay en esos discursos un horizonte nuevo. Ni siquiera odios renovados. Sí, relecturas exculpatorias de los momentos más oscuros. Pero su éxito se sustenta en que no hay un contradiscurso capaz de convocar a un futuro distinto. La pugna
simbólica es por establecer el hito fundante de la felicidad, o de la decadencia. Pero siempre está atrás, pasó. No enamora. Scrollea en reversa y así no tendrá su lluvia de corazones.

En “Mil palabras para entender los discursos de odio” https://www.editoresdelsur.com/publicaciones-digitales/

Luciano Videla es Director de Comunicación Judicial del Poder Judicial de Río Negro y profesor en la carrera de Comunicación Social de la Universidad Nacional de Río Negro.

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