En el corazón bullicioso de Durán, donde las calles se entrelazan entre historias y sueños, las costumbres del barrio emergen como crisol de identidad. En días de feriado, cuando el sol arde con fervor y el mar queda lejos para algunos, las aceras se convierten en oasis improvisados.
Inspira la imagen de familias enteras, vecinos de El Arbolito, Elsa Bucaram y otros barrios, desplegando sus piscinas inflables con destreza de artesanos urbanos. Es un ritual tan arraigado como necesario: la escapatoria al frescor en tiempos de austeridad.
El sol, cómplice eterno, alumbra la escena donde los niños, con risas que desafían el calor, se zambullen en aguas plásticas que, por un instante, son océanos imaginarios. Las madres, con la destreza de malabaristas, vigilan entre charlas y mate cocido, mientras los padres, obreros de asfalto y sueños, se suman a la danza acuática.
Es una estampa de sencillez y comunidad, donde las diferencias se desvanecen bajo la sombra de un toldo improvisado y el murmullo constante de la vida de barrio. La música se mezcla con el aroma de la parrilla, y el tiempo parece detenerse en un instante de plenitud compartida.
Como en “Silla en la Vereda” de Roberto Arlt, estas escenas cotidianas revelan la esencia misma de la vida en Durán: la capacidad de encontrar la belleza en lo simple, la alegría en lo común y la felicidad en la cercanía de los seres queridos. Es el retrato de una comunidad que, a pesar de las adversidades, se aferra a sus raíces con orgullo y resiliencia.
Así, mientras el sol se despide en el horizonte, dejando destellos dorados sobre las aguas plásticas, en Durán se teje una historia de veranos eternos, donde las piscinas inflables en las aceras son mucho más que un escape: son el reflejo de una vida vivida con intensidad y solidaridad.