Todos somos conscientes que nacemos para morir, pero nunca estamos preparados para cuando nos llega el momento, incluso cuando por desgracia nos diagnostican un cáncer terminal, -como pude comprobar el año pasado- con tres personas conocidas, y las tres fallecieron tras el diagnóstico y casi al mismo tiempo.
El primero que nos dejó fue Santiago con sesenta años y vecino durante muchos años en el mismo barrio que nacimos, todavía recuerdo cuando iba a verlo, cómo le encantaba poner música de los años ochenta, mientras me recordaba sus “andanzas” de juventud. Santiago estaba soltero y vivía con un sobrino y su madre que tiene noventa años.
Una tarde le dije que se levantara y se viniera conmigo al campo y me dijo que no se encontraba con fuerzas, y que le hubiera gustado irse conmigo, aunque solo fuera por tomarse un refresco, y asentía diciéndome, “hay que ver, con lo que yo he bebido y mira con qué poco me conformo”.
Una semana después lo volvieron a ingresar y a los pocos días falleció. Aunque todos sabíamos el desenlace, estoy seguro que él pensaba que su final no iba a estar tan cercano.
El segundo vecino y conocido de toda la vida, se llamaba Ángel y era todavía más joven que Santiago, estaba lleno de vitalidad y energía, con una sonrisa siempre en los labios cada vez que nos cruzábamos y me saludaba, y cuando me enteré que estaba ingresado fui a visitarlo. Posteriormente coincidimos en varias ocasiones y el deterioro era evidente: el cáncer se estaba ensañando con él.
No me podía creer que una persona con un físico de casi dos metros llegara al estado de delgadez en el que lo ví la última vez, y aún así nunca perdió la sonrisa.
Con un mes de diferencia falleció la otra vecina también cercana a los sesenta años, se llamaba Marta y había llegado de Ecuador a mi barrio de toda la vida y entablé amistad con su marido y con ella, ya que por sus circunstancias fueron muchas las veces que tuve que ir a su casa para solucionar pequeñas averías.
El pasado miércoles recibí una llamada de mi esposa comunicándome que a su primo le acababa de dar un infarto mientras desayunaba en un bar de la zona, y que los médicos no pudieron hacer nada por salvarle la vida, a pesar de todos los medios que se desplazaron al lugar, incluido un helicóptero por si era necesario su traslado a otro hospital.
Se llamaba también Santiago, y a lo largo de tantos años, habíamos coincidido en varios sitios, en su casa, en la mía y en algún evento familiar.
Cuando llegué al bar, la entrada estaba precintada por la policía, pero a través de los cristales pude ver que yacía en el suelo tapado con una manta esperando la llegada de la forense, fueron unas horas interminables.
Una vez mas la muerte se cebaba con personas cercanas y sobre todo jóvenes, y sigo pensando que la vida es muy injusta, y que la muerte nos hace ver lo frágiles que somos y que no sabe de edades, es como una maldita lotería, que aunque no queremos jugar, cuando menos lo esperamos, nos toca.
Cuando llegó el momento de la despedida, fuimos hasta el cementerio para su inhumación, y allí pude comprobar de primera mano, el ciclo de la vida, y por qué la muerte es tan “necesaria”.
Detrás del coche de la funeraria que llevaba los restos de Santiago, caminaba su viuda, los hijos y una sobrina que acababa de tener una hija de tan sólo un mes, y que ajena a lo que estaba ocurriendo, se agarró al pecho de la madre, para obtener su ración de leche materna con la cual aferrarse a la vida.
Tengo que reconocer que esa visión, me produjo cierta ternura y me alivió de alguna manera de la pérdida del primo de mi esposa, porque si una vida se acababa, otra nueva irrumpía con toda normalidad, haciéndonos más llevadero a los familiares el duelo.
No quiero terminar éstas reflexiones sin dirigirme al concejal responsable del cementerio de Puertollano:
Son varias las veces que por desgracia he tenido que ver inhumaciones y exhumaciones, y créame si le digo que es tercermundista, la manera que tienen los empleados municipales de trabajar, y no porque no sepan lo que tienen qué hacer, sino por los medios tan rudimentarios que tienen para poder meter en los nichos los ataúdes, y no digamos los que están en el tercer nivel, sin ningún tipo de seguridad, tan importante en otras empresas.
¿Tiene que ocurrir alguna desgracia, para que al día siguiente se actualicen los medios para hacer mas seguro el trabajo de los empleados?
Al igual que nos recuerdan cada quince años que tenemos que “rascarnos” el bolsillo si queremos mantener en los nichos habilitados a nuestros seres queridos, también podrían dotar de mejores medios las instalaciones del Campo Santo, tanto para las inhumaciones como para las exhumaciones, y mirar por los empleados y los familiares para que no veamos de “manipular” a nuestros seres queridos como simples objetos.
Lo que vi me pareció tercermundista y sin ningún tipo de seguridad, teniendo los empleados dos caballetes con dos tablones a modo de plataforma y mediante una escalera de aluminio iban subiendo el empleado municipal y los de la funeraria……
Cómo es posible que habiendo los sistemas de plataformas hidráulicas, todavía no se haya equipado el cementerio con ellas?
A qué están esperando, ¿a que se caiga un empleado o alguien de la funeraria, para al día siguiente llevar una plataforma?
Pienso que con todos los impuestos que nos cobran, incluso por el del descanso del “sueño eterno” de nuestros seres queridos, bien podrían pagar una plataforma mecánica y dejar los caballetes para otros menesteres, y además de dar seguridad a los empleados, dar una imagen de modernidad.
Le invito a que salga de su despacho y se dé una vuelta por el cementerio cuando halla un deceso, y no sólo ahora porque se aproximan las elecciones y en el próximo pleno pongan y aprueben una partida para todo lo comentado anteriormente y así comprobar cuando vaya la próxima vez que el cementerio de Puertollano está al nivel de otras ciudades.
FDO: JOSE LUIS GUIJARRO BARBA
Fuente: La Voz del Puerto Llano