Tablas, una crónica de Juan Botana sobre el vínculo de un hijo con su padre a través del ajedrez

Tablas, una crónica de Juan Botana sobre el vínculo de un hijo con su padre a través del ajedrez

I

Levantábamos la mesa después de comer, a veces ni siquiera eso, corríamos el mantel con el propósito de hacer lugar para colocar el tablero a cuadros marrones y blancos y jugar al ajedrez, mientras mi mamá gritaba insistentemente en vano que la ayudáramos a llevar los platos a la cocina. Pero no le hacíamos caso, parecíamos no escucharla. Al menos no siempre. Mi hermana en cambio sí.

Jugábamos después de cenar, después de almorzar, los sábados por la mañana y a veces también los domingos. Jugábamos todo el tiempo desde mis cinco años hasta aproximadamente mis doce. Éramos bastante buenos jugando al ajedrez, o simplemente eso creíamos, porque ninguno de los dos habíamos jugado contra otros rivales. En realidad miento, porque mi papá sí. A mi papá le había enseñado a jugar al ajedrez mi padrino, que era también mi tío abuelo y con él, que era su tío, había jugado varias veces. Mi padrino siempre contaba que había sido federado en la Asociación Cristiana de Jóvenes, él la llamaba la YUMEN o algo así, ahora creo se llama YMCA, y decía haber ganado algún que otro torneo juvenil hacía ya mucho tiempo. Pero mi padre jugaba mucho mejor que él o al menos así lo hacía en la época en que yo los vi jugar, aunque Gabino ya estaba bastante viejo y tal vez el parámetro no fuera el real.

A mí, en cambio, me enseñó mi padre. Yo nunca había jugado contra mi tío abuelo, ni con otra persona que no fuera con mi papá. Tampoco me interesaba mucho hacerlo. Es más: ni siquiera me lo planteaba.

–¿Con qué piezas jugás, Juan Carlos?

¿Blancas o negras?

–Blancas, papá, blancas – contestaba.

Y la partida empezaba.

Peón, cuatro rey, movía yo.

Peón, cuatro reina, movía él, planteando el desafío.

De tanto jugar el mismo juego, de tanto tocar una pieza, “pieza tocada, pieza movida, decíamos” y moverla, y después otra y otra, y así hasta el final del juego, nos hicimos expertos. A veces ganaba él y otras veces ganaba yo, pero casi siempre salíamos tablas. Tablas en el ajedrez equivale a un empate, un empate de fuerzas que nunca compitieron porque a nosotros no nos gustaba competir y lo digo en serio, ¿saben? Lo digo muy en serio. ¿Y saben por qué? ¡Porque nosotros no competimos! No estamos para eso. Sería un acto mezquino y nosotros no somos mezquinos. Nosotros en la medida de lo posible ayudamos a los demás en lo que podemos, ayudamos a los otros y lo hacemos en todos los órdenes de la vida y esta no era una excepción, y más si ese otro se encuentra en inferioridad de condiciones respecto de las nuestras. Y lo hacemos simplemente porque nos sabemos mejores –¡por fanfarrones tal vez!–. Puede que lo seamos un poco…a esta altura ya no lo sé. Lo hacemos simplemente porque nos sabemos mejores en este juego que ambos ejercitamos desde chicos y que más por práctica que por talento conocíamos bastante bien. ¡Porque nosotros no competimos…! O al menos esa nunca fue la intención. Hasta que…a eso de mis diez años, mejor dicho, diez años para once pasó lo que les quiero contar:

–Juan Carlos, te voy a llevar a jugar al Parque Rivadavia. Vos sabés que por la tarde se arman partidos bastante interesantes ahí y van tipos que juegan más o menos bien al ajedrez. ¡Bueno! – al menos eso dicen ellos– y me gustaría que les jugaras a algunos, a ver qué tal son.

–A mí me gusta jugar con vos, papá. ¡Pero si querés que vayamos, no hay drama! Vamos.

–¿Podemos jugar? – preguntó mi padre al llegar al parque.

–Sí, por supuesto – le contestaron de inmediato. Pero tienen que esperar su turno porque hay otros amigos, como ustedes, que también son bienvenidos y quieren jugar también. Acá el sistema es así: el que gana se queda sentado en la mesa y sigue jugando, y el que pierde se va o se queda a la espera de una nueva oportunidad. Pero eso como ustedes quieran.

–No hay problema, esperamos, respondió sereno mi padre. Como sabiendo que teníamos grandes chances de ganar, porque él ya había estado ahí mirándolos jugar sin decirme nada y los sabía inferiores a cualquiera de nosotros. Porque a cualquier juego que te dispongas a jugar es importante conocer las reglas, ¡claro!, pero más importante es conocer a los rivales con los que te vas a enfrentar. Eso decía siempre mi padre.

Porque él no hacía nada sin antes conocer el terreno donde iba a pisar, era su estilo, ¿saben? Porque él no hacía nada sin antes haber hecho un estudio minucioso del caso, un cálculo preciso de las probabilidades reales que teníamos de ganar. Porque el ajedrez es un juego de probabilidades que tiene infinidad de posibilidades, pero infinidad no son todas y por lo tanto, como comprenderán, conocer la mayor cantidad de combinaciones es el mayor desafío de cualquier ajedrecista. Y en este caso, a decir verdad, él y yo éramos el mismo –aunque jugáramos de manera distinta– y sin decirme nada los días previos a ir al parque me entrenó para ganar.

Y si yo ganaba, ganaba él y me parece que eso nunca lo entendí del todo.

–Juan Carlos, quedate por acá, por favor. No te vayas muy lejos, que en un rato jugamos.

–(…)

Yo me fui a ver las revistas de comics que vendían en los puestos de revistas y libros de la plaza. Había muchas de Paturuzú, de Patoruzito y de Isidoro Cañones, que a mí tanto me gustaban. Otras con los personajes de Disney. También había colecciones completas del Tony y de Dartagnan que le gustaban más a mi papá que a mí, y que a veces me compraba como para entusiasmarme y tener algún que otro tema más para compartir conmigo, pero a mí mucho no me gustaban, las de Disney menos.

Cualquier otro padre me hubiera dicho que si le ganaba alguno de los viejos que jugaba al ajedrez en el parque me compraba una revista o dos, pero no era su estilo. Tal vez porque nosotros no necesitamos estímulos materiales para hacer las cosas, ni premios, porque nunca los hubo, porque ideológicamente estamos parados en la vereda contraria, porque nosotros no teníamos mucha plata y más después que mi papá se enfermó y por eso se quedó sin trabajo y con el sueldo de mi madre no alcanzaba para todos, aunque la pobre hacía el esfuerzo e incluso consiguió otro trabajo para poder mantenernos. Porque nosotros éramos seis: mi mamá, mi papá, mi hermana, mis abuelos y yo, y la única que traía plata a la casa era mi vieja y mi abuelo un poco, pero éste muy de vez en cuando. Era medio pelotudo, ¿saben?, pero así y todo aportando poco y nada, incluso sin proponérselo, alguna función en la familia debe haber cumplido. Porque nosotros ayudamos al otro, –eso hacemos, y eso siempre me lo machacó hasta el cansancio mucho más mi madre que mi padre, más con el ejemplo que diciéndolo–. ¡Porque nosotros no competimos!, –acordate Juan Carlitos– porque nosotros no le ganamos a los demás por el solo hecho de ganar, ni festejamos los triunfos, ni los cargamos por perder, ni los gozamos, ni nos burlamos de la desgracia ajena, porque todos perdemos alguna vez. Porque son más las veces que se pierde en la vida de las que se gana, porque nosotros perdimos muchas veces y no perdimos en el ajedrez simplemente porque no competimos, si no también hubiéramos perdido.

Hasta que… pasó lo que les quiero contar:

–Juan Carlos, vení que jugás.

–¿Cómo, no iba a jugar usted?

–No, el que va jugar es mi hijo.

–Pero este chico no tiene más de nueve años.

–Diez. –¿Y sabe jugar?

–Sí, sabe. Yo le enseñé.

(Si le hubiera dicho: “Mejor que vos, viejo pelotudo”, hubieran sido las palabras de mi padre, pero por suerte prefirió ser educado y le dijo el correcto:

–“Si, sabe. Yo le enseñé”.

–¿Con qué piezas jugás, pibe? ¿Blancas o negras?

–Blancas, señor, blancas – contesté.

Y la partida empezó.

Peón, cuatro rey moví yo.

Peón, cuatro rey movió él, más cauto que mi padre.

Porque aunque yo era un chico, el señor no tenía manera de saber de qué modo jugaba yo, además era una persona correcta, y en el ajedrez como en casi todos los órdenes de la vida, es inteligente ser cauto y no subestimar al rival, aunque este sólo tuviera diez años. Y está muy bien ir despacio, pausado, tranquilo, de a poco, como midiendo al adversario, como tanteando la cosa, ¿saben? Con el propósito posterior de acorralarlo y ahí sí, tender las redes que lo vayan enredando y lo conduzcan inevitablemente a una trampa de la que no tuviera escapatoria. De ninguna manera, aunque se lo proponga. Porque ya es tarde, demasiado tarde. Porque aunque quisiera no iba a poder salir.

Y a esa trampa lo vas a tener que ir acercando, también de a poco, en silencio, esperando el momento preciso en que tropiece y caiga. Porque va a caer, pero recién cuando ya no tenga escapatoria y no antes. Y para eso hay que saber esperar el momento preciso y tener paciencia, mucha paciencia. Cuando sin darse cuenta, casi por sorpresa empiece a desesperarse y mire para los costados y nada, y vuelva a mirar para los costados y otra vez nada. Porque ya no le queda nada por hacer, aunque quiera, aunque lo intente.

Pero segundos antes, ¿saben?, uno de los dos se sintió ganador, porque la sensación de triunfo o de fracaso casi siempre se siente unos segundos antes –y ese fui yo– y anuncié esta vez internamente –como lo hacíamos con mi padre– la jugada maestra que anticipa el final.

Porque el ajedrez es un juego de conocimiento y el conocimiento se sabe, no se intuye, ni se cree, ni se motiva, ni se supone y nosotros simplemente sabíamos jugar al ajedrez, conocíamos el juego bastante bien, lo habíamos jugado muchas veces y aunque le parezca mentira en los momentos cruciales la diferencia se nota.

Así me lo enseñó mi padre y yo, lamentablemente, –acaso por un desvío emocional que tengo y no por otra cosa– cuando juego al ajedrez le juego a todos los rivales como si el que estuviera en frente fuera él. Es una estupidez, pero no lo puedo evitar, ¿saben? y a decir verdad, tampoco lo intenté mucho. Yo no tengo ninguna estrategia, ¡ninguna!, pero sé utilizar perfectamente la estrategia del otro y lo hago a la inversa, invierto su juego, lo doy vuelta con una facilidad que a veces incluso a mí mismo me asusta. Definitivamente… ¡Eso hago!, pero les juro que lo hago casi sin darme cuenta, incluso por deformación educativa, hasta con culpa.

El otro propone el juego, me hago el que no quiero jugar (a veces es verdad y otras no) y en principio acepto su planteó tal cual lo propone y un poco se la hago creer y otro poco no me animo y otro poco le sigo la corriente –como a los locos, dirían por ahí–. Eso hago.

Por favor no se enojen, ¡fue un chiste (…)! y juego en su terreno por un tiempo, el tiempo que sea necesario, y lo hago como para no despertar sospecha. Pero después me salta la hilacha y se me escapa algún comentario inoportuno y empiezo a sobrarlos.

Más por pereza que por soberbia, ¿saben?, porque me sé superior pero me cansa demostrarlo y por eso trato de no hacerlo y no porque tenga algún talento especial para el ajedrez porque no lo tengo –se los aseguro– si no porque lo practiqué todos los días de mi vida desde los cinco años y ese señor –sin ánimo de desmerecer– estoy seguro que empezó a jugar al ajedrez recién en la vejez para matar el tiempo, supongo, como lo hacen tantas personas de su edad, o esperar que irremediablemente el tiempo lo mate a él. Y sepan disculpar la ironía, porque les juro que ese señor no jugaba bien al ajedrez aunque le haya ganado a los dos contrincantes anteriores con cierta facilidad y pareciera feliz por eso. Seguramente se trataba de jugadores peores que él. ¿Qué culpa tengo yo?

Apenas sabía mover las piezas, apenas…–Sin ánimo de desmerecer, repito– no entendía el juego. ¡No lo entendía! En cambio yo sí, por desgracia yo sí, y eso que a mí no me gustaba en absoluto jugar al ajedrez. De hecho hoy no lo juego. Y fue así como le gané al primero y después al segundo y luego al tercero y todos me hacían las mismas preguntas:

–¿Cómo te llamás?

–Juan Carlos.

–¿Cuántos años tenés?

–Diez para once.

–¿En qué grado estás?

–Pasé a sexto.

–¿Tenés novia?

–Todavía no.

–¿Te gusta jugar al ajedrez?

–Sí.

Y es ahí donde se detenía siempre el cuestionario, bastante pelotudo por cierto, porque empezaba a sentirme un mentiroso contestando las mismas preguntas de la misma manera. Si no les estaba diciendo otra cosa que lo que querían oír y les empezaba a poner cara de orto y ya no podía disimular mi fastidio porque a mí nunca me gustó el ajedrez.

Lo jugaba porque era un juego para mí, casi el único juego que jugaba con mi padre. A mí me gustaba la patineta y el fútbol, pero a mí papá el fútbol no le gustaba para nada y cuando le preguntaban de qué cuadro era decía: “de River, porque Juan Carlos es de River”, pero nada más. Y la patineta, por supuesto, mucho menos, si un día, ¿saben?, me llevó a una pista que habían montado en la galería Harrods Gath y Chaves en la calle Florida y ni siquiera me alquiló las rodilleras y el casco y dejó que me golpeara por todos lados para demostrarme que no era un deporte para mí Y fue el ajedrez entonces, por descarte, el juego que nos unió durante mucho tiempo hasta que pasó lo que les quiero contar… y únicamente por eso lo jugaba y no por otra cosa.

Tampoco sé muy bien por qué me llevó a ese parque ese día a jugar con otros ajedrecistas. Supongo que, porque aunque no lo dijera abiertamente, en el fondo quería que compitiera en algún deporte como lo hizo él en su juventud –aunque como ya les dije antes y no me canso de repetirlo: “el ajedrez era un juego para mí y no un deporte y menos una competencia”. Y un juego que sólo quería jugar con él–, porque él había sido Campeón sudamericano de equitación y fue el único jinete argentino de salto que pasó de la categoría “D” a la “A” en un año y compitió para el Club Alemán primero y para el Club Hípico después y hubiera ido a las olimpíadas si mi padrino Gabino –ese que le enseñó a jugar a mi papá al ajedrez y que decía haber ganado algún que otro torneo juvenil, pero que jugaba mucho peor que él– le hubiera dado el mejor caballo a mi padre y no a un tal Arrambire y dejara trunco para siempre su sueño olímpico.

Porque después ya no pudo, porque después se casó y nunca más tuvo otra oportunidad, porque las oportunidades no abundan en la vida, ¡sépanlo!

Como no tuvieron otra oportunidad de jugar conmigo los cinco tipos a los que les gané con cierta facilidad porque nunca más volví a jugar al ajedrez a ese parque. Porque nos fuimos ofendidos, molestos, irritados, de mal humor, y cómo no nos íbamos a ir de ese modo, “si el nivel no era el esperado”, cuando mi padre, fastidiado en mi nombre, o en nombre de los dos –porque yo, le juro, no emití palabra–, dijo:

–El chico está cansado, así que no juega más.

–Vámonos, Juan Carlos, que tu mamá debe estar preocupada y ya está oscureciendo.

–Chau, chau, gracias por todo.

–Hasta luego, señor, Hasta luego, señor, le dije a uno por uno de manera educada, y nos fuimos.

–¿Papá, para qué me trajiste a jugar acá?

–Para ver si estos viejos boludos eran buenos, pero por lo visto no lo son. Además, yo ya no te puedo enseñar más.

Esas pastillas de mierda que me dan, me dan mucho sueño y algunos mareos y ando un poco depresivo, ¿sabés? La semana que viene, si vos querés, vamos a Barrancas de Belgrano, donde hay tipos que me parece que juegan bien al ajedrez y espero que sean un poco mejores que los que vienen a jugar acá, que por lo visto son bastante malos.

–Si vos querés vamos, pero… ¿Puedo llevar la patineta?

–Sí, Juan Carlos, podés llevar la patineta, si querés.

Ya en las Barrancas de Belgrano, frente a las vías del ferrocarril, en una de esas tardes que mejor olvidar, no gané un solo partido, tampoco hice un gran esfuerzo, ni lo intenté demasiado.

Estaba desconcentrado, acaso disperso, maravillado por el tobogán de barrancas de ladrillo color naranja que hacía las veces de pista para deslizar mi patineta pro class en un escenario natural muy diferente al de Harrods y mucho más seductor, aunque lo que finalmente deslicé fueron mis huesos uno por uno: primero los de mis codos y después los de mis rodillas, luego los de mi pera, los de mi frente y espalda por la cantidad de golpes que recibí. Porque el suelo no era propicio para andar en skatey para nada liso, más bien todo lo contrario, y yo no era precisamente un experto en el arte del skatey aunque lo fuera tampoco había cuerpo que pudiera soportar ni sortear tanto desnivel, ni tanto ajedrecista adulto ensañado en ganarle a un chico de diez años que esa vez, les juro, no tenía ganas de jugar…

Totalmente desconcentrado, ido, con la cabeza en otra parte, perdido, que no soltó la patineta pro class en toda la tarde porque después de jugar al menos tres partidos de ajedrez estaba autorizado por su padre a andar “culo patín” más que en skatepor aquellas barrancas golpeadas a moretones.

Por eso preferí perder lo más rápido posible y no por otra cosa, porque eso fue precisamente lo que hice: dejarme ganar.

Porque en ningún momento pude hacer pie bajando las barrancas de un parque que si no fuera por la cantidad de edificios que construyeron en frente, tendría una hermosa vista al río que inundó de gotas de lluvia mi llanto desde aquel día y para siempre.

Porque en el rezongar del vínculo que nos unía con mi padre se enojó mucho conmigo: por mi falta de concentración en el ajedrez, porque me dejé ganar y él, por supuesto, se había dado cuenta, porque lo único que quería aquel día era andar en patineta cuesta abajo y que para eso no me había llevado a aquel parque ese día.

 “Me estás haciendo perder el tiempo”, dijo.

Pude ver la desilusión en sus ojos, ¿saben? y nuestra relación a partir de ese momento no siguió siendo la misma. Empezamos a tener distintos intereses –siempre los tuvimos–pero con el paso del tiempo se acentuaron aún más: a mí me gustaba jugar a la pelota y por lo visto andar en patineta, y él cada vez quería jugar menos al ajedrez conmigo, y él con otra persona ya no jugaba o no le interesaba mucho jugar. Y a mí nunca me gustó el ajedrez. Hasta que… pasó lo que les quiero contar:

II

Una mañana de sol, de comienzo de clases, en el sexto grado de la escuela José Gervasio Artigas del barrio porteño de Caballito conocí al cabezón Mazzeo. Tenía una especie de hidrocefalia que con los años avanzó sin parar hasta que su desenlace terminó de la peor manera.

Era tímido, en realidad, más que tímido era un tipo un tanto nervioso, extraño –diría–, tenía rulos, era flaco, muy flaco y un poco encorvado –en eso se parecía a mí–. Era el único chico de mi grado más petiso que yo y después, en cambio, de grande, terminó midiendo un metro ochenta –yo no tuve esa suerte– apenas mido 1,71. Si me lo hubieran contado no lo hubiera creído, pero yo lo vi y doy fe que fue así.

Se llamaba Alejandro Sergio Ramiro Mazzeo, en la casa lo llamaban Alejandro pero él pedía que lo llamaran por su segundo nombre: Sergio, y eso hacíamos, y le gustaba mucho jugar al ajedrez. Andaba siempre con uno chiquito encima, demasiado chiquito para mi gusto, pero ¡bueno! él tenía ese. Era de plástico, de un plástico lo bastante duro para que no se rompiera. Lo llevaba siempre bajo el brazo. Tenía como todos, un tablero, pero éste hacía las veces de caja donde se guardaban las piezas y para mí, que el único ajedrez que había conocido hasta ese momento era uno de madera tallada que todavía conservo, era toda una novedad. Un día, me acuerdo, me dijo:

–¿Querés jugar?– con la certeza que sabía con quién estaba hablando y que por supuesto sabía jugar…

–¿Y cómo sabés que sé jugar?

 –Por la forma en que mirás el ajedrez.

Me preguntó tan ilusionado si quería jugar que no me dio la cara para decirle que no. Al preguntarme, su mirada me hizo acordar a la de mi padre. Además nadie en el grado le quería jugar. Les preguntaba a todos los compañeros de la escuela, uno por uno, y nadie le quería jugar. O porque no sabían, o porque no se lo bancaban demasiado. O simplemente porque ya los tenía podridos a todos preguntando. Así que le dije que sí. No me costaba nada hacerlo. Y calculo que él me hizo la pregunta sabiendo perfectamente que la respuesta iba a ser positiva, porque aunque insista en negarlo, no pude disimular el brillo en mi mirada cuando miré su ajedrez, ni el hecho que me llamó sorpresivamente la atención la forma en que me miró al preguntar, parecida a la de mi padre.

–Bueno, le dije.

 –¿Con qué piezas jugás?

¿Blancas o negras?

–Blancas, contesté.

Y la partida empezó.

Peón, cuatro rey moví yo.

Peón, cuatro rey, movió él, más cauto que mi padre.

Nunca vi a alguien jugar al ajedrez con tantas ganas y hacerlo tan mal. Tengo miedo de exagerar, pero creo que no me ganó nunca. Pero eso no importa ahora, estaba orgulloso de jugar conmigo –porque decía que yo jugaba muy bien– y sospecho que eso un poco me halagaba, aunque a mí el ajedrez nunca me gustó.

Sergio se la pasaba diciéndole a cuanto conocido tenía y que sabía le gustaba el ajedrez que yo era buenísimo. Así fue como me hizo jugar primero con su padre, después con su hermano, y así con toda la familia, hasta con un tío y hasta con amigos de amigos de su tío que competían de manera profesional. ¡Me tenía repodrido!, ¿saben? No paraba de hacerme jugar al ajedrez.

Una tarde en el colegio me presentó a un chico de séptimo –porque nosotros íbamos a jornada completa y a la tarde por “h” o por “b” no teníamos clase porque faltaba alguna maestra–.

Camilo creo que se llamaba, pero puede que ese no sea su nombre verdadero porque en realidad no me lo acuerdo. ¡Ese pibe sí que jugaba bien!, jugamos una sola vez cuando nos escapamos de la clase de gimnasia con Sergio y el chico tenía hora libre porque había faltado la maestra de música que por lo visto faltaba con frecuencia.

Me acuerdo que salimos tablas, ¡fue un gran partido!, ¡ese pibe sí que jugaba bien! Nos dimos la mano al despedirnos, un abrazo y ahí quedó todo. Después hubo en la escuela una selección para un torneo intercolegial y salimos seleccionados los dos, el chico éste de séptimo y yo, pero yo al final no pude participar porque la competencia se hacía los sábados a la mañana y en ese horario tenía que asistir al oftalmólogo a hacer una especie de reeducación de la vista, porque casi no veo del ojo derecho –aún hoy, a pesar de distintos tratamientos– y no pude concurrir y en mi reemplazo fue orgullosamente el cabezón Mazzeo que me acuerdo me dijo:

–¡Juanqui, no te preocupés! Te voy a hacer quedar muy bien.

–Eso no importa, Sergio. “Andá y jugá”.

“Hacé lo mejor que puedas y va a salir todo bien”, (la frase la decía siempre mi abuela y cada tanto la repito, como una manera de recordarla y no por otra cosa)

–“Hacé lo mejor que puedas y todo va a salir bien”. ¡Pero hacé lo mejor que puedas!

A ninguno de los dos les fue bien en el torneo intercolegial, pero eso a mí en lo personal no me importó. Puse cara de circunstancia cuando me lo contó el cabezón Mazzeo, pero nada más. Y a los directivos del colegio me parece que les importó menos que a mí. Tenían que mandar a dos representantes y listo, pero a Sergio sí le importó, y mucho. Porque él siempre quiso mejorar en el ajedrez y se dispuso a tomar clases con un profesor y se anotó después en un club de ajedrez que se llamaba –y creo que se sigue llamando– el Club Argentino de Ajedrez y hasta llegó a competir como federado en algunos campeonatos juveniles y todo.

(–A mí, me importaba un pito el ajedrez, aunque les parezca mentira. Lo digo en serio, ¿saben?

¿Para qué? Si mi papá ya no quería jugar conmigo –ya no quería… ya no quería eso ni muchas otras cosas, y eso sí me dolía, me dolía aún más– y yo con el tiempo tampoco quería jugar al ajedrez más con él.

¿Para qué? Si ya no te quieren… si ya no quieren estar con vos, si uno siente eso.

Si una de las pocas cosas que nos unía se había ido de a poco.

…Qué sé yo… Se fue.

¿Para qué?, ¿saben?

¿Para qué?

…Si a mí me importaba un pito el ajedrez–)

Sin embargo, como dice la letra de una de las canciones de Divididos que más me gusta –porque por lo general escucho música cuando escribo–, que un poco me identifica y suena como bises que se repiten a coro en mi cabeza cada tanto:

“Vengo a velas con el mal del cagón,

me tropiezo con mis piernas,

gambeteando gente vengo

del placard de otro”.

Y otra vez en el secundario nos encontramos con Sergio, Sergio es el cabezón Mazzeo, ¿se acuerdan?, –nos habíamos dejado de ver por un tiempo, ya no nos encontrábamos ni siquiera en el club de Ferro– pero como teníamos la misma edad y vivíamos en el mismo barrio, más por cercanía que por casualidad los dos fuimos al mismo colegio bachiller, al Nacional 17 “Primera Junta” sobre la Av. Rivadavia entre Hidalgo y Parral en frente del Hogar Obrero, también en Caballito, pero a divisiones distintas.

Yo estaba en 2do tercera y él en 2do segunda o en cuarta –una de las dos, no me acuerdo bien– y digo en segundo año y no en primero, porque en primer año nos suspendieron a todos por portarnos mal y con Sergio por ese tiempo nos saludábamos en los pasillos y no mucho más.

En realidad, suspendieron al curso entero al que iba yo por jugar en el aula a una especie de guerra de monedazos: el juego consistía en tirarle un monedazo al compañero y si es posible pegarle. Para eso volaban las monedas de veinticinco de un lado al otro, eran pesadas, ¡lindas! y si no corrías o te cubrías rápido la ligabas.

Jugábamos habitualmente en los recreos y por supuesto, yo fui parte del asunto.

Todavía Hernán Saino me mira la frente cuando nos encontramos los días 9 de julio con los ex compañeros de colegio desde hace 3 o 4 años –algunos creo que se reúnen desde hace más tiempo– porque asegura que con el terrible monedazo que me pegó en la frente el turco García aquel día, la marca tiene que permanecer ahí, para siempre, invisible, como marca indeleble arriba de la ceja derecha y en la memoria de todos los que lo vieron, y a los que le contaron. Y él como es médico hace la parodia de que me tiene que revisar la herida cada vez que me ve.

Y por eso no nos dejaron participar del Campeonato de ajedrez del colegio, ni en ninguna otra disciplina a ningún alumno de 1ero tercera, porque nos suspendieron a todos y en ese todos estaba yo. Pero en segundo año sí pude participar, a la vez que todos mis compañeros de división en diferentes disciplinas.

El Campeonato de ajedrez, como les digo, era una prueba más dentro del marco de los “Juegos deportivos del Nacional 17”que se hacían una vez por año en el colegio y ese día, por suerte, no teníamos clases de modo convencional.

Competíamos en ajedrez, damas, atletismo, fútbol, handball, voley, básquet – estas son algunas de las disciplinas que me acuerdo, pero en realidad había algunas más– y yo me había anotado en ajedrez y en fútbol, pero estaba mucho más pendiente del primer partido del campeonato de fútbol que por el ajedrez, porque de la manera que lo habían organizado se superponían los horarios, motivo que me tenía un poco preocupado. Es por eso que le pedí por favor a Hernán que no dejara de llamarme cuando nos tocara jugar porque yo iba a estar en el aula de arriba en el torneo de ajedrez y seguramente no iba a escuchar el timbre en el momento en que sonara si no me avisaban. Y a decir verdad, por nada del mundo me quería perder el partido de fútbol.

El torneo de ajedrez se jugó por sistema suizo: siete partidos con siete rivales distintos designados por sorteo aunque hubiese más de ocho jugadores anotados en la competencia. No lo expliqué muy bien ¿no? ¡Me da la sensación! Si fue así, disculpen. Pero eso qué importa, lo importante es que gané los cuatro primeros partidos con cierta facilidad y que en el quinto me tocó jugar con un tal (Alfredo) Adamoli que a mi entender me venía ganando, ¡jugaba bastante bien!, se encontraba en una posición de ventaja respecto de la mía, (yo ya no practicaba el juego y por ende mi nivel había decaído considerablemente y me anoté sencillamente porque el cabezón Mazzeo me insistió y un poco en honor a su amistad que estábamos reconstruyendo, acepté, porque de otro modo no lo hubiera hecho), en el preciso instante en que por suerte lo llamaron para el partido de básquet que también tenía que jugar y él sí escuchó la señal sonora sin necesidad que lo vinieran a buscar. (Por lo visto el ajedrez no era la competencia principal para muchos de nosotros) Me saludó cordialmente y se fue, y en consecuencia y por fortuna gané yo por abandono.

–¡Jugaba bastante bien, el flaco!–

El sexto partido me tocó jugar con un tal Sorín que estaba en quinto año, ¡jugaba muy bien también! Pero en ese partido por alguna razón estaba más concentrado que de costumbre y no me daba la sensación que pudiera perder.

¡No sé por qué!, a lo mejor porque su juego me hacía recordar al de mi padre y sabía perfectamente cómo contrarrestarlo o simplemente porque de a poco estaba empezando a recuperar la confianza. Parecía sobrar las jugadas, como desganado, como si estuviera en otra cosa más importante que el estar ahí, incluso parecía un poco fastidioso por tener que enfrentar a un chico de segundo año con anteojos que se los acomodaba todo el tiempo con el dedo índice izquierdo y un tanto encorvado de tanto jugar en cuclillas en las baldosas del patio de su casa un juego que simulaba un partido de fútbol con arcos de plástico y todo, una pelotita de papel y dos chapitas con las fotos de algún jugador movidas por un palo de rasti largo, color gris. Y eso lo hice durante muchos años de mi vida y probablemente fue una de las causas por la cual me quedó de por vida –porque tampoco hago nada por corregirla– cierta inclinación en la columna y no logro pararme derecho aunque a veces lo intento, salvo que alguien me lo diga o simplemente me acuerde de hacerlo y artificialmente cambie la postura por un rato, pero nada más.

Porque yo no voy erguido por la vida…

Pero en ese partido, ¡no sé por qué!, estaba más concentrado que de costumbre. Me sentía expectante, como si algo conocido volviera a pasar, como un recuerdo, como esperando la jugada maestra que anunciábamos –exteriormente– con mi padre que anticipa el final, irremediable por cierto, y de no ser porque Hernán me vino a buscar a los gritos porque estaba por empezar el partido de fútbol y yo jugaba de número cuatro y me interesaba mucho ir, le hubiera ganado tranquilamente a este tal Sorín, sin ningún contratiempo ni sobresalto, pero apuré los movimientos, algo que por supuesto, no es mi estilo y por eso salimos tablas y no por otra cosa.

El séptimo partido me tocó jugar con el cabezón Mazzeo, que era como tener enfrente al hermano varón que no tuve –y encima por suerte estábamos volviendo a recuperar nuestra amistad–. Estaba totalmente desconcentrado porque habíamos perdido 6 a 1 en el fútbol y yo jugaba en la defensa y gran parte de los goles que nos hicieron habían sido por culpa mía y me la pasé recordando cada gol del rival más de una vez, mientras los gritos de Saino todavía retumbaban en mi cabeza y no me dejaban concentrarme aunque quisiera mientras jugaba el partido de ajedrez, y Sergio encima estaba jugando muchísimo mejor que hace un par de años y la diferencia de concentración se notaba demasiado. Porque él ahora era federado del club Argentino de Ajedrez y competía habitualmente y de haber querido ese día me hubiera ganado, pero no quiso.

Decí que Sergio estaba pendiente de cómo iba la tabla de posiciones del torneo en ese momento, y yo por supuesto no, y que aunque él me ganara no tenía chances matemáticas de ser campeón –y a él le gustaban mucho las matemáticas y por eso las usó–. Porque había perdido con ese tal Sorín y como éste ya había ganado su último partido, técnicamente ya era el único campeón, excepto que alguien lo empatara en el primer puesto y ese alguien era yo. Por lo que yo podía empatar el primer puesto si y sólo si él se dejaba ganar –estaba al tanto de eso–, o mejor dicho si le ganaba. Y a mí nadie me saca de la cabeza, que ese día me dejó ganar. Si yo estaba como en otro lado, y así no podía ganarle.

A la mañana siguiente en el amanecer del primer recreo le mostraba orgullosamente a todos los que querían escuchar y a los que no, la planilla con los resultados de las competencias pegadas en las paredes del patio del colegio y les remarcaba insistentemente y a los gritos que su amigo, Juan Carlos Botana, había empatado el primer puesto del Campeonato de ajedrez con Ariel Sorín, “Campeón Sudamericano juvenil de ajedrez”, a días de consagrarse Maestro internacional en mayores cuando le computaran los puntos que sacó en un torneo en Bogotá, Colombia.

Él lo sabía porque como les dije ahora era federado del club Argentino de ajedrez y estaba en el tema y Sorín jugaba para Torre Blanca, que era otro de los grandes clubes argentinos de ajedrez junto con la Asociación Alemana de Villa Ballester y me presentaba a todos para que me felicitaran, y yo con vergüenza y un poco de fastidio optaba por agachar la cabeza y decirle a uno por uno: “gracias”, “gracias”, “muchas gracias”.

Fue ahí cuando recordé la frase de mi padre –o de mi madre tal vez, ya no me acuerdo bien de quién era–: “nosotros no competimos”, y traté de no engancharme mucho en esa. Hasta que… pasó lo que les quiero contar:

III

Tanta alharaca hizo el bueno de Sergio que este tal Sorín se me apareció totalmente desencajado en la puerta del aula de 2do tercera en el segundo piso y enfurecido me dijo:

–¿Vos te creés mejor que yo, no?

–¿Qué decís…?

–¿Vos te creés mejor que yo, no?

–¿En qué…? (…) No.

Y qué es eso que andan diciendo que si no me salvaba la campana del campeonato de fútbol, del que no ganaron un solo partido por culpa tuya ¡porque sabés muy bien que dicen que al fútbol sos de madera!, me hubieras ganado el torneo de ajedrez del colegio que gano hace cuatro años y ahora lo tengo que compartir con vos, un pendejo de segundo con anteojos y lleno de caspa.

–¿Y yo que tengo que ver? Si el que no ganaste fuiste vos. Además yo no anduve diciendo nada. En serio te digo.

Di media vuelta y me fui, tan tranquilo como sorprendido, sin mirar para atrás.

–¡Che, vos, sos boludo! – me dijo. ¿Sos boludo…?

–Lo de boludo se te escapó, ¿no?

–Está bien, perdona… lo de boludo. Te juego mañana en el recreo de las 10 hs que es el más largo, el de 15 minutos. ¿O tenés miedo que te gane esta vez?

–¿Miedo de qué…?

–¿De qué te gane esta vez?

–¿Eso querés? Contestame. ¿Vos querés eso…?

–Sí, quiero eso.

–Si me das tiempo para comer un alfajor antes, te juego. Porque yo a las 10 todos los días como un alfajor. Porque me agarra un poco de hambre a esa hora. ¿Sabés? (Se lo dije para joderlo)

–Mañana a las 10, entonces.

–Mañana a las 10. Pero vos y yo nada más, sin público, le dije. ¡No hagás boludeces!

Al día siguiente, había puesto una mesa con dos pupitres en el medio del patio y esta vez no había que levantar ningún plato, ni estaba mi madre suplicando que la ayudáramos, ni mi hermana quejándose que siempre lo terminaba haciendo ella sola, ni mi padre –como hubiera querido– para decirme como antes:

–¿Con qué piezas jugás, Juan Carlos? ¿Blancas o negras?

–Blancas, papá, blancas – contestaba.

Y la partida empezaba.

Peón, cuatro rey movía yo.

Peón, cuatro reina movía él, planteando el desafío.

Pero me lo dijo él, aunque antes le pedí que corriéramos la mesa a un lugar menos visible, cerca del baño, por ejemplo, y fue ahí donde jugamos, para no estar tan expuestos a las miradas de los otros y aceptó, como también aceptó esperar a que terminara de comer mi alfajor y dijo:

–¿Con qué piezas jugás, Botana? ¿Blancas o negras?

–Blancas, Sorín, blancas – contesté.

Y la partida empezó.

Peón, cuatro rey moví yo.

Peón, cuatro reina movió él, planteando el desafío.

El pelotudo le había avisado a todo el colegio, incluso a los profesores y a las secretarias –que por lo visto lo conocían bastante bien– incluso a la vicedirectora y al forro del portero. ¿Que cómo se lo iba a perder? ¡Si era más chusma!

Lo trataban como un hijo pródigo, “Arielito de acá, Arielito de allá”… ¡Arielito, Arielito, chupame el culito! Arielito de acá. ¡Arielito y la puta que te parió! ¡PEDAZO DE PELOTUDO!

Si yo lo único que hice fue anotarme en ese maldito torneo de ajedrez porque me insistió el cabezón Mazzeo, porque de otro modo no lo hubiera hecho, si yo ya no jugaba al ajedrez hacía más de dos años y miren en el quilombo que me vine a meter por este pelotudo. Lo digo por Ariel, no por Sergio.

¡Por qué no mandaré todo a la concha de la lora y me dejo de joder de una vez! De todos modos, por algo lo hice. Además, Arielito ya me tenía un poco hinchado los huevitos. Lo trataban como quién sabe quién carajo era. ¡Así que a lo mejor estaba bien jugarle y de ser posible ganarle!

Puede que esté exagerando pero se movía como si fuera un rey –o al menos eso sentí yo en ese momento–.

En cambio a mí, todo lo contrario, me trataban como a un mendigo –o al menos eso sentí yo en ese momento–.

Una porque era más chico que él y otra porque a mí mucho no me conocían, excepto por la carga de un apellido ilustre –como decían algunos profesores– que para mí no lo era ni lo es, o por el parecido asombroso con mi madre que la vieron alguna rara vez – por desgracia para ella, supongo–, las veces que tuvo que ir al colegio por algún problema puntual que había tenido y no fueron muchas.

Tampoco, a decir verdad, me había hecho conocer demasiado hasta ese fucking momento. A lo mejor me conocían un poco porque llegaba siempre tarde y eso mucho no le gustaba a la vicedirectora que se la pasaba en la puerta de entrada mirando quién llegaba tarde y quién no y menos al portero que se creía el dueño del colegio y por supuesto como buen botonazo era buchón de la vice.

Al portero todos lo tenían como un ídolo y yo en cambio no lo podía ni ver y él lo sabía perfectamente, más de una vez se lo hice sentir. Quizás por eso no me dejaba entrar por el pasillo del costado de la puerta de entrada que estaba pegada a la del Banco de Italia y del Río de la Plata, como hacía con casi todos los demás –tampoco nunca se lo pedí– las veces que llegaba tarde –que por supuesto eran muchas– y me retenía en la puerta de calle el mayor tiempo que le fuera posible. Y después el preceptor Hernán Palacios, en consecuencia, por la hora que era –y más bien era tarde– me ponía media falta una vez, media falta otra vez y siempre me repetía la misma cantinela: “¿Por qué llega tarde, Botana?¡Mire que le voy a tener que poner media falta!” ¡Ponela de una vez y dejate de joder, pelotudo!, ¡Si te morís de ganas!, pensaba para adentro cada vez que me lo decía y como yo jamás podría ser amigo de alguien que por algún motivo me perjudicara aunque éste tuviera razón, nunca se la caretié ni a Palacios, ni a la vice, ni al portero que, como dice la canción de Andrés Calamaro del vigilante medio argentino: “Además es barato, además es barato”. Disculpen la ironía que, por supuesto, la hago extensiva para alguno más.

Tampoco mi aspecto me ayudaba mucho. Tenía puesto siempre un blazer azul lleno de caspa y mi aseo y presentación, como decía el boletín desde mi escuela primaria, no daba precisamente prolijo. Tenía el pelo un poco largo para la época –todavía recuerdo el enérgico: “aféitese la cabeza, Botana” del profesor Zabatela en la clase de biología y el inmediato: “bien sentados, respaldados”, porque los benditos milicos todavía no se habían ido a mediados del ‘83, pero casi… (y todavía tenían algunos defensores entre los profesores, aunque los menos), pero casi…

Casi que estaba a mi nivel, pero no. Había practicado para ese partido toda la noche, había vuelto a jugar con mi padre que a menudo sufría de insomnio y por eso nos quedamos los dos despiertos. Por esas pastillas de mierda que le daban los médicos para mantenerlo tranquilo. Para que no imaginara cosas, para que no se lastimara ni se golpeara y se sintiera menos peor y esa noche conmigo había vuelto a reír.

Y esperamos otra vez juntos la jugada maestra que anticipa el final, el rey vencido por un plebeyo de blazer azul que usaba anteojos y tenía caspa. Porque en algún lugar de su corazón sé que deseaba que yo compitiera y para eso –y no por otra razón– me entrenó desde mis cinco años y ese día lo hice.

¡Lamentablemente y creo sin buscarlo, lo hice!

Y toda esa perorata que decía que no había que competir y demás aparentemente era puro cuento. Probablemente lo decía para que no compitiéramos entre nosotros o con alguien que lo sabíamos en inferioridad de condiciones, no cuando en el camino se te presenta un pelotudo que se cree mucho mejor que vos y encima te provoca y te trata de boludo y te falta el respeto, ¿quién mierda se creía que era?

En ese caso ponerlo en su lugar era un acto de justicia o de defensa propia, ¿no les parece?, se trata de ubicarlo en la palmera, de acomodarle los patos. Para que no vuelva a subestimar a los demás por más campeón de no sé qué campeonato sudamericano de mierda haya sido –si yo ni siquiera lo sabía, si ni siquiera sabía quién carajo era él– y en lo sucesivo fuera más respetuoso. Porque en la vida no siempre triunfan los mejores si no los que se animan a competir. Y ese día me animé a competir.

Y lo hice: por él, por mí, por el cabezón Mazzeo que lo odiaba y hasta ese momento no sabía muy bien por qué y por qué se fueran a la puta madre que los parió todos los pelotudos que llevó como hinchada para que lo alentaran en esa mañana de sol y que se iban a meter su fervoroso aliento en el culo. Porque ese no había sido el trato, porque esto era exclusivamente entre él y yo, o mejor dicho entre él y él. Porque me pone un poco nervioso la mirada de los otros, ¿saben? –y en eso por desgracia me parezco a mi padre– y no me estaba sintiendo cómodo y cuando me pasa eso les confieso que no es bueno para nadie y mucho menos para mí.

Porque ganarle me duró exactamente el tiempo que tardé en comer el alfajor, correr la mesa del centro del patio hasta un sitio más apartado cerca del baño, mirar hacia el costado y ver un montón de gente, algunos conocidos y otros no, mirando el partido como si fuera la final del mundo cuando habíamos quedado en que no iba a haber público ni testigos, ni nadie que alentara. Solamente él y yo. Porque la mirada de los otros me pone un poco nervioso, aunque no parezca, aunque me vean tranquilo y más si esperan algo de mí que yo no me comprometí a darles.

Por suerte la única cara que reconocí entre la multitud fue la del cabezón Mazzeo, ¡también con el balero que tenía el pobre!, o su mirada, no sé (estaba tan contento):

(pero este cuento me encontró escuchando música mientras lo escribía y sin darme cuenta se me hizo más largo de lo previsto, ¡sepan disculpar!, mientras de fondo en mis oídos sonaba la canción de Callejeros y la voz de mi padre diciendo…)

“Voces, sólo voces, como ecos;

como atroces chistes sin gracia.

Hace mucho tiempo escucho voces y ni una palabra.

y mis ojos maltratados se refugian en la nada y se cansan

de ver un montón de caras y ni una mirada.

(…) y los sueños no soñados, ya se amargan la garganta y se callan.

Y eso, casi siempre (o siempre), les encanta.

Van quedando pocas sonrisas, prisioneros de esta cárcel de tiza.

Se apagó el sentido,

se encendió un silencio de misa”.

Y a la voz de mi padre diciendo: “Ahí viene la jugada maestra, ahí viene la jugada maestra (que anticipa el final)” porque eso mismo iba a pasar, porque la sensación de triunfo o de fracaso se siente unos segundos antes, y en ese momento me sentí ganador cuando el movimiento de jaque al rey lo dejó contra las cuerdas, atónito, perdido, tumbado, como si todo lo que le había enseñado su prolijo y disciplinado entrenamiento de club de primera de ajedrez hubiera caído de golpe en un saco roto, o mejor dicho, en un blazer azul con pintas blancas color caspa que lo manchó para siempre.

Y el “vamos, Ariel” de la vicedirectora no le alcanzó. Y el “bien sentados, respaldados” de Zabatela, tampoco, y el aliento de su hinchada menos y el recreo que duró aproximadamente media hora porque el portero al que tenía de aliado y que por suerte no me acuerdo el nombre porque nunca fue amigo mío, lo alargó lo más que pudo esperando acaso una reacción favorable por parte de Ariel, que no iba a tener, para que el timbre que anunciaba la vuelta a clases no sonara a campana final de combate de box y lo viera morder la lona desvanecido, como a un simple novato ante los ojos de todos.

Y la música que siguió sonando en mis oídos decía:

“…menos horas en la vida, más respuestas a una causa perdida:

de por qué los sentimientos, vuelven con el día.

Solo, como un pájaro que vuela en la noche (libre de vos…pero no de mí) vacío, como el sueño de una gorra lleno de nada, sin saber dónde ir.

Duro como un muerto en su tumba que murió de miedo, por el valor de vivir. Las nubes no son de algodones y las depresiones son maldiciones.

Te va distrayendo, te enrosca, te lleva y te come.

Te lastima y no perdona y en algún lugar te roba la cara,

la sonrisa, la esperanza, la fe en las personas.

Solo, como un pájaro que vuela en la noche…”

(…)

Y a la voz de mi padre diciendo: “Ahí viene la jugada maestra, ahí viene la jugada maestra, Juan Carlos (que anticipa el final)” porque eso mismo iba a pasar, porque la sensación de triunfo o de fracaso se siente unos segundos antes, y en ese momento me sentí ganador cuando el movimiento de jaque al rey lo dejó contra las cuerdas, atónito, perdido, tumbado, como si todo lo que le había enseñado su prolijo y disciplinado entrenamiento de club de primera de ajedrez hubiera caído de golpe en un saco roto, o mejor dicho, en un blazer azul con pintas blancas color caspa que lo manchó para siempre. Fue ahí cuando se levantó enojado y se fue, porque a ningún jugador de ajedrez y menos a un profesional –y más si se la hicieron creer del modo que se la hicieron creer– le gusta ver morir a su rey o lo que es peor, tener que verlo tirado, cabizbajo, moribundo, agonizando en el tablero a cuadros marrones y blancos y no poder hacer nada para salvarlo, sin remedio que lo pueda curar.

No les gusta.

Por eso se levantó y se fue y caminó entre la multitud que él mismo había convocado para que lo alentara –sin poder mirarlos a los ojos– la misma que quedó callada sin saber que decir ni hacer. Para después tener que volver cada uno a su clase donde, por supuesto, todavía no había llegado ningún profesor ya que estaban todos allí, mirando al chico que salía en los diarios llorando desconsolado en cuclillas al pie del mástil donde izó la bandera un nuevo campeón, aunque le diera vergüenza serlo, pero campeón al fin.

Y a mí sólo me abrazó el cabezón Mazzeo, porque estaba claro que yo no tenía que ganar ese día, excepto para Sergio y para mi padre que me alentó desde la clínica en la que estaba internado.

Y la música que siguió sonando en mis oídos decía:

“…duro como un muerto en su tumba que murió de miedo, por el valor de vivir. Las nubes no son de algodones y las depresiones son maldiciones.

Te va distrayendo, te enrosca, te lleva y te come.

Te lastima y no perdona y en algún lugar te roba la cara, la sonrisa, la esperanza, la fe en las personas.

Solo, como un pájaro que vuela en la noche”.

(y la noche anterior volvió a volar, porque fue él quien me entrenó)

IV

Porque fue el bueno de Sergio el que armó este entuerto y festejaba a lo loco como si hubiera ganado él. Porque fue él quien le mostró a todo el colegio que yo había empatado con el mismísimo Ariel Sorín el primer puesto del campeonato del colegio –y yo, les juro, no tenía la menor idea de quién era Ariel Sorín–. Si a mí encima el ajedrez nunca me gustó y lo aprendí a jugar sólo porque le gustaba a mi padre y ni siquiera de eso ahora estoy seguro. A veces creo que lo estimuló en mí porque fue el único juego que conocía y porque una vez que empezamos a jugar creyó que tenía algunas condiciones y a su modo, tal vez un poco extraño para algunos, quiso explotarlas.

Porque fue el bueno de Sergio el que armó este entuerto:

(En la puerta del colegio, el mismo día del Campeonato de ajedrez delante de todos los que estaban presentes)

–¿Sorín, qué pasó? ¿Te encontraste con uno mejor que vos, eh? Juega bien mi amigo Juan Carlos.

–¿Quién, Botana?

 –Sí, Botana. ¿Juega bien no? Decí que te salvó la campana, si no perdías. Y que le gusta más el fútbol que el ajedrez, si no te rompía el culo. ¡Estoy seguro! –Tuvo suerte. Y me dijeron que al fútbol es malísimo.

–Si, probablemente sea como vos decís y al fútbol sea malísimo, ¡pero al ajedrez no! y vos sabés mejor que yo que en el ajedrez no hay suerte. Andá a Torre Blanca, andá, y contales a tus compañeros y entrenadores que un pendejo de tu colegio de 2do juega mejor que vos, ¿A ver qué te dicen?

–¡No juega mejor yo, porque salimos tablas!

–Vos y yo sabemos que juega mejor que vos. Lo conozco desde los once y nunca vi a un chico de su edad jugar así. Además no entrena, hacía más de dos años que no tocaba un tablero y eso lo sé perfectamente porque es mi amigo. Andá a Torre Blanca, andá, y contales que un pendejo de tu colegio de 2do juega mejor que vos a ver si se cagan de risa como te cagaste de risa vos de mí cuando en el Torneo Metropolitano me ganó un tal Urbano de tu club, ese que vos entrenabas. ¿Te acordás? Seguro que te acordás, porque vos estabas ahí, si no como te ibas a rebajar a ir a un torneo local de morondanga, ¿a ver si te contagian de algo? Y se burlaron los dos juntitos del tamaño de mi cabeza por un buen rato y de lo nervioso que me puse cuando se me salió la venda que me cubre el drenaje, ¿por qué vos sabes que yo tengo un drenaje? y me patearon la venda para que no la alcanzara y me pusiera más nervioso todavía. ¿Te acordás, no? Como no te vas acordar. ¡Hijo de puta!

Ariel dio media vuelta y se fue bastante más caliente de lo que había venido y espero avergonzado.

Porque fue el bueno de Sergio el que armó este entuerto:

(En la clínica de Flores donde estaba internado mi padre, el mismo día del Campeonato de ajedrez por la tarde y le contó la historia)

Le comentó orgulloso la tramoya que había armado y cómo caí en la trampa como un chorlito y que necesitaba de su ayuda incondicional para que su plan saliera perfecto y de sólo pensarlo se rieron como locos porque por lo visto se conocían bastante bien y mucho más me conocían a mí.

Le comentó orgulloso también que había logrado que volviera a jugar al ajedrez y que no estaba intacto, pero que si me tocaban alguna fibra íntima –esa que sólo usted sabe, Carlos– su plan orquestado con precisión matemática iba a salir tal cual lo planeó.

–Don Carlos, acá le traje los recortes de los diarios con las diez últimas partidas de ajedrez del muchacho que le hablé, se llama Ariel Sorín, es bastante bueno, ¿sabe?, pero Juan Carlos es mejor y acá le dejo el ajedrez con el que jugaban ustedes, mírelo, es el mismo –me lo dio su hija– y lo traje para que practiquen.

–El ajedrez si querés llevalo, Sergio, porque el tablero por suerte todavía está en mi cabeza, lo conozco de memoria y no lo necesito.

–Téngalo, don Carlos, porque tenemos poco tiempo y yo sé que mañana Juan Carlos lo va a venir a visitar. Es muy probable que él no le cuente del Campeonato de ajedrez del colegio o sí, pero como de eso no estoy seguro me anticipo. ¿Usted sabe mejor que yo cómo es él con esas cosas? Lo que sí estoy seguro es que no va a traer un juego de ajedrez y lo va a necesitar para jugar de la manera que lo haría Ariel Sorín y Juanqui con la facilidad que tiene para entender el juego no me queda ninguna duda que va a resolver cada una de las dificultades que se le presenten, y si no lo puede hacer en ese momento, le va a quedar el interrogante dando vueltas en la cabeza y la próxima vez que se le presente el problema va a saber cómo resolverlo. –Porque él es así. Usted lo conoce mejor que yo–. Y si todo sale como lo planeé, la próxima vez va a ser pasado mañana cuando se vuelvan a enfrentar.

–Usted llámelo para asegurarnos que venga. Nada más. Que de lo demás me encargo yo. Hasta luego, don Carlos, y gracias por todo. ¡No se olvide, llámelo! –Hasta luego Sergito y gracias por la visita.

–De nada. ¡No se olvide, llámelo! (Y cómo no me iba a llamar y participar de este entuerto, si estaba lo más aburrido en esa clínica esperando el remedio de una cura que no iba a llegar)

 Unos minutos más tarde mi padre dijo: ¿Roberto, me presta el teléfono, que necesito llamar a mi hijo? Sí, claro, don Carlos, acuérdese de marcar el cero para que le dé tono y después recién marque el número. Cómo no. ¡Muchas gracias, Roberto!

–Hola, Juan Carlos, papá te habla.

–Hola, papá. ¿Cómo estás?

–Bien, bien. ¿Vas a venir mañana, no?

–SÍ, papá, a las 6 de la tarde estoy por ahí. ¿Querés que te lleve algo?

–La revista “Caninos”, si podés, que salió un Bull terrier en la tapa. Es blanco como los que nos gustan a nosotros y tiene un parche negro en el ojo. Y algunos chupetines si podés, así fumo un poco menos.

–A las 6 nos vemos, papá. Un beso.

–A las 6 nos vemos, Juan Carlos.

Sobre la calle Culpina, a metros de Av. Rivadavia en el barrio de Flores.

–Buen día, señor Roberto.

–Buen día, Juan Carlitos.

–Vengo a ver a mi papá, sabe.

–Sí, claro, pasá, que te está esperando en el salón comedor.

–¡Permisoo…!

–¡Me viniste a visitar Jaime! ¡Me viniste a visitar…!

–No señora, no soy Jaime y no la vine a visitar a usted, vine a visitar a mi papá, Carlos, que está allá. Discúlpeme, por favor.

–¡Jaime me viniste a visitar!

–No señora, discúlpeme.

–¡Permisoo…!

–¡Cigarrilloo! ¡Cigarrilloo! ¿Tenés un cigarrillo pibe?

–No, no tengo, señor, no fumo, pero le puedo dar un chupetín.

–Bueno, querido, está bien, qué vamos a hacer, dame un chupetín, entonces, si no tenés cigarrillos. ¡Gracias igual! ¿Pero quién sos vos? ¿Me viniste a visitar…?

–¡Permisoo por favor! Papá…

–Acercate, Juan Carlitos. Acercate, por favor. ¡Mirá lo que tengo!

–Es el mismo que jugábamos nosotros. ¿Cómo lo conseguiste? ¿Te lo trajo mamá o Graciela?

–Algo así. No importa. Lo importante es que lo tengo.

El mantel estaba apenas corrido y todavía quedaba algún plato sin levantar de la mesa, que mi papá pidió por favor que no se lo llevaran para montar la escena.

–¿Con qué piezas jugás, Juan Carlos? ¿Blancas o negras?

–Blancas, papá, blancas, contestaba.

Y la partida empezaba.

Peón, cuatro rey movía yo.

Peón, cuatro reina movía él, planteando el desafío.

¿Y saben por qué? Porque jugar la mayoría de las veces es el juego que a menudo repite la ilusión de jugar. Por eso jugamos toda la noche como en los viejos tiempos, como si el tiempo nunca hubiera pasado y no nos hubiera hecho una mala jugada a dos expertos jugadores como nosotros. Para recodar tal vez…. Jugamos hasta que los dos caímos rendidos en el sillón de la sala de espera, sin parar.

El señor Roberto no nos molestó en ningún momento y las enfermeras por suerte tampoco. Supongo que fue por expreso pedido de mi padre… La gente del lugar lo consentía, porque era un tipo especial, muy especial.

Yo pedí antes de irme a dormir que me levantaran a eso de las 7.30 hs. porque a las 8.20 entraba al colegio. Pero me quedé dormido y por supuesto, una vez más llegué tarde.

Porque fue el bueno de Sergio el que armó este entuerto:

Porque fue él el que encaró a Sorín ni bien terminó el torneo de ajedrez conociendo los resultados y después volvió a hacerlo la mañana siguiente de la misma manera, para provocarlo un poco más. No fuera cosa que su plan no saliera tal cual lo había planeado.

Porque fue él el que corrió la voz para empujar a Sorín al desafío y lo dejó lo suficientemente cebadito como para que viniera a buscarme.

Porque fue él el que fue a ver a mi padre a la clínica en la que estaba internado y le contó la historia y se rieron juntos.

Porque fue él el que le llevó los recortes del diario con las últimas partidas de Ariel para que las estudiara y me jugara toda la noche como jugaba el campeón juvenil sudamericano a punto de ser maestro internacional, porque sabía que mi papá hacia ese tipo de cosas, que estudiaba a los rivales y me jugaba como ellos para que yo los conociera de memoria al momento de enfrentarlos. Pero no me lo decía, por temor a que me sintiera usado y me enojara, porque eso hacía siempre, porque eso hizo con los pobres viejos que jugaban en el Parque Rivadavia antes de llevarme, porque eso hizo con los tipos que jugaban en Barrancas de Belgrano pero esa vez no le salió como él quería porque yo me la pasé toda la semana previa andando con la patineta nueva de fibra de vidrio que heredé de mi primo Gastón y no practiqué una mierda y encima jugué desconcentrado y por eso perdí o simplemente me deje ganar.

Por eso se aseguró que yo fuera esa tarde a visitarlo.

Porque sabía que si tocaba alguna fibra íntima en mí, era mejor que cualquiera, y más si me sabía acompañado por mi padre, porque a mí nunca me interesó el ajedrez, pero sí prolongar el vínculo con mi padre el mayor tiempo que me fuera posible, y el ajedrez durante mucho tiempo fue la excusa que utilizamos hasta que dejó de serlo, ¡claro!, porque al otro sábado cuando volví a ir a la clínica a visitarlo le conté la historia que ya le había contado el bueno de Sergio, pero a la que le faltaba el final, y mi padre reía como un loco mientras la escuchaba y se regodeaba por la manera en que le gané al campeón sudamericano juvenil a punto de ser maestro internacional de ajedrez. Y me pedía que se la repitiera una y otra vez, y reía más fuerte, porque él sí me había preparado para competir aunque no me lo dijera. Siempre lo hizo.

Porque el guacho de Sergio armó todo y como él sí se metió, aunque sea de reojo en el mundo del ajedrez profesional, cada vez que tuvo oportunidad le decía a todos, en el contexto que fuera, que un tal Juan Botana, porque sabía que no me gustaba que me llamaran Juan Carlos, que fue íntimo amigo suyo, le había ganado a Ariel Sorín, que actualmente era Campeón argentino y sudamericano en adultos, maestro internacional y quién sabe cuántos títulos más supo cosechar después.

Porque el guacho de Sergio armó todo y escribo este cuento porque me llegó la noticia hace unos años que murió a causa de esa enfermedad que tenía que le hacía agrandar la cabeza, que se recibió de ingeniero en sistemas y que nunca triunfó en el ajedrez realmente, pero llegó a ser profesional y que siguió contando esta historia mientras pudo, que Ariel Sorín compite en Europa y prácticamente reside allá, que se la pasa más meses del año en Amsterdam, Holanda, que acá. Que me llevó a Torre Blanca y le dijo a su entrenador que yo era mejor que él y me insistió para que jugara profesionalmente. Sergio nunca se hubiera animado a eso y más después de la muerte de mi padre.

Que yo…nunca más jugué al ajedrez y que no puedo terminar el cuento…

¿Y saben por qué?

Porque me pareció tener otra vez a mi padre frente a frente y volver a contarle la historia tal cual fue, con lujo de detalles, con precisión matemática como la planeó el bueno de Sergio. Porque a decir verdad, yo nunca fui campeón de ajedrez (salvo ese partido), ni de nada, pero pude haber sido. ¡De querer, claro! De no ser por esas pastillas de mierda que nos ponían nerviosos a los dos y nos tenían a mal traer hasta que dejamos morir el vínculo que nos unía sin jaque ni mate que anticipara el final.

Porque a mí sí me gustaba un poco el ajedrez y a lo mejor, fue una de las pocas cosas en las que fui bueno de verdad.

Porque me levanté una noche sin que nadie me escuchara: agarré una banqueta para llegar más alto, de lo contrario no hubiera podido, me acerqué al placard ubicado en la pieza donde guardamos las cosas viejas, estiré el brazo derecho…, con el izquierdo me dediqué a quitar suavemente la tierra que había por encima del mueble, con una franela naranja que saqué de la cocina, después estiré el brazo derecho un poco más y recién ahí pude alcanzarlo, tuve que correr unas carpetas negras que había para poder hacerlo, lo limpié despacio, como acariciando otra vez el vínculo que nos unía con mi padre y abrí la caja donde guardaba el ajedrez de madera tallada con el que jugábamos de chico. Lo llevé en mis brazos hasta la mesa del comedor, corrí el mantel, había dejado algún que otro plato de la cena anterior para montar la escena y me dije:

–¿Con qué piezas jugás, Juan Carlos? ¿Blancas o negras?

–Blancas, papá, blancas – contestaba.

Y la partida empezaba.

Peón, cuatro rey movía yo.

Peón, cuatro reina movía él, planteando el desafío.

(Y esperé en vano sin dormir la jugada maestra que anticipa el final y canté para adentro la canción de Divididos que tanto me identificaba)

“Vengo a velas con el mal del cagón,

me tropiezo con mis piernas…

Porque en algún recoveco de mi estúpido ser hay un chico que cada tanto me pide que vuelva a jugar al ajedrez, aunque tan sólo el acto cobarde de escribir me conduzca a decirlo y no a hacerlo. Aunque esta vez no fuera con mi padre y lo hiciera a destiempo.

… gambeteando gente vengo del placard de otro”.

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